CULTURA
HUMPHREY BOGART (1899-1957)

El mito del hombre fatal

En 1936, con El bosque petrificado, aparecía por primera vez en la pantalla grande la figura del hombre fatal, incorporando al estereotipo de la masculinidad rasgos eminentemente femeninos. Y ahí estaba Bogart. Años después, la adaptación de El halcón maltés marcó el inicio del cine negro. Y ahí estaba él otra vez. Más tarde sería Philip Marlowe, el detective sentimental de Raymond Chandler, y que daría en la historia con su protagónico en Casablanca, para muchos la mejor película de todos los tiempos. Sebreli lo recuerda, a cincuenta años de su muerte.

default
default | Cedoc

El mito del hombre fatal en el cine fue menos frecuente que el de la mujer fatal, porque la sociedad patriarcal excluía de la imagen del varón los rasgos de ambigüedad y melancolía. 1936 fue, tal vez, el año del nacimiento del hombre fatal cinematográfico con El bosque petrificado basada en una obra de Robert Sherwood. Allí se cruzaban en una posada en medio del desierto dos hombres fatales: Leslie Howard, el escritor errabundo y pesimista que se definía a sí mismo: “Pertenezco a una raza en extinción: soy un intelectual”, y Humphrey Bogart, su antítesis, en el rol de Duke Mantée, el bandido sentimental que reflexionaba: “He pasado la mitad de mi vida preso, pasaré el resto muerto”. El teatro estadounidense de los años treinta se destacaba por los diálogos cáusticos, hábito heredado por Hollywood. El film significó al mismo tiempo la creación del personaje mítico de Bogart.

Al mismo tiempo que Bogart, nació el hombre fatal en el cine francés con Jean Gabin en Pepe Le Moko (1937). Es difícil decidir cuál fue el verdadero creador del hombre fatal, si Bogart o Jean Gabin; fueron dos tipos bastante distintos de hombres fatales, condicionados por sus respectivas culturas y también por sus propias biografías.

Resulta difícil reunir en el mismo rubro de hombre fatal a Gabin con Bogart: sus mundos han sido distintos. Gabin pertenecía al clima peculiar del “realismo poético francés” de preguerra, donde lo poético predominaba sobre el realismo. Los filmes de Gabin con Marcel Carne mantienen su encanto por la puesta en escena y la atmósfera a pesar de los diálogos artificiosos y cursis de Jacques Prevert, poeta mediocre cercano a los surrealistas, que logró embaucar a su generación.

Distinto es el caso del hombre fatal del cine de Hollywood, personaje que, en gran parte, derivaba de la novela realista norteamericana de los años treinta, en especial de los llamados “thoug writers” o “hard boiled”. Las diferencias con el similar personaje del realismo poético francés son notorias; en tanto éste llega al crimen o al suicidio por el amor de una mujer, en el cine negro norteamericano los problemas sociales predominan sobre los pasionales, las luchas eran por dinero y poder, abundaba la misoginia y las mujeres jugaban un papel secundario, salvo cuando ellas mismas eran asesinas. La vida de los hombres fatales del realismo negro francés era un enigma inextricable –huían no se sabía por qué ni hacia dónde– y los ambientes en que se movían eran imprecisos y con frecuencia exóticos. En cambio, los marginales norteamericanos estaban entremezclados en una sociedad muy bien delimitada: la de las ciudades de Nueva York o Los Angeles. Tenían profesiones típicas de la sociedad capitalista: o bien eran gángsters –“el lado sucio de la lucha por el dólar”, decía Philip Marlowe– o bien componían un personaje nuevo de origen literario, el detective privado, tan real que el propio Dashiell Hammett había sido uno de ellos en su juventud.

La zona ambigua. Bogart pasó de un tipo al otro. A pesar de su éxito como gángster sentimental en El bosque petrificado, secundó durante varios años, en los films clase B de la Warner, a Edward G. Robinson, James Cagney o George Raft en sus papeles de gángsters clásicos, para alcanzar, al fin, el rango estelar en Altas Sierras (1941, Raoul Walsh). El suceso del personaje de Roy Early estaba en que era un gángster algo envejecido y desilusionado y cuyos buenos sentimientos cosechaban la simpatía del público; así surgió el good-bad boy. Los asesores de imagen de la Warner pensaron en la necesidad de crear un tipo que, sin perder los rasgos de dureza y cinismo característicos de Bogart, no estuviera fuera de la ley y escapara, a la vez, al estererotipo del malo sin matices. El personaje del detective privado resultaba adecuado: se diferenciaba del policía oficial porque se dedicaba a asuntos turbios –intrigas familiares, indagación de pasados sospechosos, búsqueda de desaparecidos– y se movía en una zona ambigua, a medias entre la policía y los delincuentes, aliado y adversario en distintas circunstancias de uno y de otro. Era un solitario, bebedor, con amores circunstanciales, que habitaba oficinas miserables, cuartos de hotel o departamentos sórdidos y solía pasar sus noches caminando por callejuelas o alternando en las barras de los bares con desconocidos.

Sam Spade, el personaje de El halcón maltés (Dashiell Hammet, 1929) llevado al cine por John Huston, sirvió para la consagración de su director y de Bogart, y marcó el inicio del género del cine negro, destinado, hasta entonces, a la clase B de la Warner.

El otro detective privado fue Marlowe en Al borde del abismo (Howard Hawks, 1946) sobre novela de Raymond Chandler. Ambos personajes, Spade y Marlowe, estaban desencantados de sus propias vidas y de la sociedad que los rodeaba. Eran también escépticos de las leyes y sólo creían en su propia libertad. La ambigüedad de la moral y de los valores de estos personajes fascinó a los existencialistas franceses que bautizaron al género como “novela negra” cuando aparecieron en la posguerra en la colección de Gallimard dirigida por Marcel Duhamel. Además había en esas obras una cierta crítica de la realidad social y política –Hammet había sido marxista– de la que carecía el realismo poético francés reducido al ámbito de lo individual y de la fatalidad.

Un párrafo de la mejor novela de Chandler, El largo adiós, donde Marlowe habla de sí mismo, es útil para describir al personaje del hombre fatal del cine negro norteamericano: “Soy un lobo solitario. No estoy casado, estoy entrando en la edad madura y no soy rico (…) Mis padres han muerto, no tengo hermanos y si alguien llega a dejarme tirado en una callejuela oscura, nadie sentirá que ha desaparecido el sentido y fundamento de su vida”.

Bogart, con su estilo flemático, su vestimenta descuidada, el piloto con el cuello levantado, el andar desganado, el rostro a medio afeitar y surcado por arrugas, el gesto lacónico con un dejo desdeñoso al que contribuía la cicatriz del labio superior y el cigarrillo en la comisura, le dio carnadura e imagen al personaje de ficción. Así lo admitió el mismo Chandler: “Bogart es por cierto muy superior a todos los duros del cine (…) es duro aun sin revólver. Además tiene sentido del humor con ese sobreentendido áspero del desprecio”.
En Casablanca (Michael Curtiz, 1943), Bogart agregaba nuevas facetas al personaje. Sus pistoleros y detectives privados habían sido apolíticos. En cambio el cínico y escéptico Rick Blaine, dueño del cabaret nordafricano refugio de todos los apátridas de la guerra, había peleado por los republicanos en la Guerra Civil Española, y finalmente, pierde a la mujer que ama por salvar la vida de un militante antifascista.

Bogart, posteriormente, representó los papeles más diversos, incluso el de sacerdote, en filmes de desigual calidad, pero logró perdurar en los años cincuenta y sesenta porque su actuación peculiarmente understatement se adecuaba muy bien a la modalidad cool característica de la nueva generación. No es casual, entonces, que el actor emblemático de la nouvelle vague francesa, Jean Paul Belmondo, lo reconociera como su modelo.