Somos monstruos temporales. Nuestra percepción del tiempo transforma el espacio. Hace 120 años, Mar del Plata distaba de Buenos Aires los mismos 404 kilómetros que ahora, pero antes esa distancia se cubría con un viaje en tren que demandaba muchas horas, mientras que ahora se puede llegar en avión luego de 45 minutos de viaje. Ahora está más cerca. Ser es ser percibido, y las dos percepciones que determinan todo lo demás son las del tiempo y el espacio (que, como sugerimos recién, está dominado por cómo percibimos el tiempo). Todas las horas duran sesenta minutos, pero si supiéramos que la próxima es la última hora que nos queda por vivir, cada uno de esos minutos volaría con una ligereza que ahora no podemos imaginar. Las pinturas que presenta Germán Wendel (Villa Reducción, Córdoba, 1968) son imágenes un tanto distorsionadas, pero no falaces, de esa percepción de un tiempo que transforma tanto el espacio en sí como a las personas y objetos que habitan ese espacio.
Estamos hechos de la madera de nuestros sueños. Las obras de Wendel rememoran ese tiempo sin tiempo, ese puro espacio congelado que puebla nuestro mundo onírico. Más que un artista visual, Wendel parece un escritor. Pero como escritor, semeja un pintor de estampas. Sus personajes son humanos con cabezas animales (o cosificadas: el botón gigante en Leguleyo). Los paisajes, los interiores, los objetos: todo señala el desamparo del personaje. El clima es nostálgico, como si la pérdida de la infancia fuera una herida imposible de cicatrizar. El ambiente se diluye como los recuerdos que nuestra memoria transforma en otros cada vez que los convocamos al presente.
A primera vista, las pinturas de Wendel parecen ilustraciones de cuentos infantiles. Lo son, a su manera: pero no se puede leer en su obra un relato (la sucesión de peripecias ni la intriga), sino un conjunto de instantes aislados. Sus personajes no pueden comunicarse entre ellos. Un objeto (ese avioncito en madera balsa que presenta en Balsa Camel) alcanza para disparar una historia. Es la huella mnemotécnica que nos permite recuperar una experiencia olvidada: es el sabor de la magdalena que dispara el recuerdo del pequeño Marcel Proust en ese libro que es una sucesión de poemas visuales, En busca del tiempo perdido. Pero la historia evocada está fuera de cuadro.
Ese juego con la memoria y lo perdido es llevado por Wendel al extremo: su “estilo” es una extraña mezcla de mundo victoriano visto tras un cristal art decó y una estética racionalista. Es difícil ubicar la época en la que suceden las historias que se recogen en estas pinturas: ¿1890? ¿1938? ¿1952? Hay algo de fin de siglo, algo de momento anterior a la Segunda Guerra, algo del mundo que apareció tras el fin de ese conflicto. Es un mundo que no está en este mundo. Un mundo paralelo, como el del sueño. Tiene algo dulce, como si fuera una pesadilla tan seductora que no queremos abandonarla, pero que, por eso mismo, nos destruye con más fuerza.
Más que objetos en el espacio, más aún que el tiempo condensado en un instante que no puede fluir (pero todo eso hace Wendel en cada una de sus pinturas), lo que insiste en estas obras es un cierto clima: el desasosiego ante la inminencia de un desenlace catastrófico. El momento antes del derrumbe. La certeza del fin. La sabiduría para aceptarlo. La imposibilidad de cambiar el rumbo. La dicha de terminar. El horror por lo inminente. La tragedia observada justo antes de que se desencadene: en el momento en que todavía no sabemos que apenas un instante más tarde seremos pasto del olvido.