CULTURA

El hombre que nunca estuvo

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En Doctor Pasavento, una novela sobre, entre otras cosas, el caminante suizo Robert Walser, su autor comenta: “Desaparecer, ése era el gran reto. Se trataba de no olvidar que yo siempre había pensado que hay que intentar ser infinitamente pequeño, que seguramente es la perfección misma”. Enrique Vila-Matas vuelve a ciertos territorios como a un campo magnético. Escribe cada novela como si siempre tuviera lectores nuevos –y a los anteriores los perdiera en el camino–, a tal punto repite tópicos y trucos y citas completas. Revisita determinados lugares para reencontrarse con lo ausente, y es Vila-Matas el que nunca termina de desaparecer, tal vez porque su caso, comparado con el de Walser, equivale a la diferencia entre una historia puramente ficticia y una basada en un hecho real. Si nos ponemos serios (la maniobra acarrea el riesgo del ridículo) al lado de Walser la de Vila-Matas es literatura y vida de invernadero. Vila-Matas no se termina nunca quizá por su constante recurso a la cita, su afán de disolverse en los otros. Como suele ocurrir, escribe muy bien cuando cita a los demás. Se trata de un escritor absolutamente dependiente de otros (pero qué pocos escritores no lo son). Queda la sensación con Vila-Matas de que no distorsiona las ideas ajenas lo suficiente. Es un escritor consciente de sus límites y los explicita, y así, no exento de picardía, deja sin trabajo a sus futuros críticos. Lo poco que Vila-Matas tiene para decir de los que declara sus escritores de cabecera, excepto dar vueltas alrededor de ellos, acaso sea una prueba de modestia: limitarse a guiar al lector a la obra del admirado, sin más, sin darse aires de crítico excelso. Es extraño que a un nostálgico como Vila-Matas no le agraden los libros de viejo. No pocos lectores sospechan de los escritores que le rehúyen a los libros usados. Son los únicos que nunca desaparecen del todo