Para Aristóteles no había duda, primero viene el huevo y después la gallina. La potencia precede al acto. De dónde salió ese huevo originario es otra historia. Acaso Aristóteles secretamente fuese órfico y adhiriese a la teoría del huevo primordial del que surgió el universo. El filósofo era oriundo de Macedonia, no muy lejos de Piería, la patria de Orfeo. Lo imagino de niño en su pueblo, Estagira, con la polimatía energúmena que caracterizaría a su pensamiento adulto ya manifestándose en potencia como una curiosidad insaciable. Me lo imagino escuchando cuentos de su madre, tal vez aquel de cuando Orfeo bajó al infierno a rescatar a su mujer. Tras convencer a Hades con su música irresistible, refiere el mito, Orfeo emprendió el regreso a la tierra seguido de Eurídice. Pero justo antes de llegar, el primer poeta se dio vuelta para ver a su mujer violando la única condición del pacto con el dios del inframundo, y la perdió para siempre. Cuenta también la leyenda que Orfeo juró no volver a tocar a una mujer y reconfiguró su libido orientándola hacia los varones. Así fue como inventó la pederastia, deporte nacional de la Grecia clásica. Imagino al niño Aristóteles que escucha el cuento fascinado y le pregunta a su madre por qué algunos hombres prefieren copular con hombres y otros con mujeres.
En sus obras de genética y zoología, Aristóteles se ocupó del tema de la diferencia de sexo. La mujer es mujer, dice en Sobre la generación de los animales, a causa de una cierta inhabilidad: debido a la frialdad de su organismo, carecen de la capacidad de producir semen y, en vez, producen sangre menstrual. Para el filósofo, la generación de la hembra es consecuencia de una desviación. La cría, cuanto más parecida al padre, más se acerca a la perfección. La hembra es, por ende, una versión deforme del macho, una aberración biológica que sin embargo se encuadra en el orden natural. Hoy sabemos que, si se debe hablar de desviación, es el cromosoma Y el que representa una torcedura durante la odisea de la gestación.
En su exploración de la naturaleza, Aristóteles recurre en similar medida a la observación directa y al estudio de autoridades del pasado. Por ejemplo, también en Sobre la generación de los animales, cita los poemas órficos y dice que el proceso mediante el cual se forma el animal se asemeja al trenzado de una red. Imagino el deleite del filósofo si volviese del mundo de los muertos y se enterase de que una de las claves para develar el misterio de la distinción entre los sexos está en uno de los pliegues de la fascia, esa urdimbre sutilísima que conecta todo el cuerpo.
En el siglo XVII, los pioneros de la anatomía moderna descubrieron y describieron el músculo cremaster (del griego, “suspensor”). Cremaster es el músculo del cordón espermático gracias al cual los testículos cuelgan en el escroto. Su función consiste en contraer los testes y devolverlos al interior del cuerpo cuando hace frío, en situaciones de peligro, o durante el coito a fin de protegerlos de cualquier potencial agresión que ponga en riesgo la eyaculación. Los dos músculos cremaster (uno a cada lado del cuerpo) se insertan en la túnica vaginal, una membrana serosa que recubre los testículos y que surge durante el llamado “proceso vaginal” del peritoneo, que es la antesala del descenso de los testes del abdomen a la bolsa escrotal. Este descenso suele suceder durante el séptimo mes de gestación y es el acto inaugural del músculo cremaster. La distinción de sexo en el embrión, cabe aclarar, ya estaba determinada desde el segundo mes. Una de las instancias cruciales en el proceso de diferenciación sexual es el pliegue labio-escrotal, cuando el embrión desarrolla ya sea los labios mayores o el escroto.
En el Ciclo Cremaster, obra del artista Matthew Barney, el músculo en cuestión adquiere cualidades alegóricas. El ciclo es un proyecto babilónico compuesto por cinco films, fotos, esculturas e instalaciones, que se desarrolló en 1994 y 2002. Para Barney, cremaster es el músculo que gobierna el conflicto de género, la última línea divisoria entre lo masculino y lo femenino. Pero el músculo también le da sentido al ciclo por ser una figura del ascenso y del descenso, los dos movimientos que articulan el proyecto. En Cremaster 1, por ejemplo, dos dirigibles volando juntos representan la hinchazón labio-escrotal que precede a la diferenciación de los sexos. Cremaster 3, por su parte, transcurre al ritmo de ascensos y descensos durante la construcción del edificio Chrysler, en Nueva York. El ciclo procede de la instancia de máximo ascenso (Cremaster 1) a la de mayor descenso (Cremaster 5). En este sentido, representa una catábasis. Pero también es un viaje de la potencia al acto, de la indistinción sexual absoluta, a la diferenciación completa, aunque nunca definitiva.
Al ser un órgano que se alarga y se contrae, podemos decir que el músculo cremaster posibilita que el descenso de los testículos, como el de Orfeo al Infierno, sea la primera fase en un viaje de ida y vuelta. Gracias a este mecanismo de suspensión, ese embrión de sexo indistinto que alguna vez fuimos, todavía somos. En otras palabras, al permitirle al varón esconder los testículos, el músculo funciona como recordatorio espontáneo de ese período de indistinción pregenital y afirma la naturaleza fluida y oscilante que se esconde detrás de esa ficción monolítica conocida como “género”. Con esto en mente, la imagen icónica de la cortesana Filis montada sobre Aristóteles, que el medioevo y el renacimiento copiaron hasta el hartazgo para ilustrar la facilidad con que las tentaciones de la carne se imponen sobre la inteligencia, adquiere otra significación.