CULTURA
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El instinto insaciable de la destrucción

Fotografías de gran tamaño de edificios públicos, monumentos y paisajes desolados son las piezas que nutren “Bruma”, nombre de la exposición de Santiago Porter (1971, Buenos Aires) que actualmente puede visitarse en la galería Rolf Art; en ella, las imágenes se entrelazan con citas, bocetos y ensayos del artista.

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Juzgado, 2007, Copia tipo C, 127 x 161,4 cm. | rolf art

Aprendimos con algunos de los libros de W. G. Sebald, por ejemplo Vértigo pero también puede ser Los emigrados o Los anillos de Saturno, que ficción y objetividad no son opuestos. Estas narraciones, para usar un término neutro y político al mismo tiempo, exigen una lectura como pieza de ficción. En ellas leemos algo que pudo haber ocurrido pero que su autor alteró, falseó e inventó. Asimismo, su nombre civil aparece en el texto. Sin embargo, esos nombres, fechas, lugares son “usados” en lo que se conoce como “efecto de realidad”, el pacto de lectura que refugia, contiene y abriga a ese lector in fabula. Al otro, también. Ese efecto, a su vez, tiene un refuerzo contundente que está en las imágenes que acompañan, van al lado, --¿cómo decirlo?--, de sus textos. Lejos de ser una “ilustración” de la letra son su densidad y su desvío. Lo que aportan es menos un complemento que la forma de un reflejo distorsionado que se vuelve sobre sí.

Esta categoría, aunque resulte a primera vista paradójica para el análisis de unas fotografías que son, como en el caso de Bruma de Santiago Porter, edificios, monumentos y paisajes “reales”, se vuelve luminosa. El proyecto de Porter, uno de larga duración que integra esas tres partes y un libro de Ediciones Lariviere con un texto de Paola Cortes-Rocca bajo un título difuso y poético, consiste en la busca de imágenes a las que se les puede adherir una historia. O mejor dicho, relatos que lo lanzaron a capturar esas imágenes. O la historia de un período del  Estado, el argentino, contada a través de su arquitectura y sus espacios. O la edificación de sitios, el esqueleto de un proyecto de país, su enfermedad y su decadencia.

Porque poco importa si antes o después para detener el tiempo en las fachadas de los edificios públicos para que el hongo de la historia empiece su tarea. Congelar el instante para que emerja una noción de eternidad aparente en la serie que refiere a los monumentos; para tallar el que los reúne a todos ellos: el de la obsolescencia premeditada. La ruina a estrenar. Lo que resta, el sedimento en el que se acumula la desidia, la negligencia, el abandono, la corrupción. El paisaje devastado, el cementerio de autos, la arrasadora fuerza de la naturaleza contrariada, la vista aérea del desastre son la manifestación de aquello que no se manifiesta enseguida.

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Para ver bien una fotografía hay que cerrar los ojos y lo leímos mil veces en la distinción barthesiana entre studium y punctum. A continuación, sabemos que su condición es la de la vista a lo que Kafka respondía: “fotografiamos cosas para ahuyentarlas de la mente”. Ahí es donde creo que Porter opera con ese díptico entre imagen e historia. Porque las que suscitan las fotos que tomó son extraordinarias, fuera de lo común como la de Adela, la última paciente del Hospital Ferroviario, la de los castores en Tierra del Fuego, la mujer sin cabeza (la estatua de Eva Perón). Por su parte, las imágenes las anclan en lo ordinario, en el registro de lo público, lo burocrático, lo mismo. Esas dos fuerzas tensionan y se vuelven una sola: poderosa, imaginativa. Tiende a clausurar, en ese continuum,  la totalidad. Ahí está el vigor de lo político en Porter. Muy parecido a donde se lo puede ubicar en Kafka, esa práctica de la postergación. El camino de la ley es contrario al camino de lo humano. La ley impide el ingreso de lo humano; es de naturaleza contraria, lo expele y lo extingue. En esa hendija, uno escribe. Porter crea imágenes en la que los humanos no están pero todo es por ellos.

La imagen del promeneur solitaire, tal como Susan Sontag define a Sebald y lo enlaza con esa tradición romántica del viajero solitario, es lo que completa el pensamiento sobre Bruma. Lo imagino solo y muy temprano de mañana en el microcentro porteño, en la quinta de San Vicente, en un kilómetro preciso de la ruta 9, metido en el cubículo de su cámara para tomar las placas, con la misma luz, con el mismo encuadre. Fotografiando como quien pinta y de ahí que estén sus pequeños cuadros. Retazos de calima, de veladuras, que capturan el clima de sus fotos. El detalle, el ambiente, la línea expresiva y poética está allí en los tonos y los grises.

Los cuadernos son el registro de esos viajes. Los bocetos, las pequeñas imágenes, los ensayos, las correspondencias, las citas. Porter me dice que si pudiéramos sacarlos de la vitrina en la que están exhibidos, se podría leer varias de los libros de Sebald. Su emoción ante mi referencia es confianza plena. Me pongo conjetural, adivino y elijo esta.  En el viaje a Deauville que Sebald refiere en Los emigrados, en busca de “algún residuo del pasado”, lo describe: “lugar de veraneo alguna vez legendario, como cualquier otro lugar que uno visita ahora en cualquier país o continente, estaba agotado, arruinado sin remedio por el tráfico, las tiendas y boutiques, el instinto insaciable de la destrucción”.


BRUMA - Santiago Porter

Rolf Art - Esmeralda 1353

Lunes a viernes de 11 a 20. Hasta el 16 de marzo.