CULTURA
ADELANTO

El rol protagónico

Pequeña gran enciclopedia de personajes literarios rioplatenses, la nueva edición del libro “Imborrables” (17 grises) es una exploración ilustrada de entrañables mitologías narrativas que articula un teatro de intensidad a manera de espejo de una región encantada: la nuestra. A modo de adelanto, reproducimos algunos pasajes en los que la disección de distintos arquetipos locales como Funes en Borges y Tomatis en Saer, promueven un ejercicio de reflexión sólido y luminoso.

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La editorial 17 grises publica una nueva edición del libro “Imborrables”, una exploración ilustrada de entrañables mitologías narrativas rioplatenses. | Pablo Temes

Alguna vez tratamos de argumentar, en ronda de amigos, qué circunstancias volvían imborrables a ciertos personajes; alguna vez coincidimos en que este hecho excedía las peripecias de la obra. Creo que convinimos en lo extraordinario de ese don, y en que no era del todo inusual en el entorno de nuestra literatura. En eso andábamos cuando estalló la pandemia. No sé cuándo lo real se hizo virtual y el “Nos vemos” fue usurpado por un link y una pantalla: lo cierto es que la presente obra es hija de encuentros y desencuentros a los que solo un corte de luz podía poner fin. Pronto surgió la idea de acompañar los textos con ilustraciones y, como ocurre con esos vendavales que a su paso alinean planetas, tres artistas plásticas fijaron en imagen los rostros que iban fraguando en palabras: Marcela Motta, María Pinto y Noemí Spadaro. La persuasión firme y cordial de Luis Gusmán reunió de pronto un elenco de casi cincuenta escritores que se mostraron muy bien dispuestos a darle forma definitiva a este proyecto (con perdón del Sars-2, nada más contagioso que el entusiasmo). En este sentido queremos extender nuestra gratitud, por diversos motivos, a Lorenzo Amengual, a Alicia Gozcue, a Luis Felipe Noé, a Liliana Porter, a Ana Tiscornia, a Rodrigo Mendoza y a Luciano, Francisco y Sofía Santoro. Esta obra se propone entonces como una suerte de guía biográfica ilustrada de la literatura rioplatense. Un libro al que el lector puede acudir para reencontrarse con caras conocidas o por conocer, conjugadas a doble página por un dueto virtuoso de texto y figura. Vaya aquí un agradecimiento especial a Paula Ripesi, cuyo talento y paciencia hicieron de este libro un bello objeto, máximo galardón al que puede aspirar cualquier papel impreso. Sabemos que toda antología brilla por sus omisiones. De ahí la elección de un álbum y no de un diccionario para plasmar estas siluetas, más cercanas a una suma de felices evocaciones que al fruto de una exégesis bibliográfica o académica. Una serie de entregas temáticas –libros dos y tres– vinieron a completar este panorama vasto y liminar de los personajes más luminosos legados por ambas márgenes del Río de la Plata.

 

TOMATIS JUAN JOSÉ SAER 

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por Fernando Fagnani

En la serie lineal del tiempo, para Carlos Tomatis lo peor ya ha sucedido: la muerte de su madre, un divorcio que no es el primero, la asfixiante dictadura, el matrimonio procaz con el alcohol. Pero en tierras de conciencia y memoria, en el naciente aliento del rencor, todo es presente y percute. Oculto entre los pliegues del pasado y corto de ánimo, está el joven que conocimos en otros libros de Saer. Eterna promesa literaria, luminaria de las ácidas tertulias, capaz de rápidas invectivas irónicas que por su precisión se desbordaban hacia el cinismo verbal y fundían al adversario. En noches al borde del río, mientras cerca se asaban los pescados, el futuro parecía suyo. Se demoraba en alcanzarlo porque no quería perderse el goce de esos días. En Lo imborrable, décadas pasaron de aquellas felices ceremonias. Es invierno en Santa Fe, y Tomatis se enfrente a una singular incertidumbre: que ser ahora, cuando las fuerzas son escasas y las ilusiones lo ignoran. Mientras camina solitario por la ciudad oscura, una ciudad que por ominosa y seca recuerda los lienzos urbanos de Roberto Arlt, alguien se le acerca. Milagro del que cabe sospechar: esa persona lo admira. Enseguida descubre las olvidables razones del aprecio: un brulote que escribió durante la dictadura contra Walter Bueno, escritorzuelo santafesino afín al régimen, bestséller de aquellos días con una lubricada novela: La brisa en el trigo. Ese libro narraba en clave una humillación que todavía persigue al admirador, de nombre Antonio, dueño de Bizancio, una distribuidora de libros de autores de tercera fila. Perdido en el vasto catálogo, también hay alguno de segunda fila. Haber sentenciado a Walter Bueno es ahora el penoso orgullo de Tomatis. Las ternuras de la vida, una hermana que lo cuida, una hija que lo quiere y él desatiende, apenas lo entibian. Con Antonio y Vilma, ejecutiva ella de Bizancio, es otra vez el centro de la escena; literaria y desvergonzadamente comercial. El escritor que ya no escribe y que da lustre al negocio. La ironía dolida que respira amargura es su lengua reciente. Desairado por el tiempo y las malas decisiones, las heridas lo han hecho más lúcido, justo cuando la Noemí Spadaro lucidez es un estorbo. Sabe que está en el crepúsculo, y que será un crepúsculo largo y ordinario; sin furias, sin triunfos. En una fiesta, Alfonso, que conoce sus hábitos sanos, le ofrece agua mineral. Tomatis lo piensa y pide algo más fuerte. Ese matrimonio que no acepta el divorcio se reinicia, la rutina anestesiada es otra vez su hogar.

 

FUNES JORGE LUIS BORGES 

por Luis Chitarroni 

Se llama Ireneo, pero bien se lo podría llamar, como título más que como apodo, Presunto, por el modo en que se ignora y lo adulan y adivinan los otros. En Fray Bentos dicen que es hijo de un irlandés O’Connor, que de nombre se llamaba Aneirin. Jugaron un rato a la payana con las sílabas, parece, y así llegaron a Ireneo. Un hombre que sueña con un hombre que sueña es una especie de broma solemne sobre la autorreferencia. Si despertara convertido en mariposa, sería un cuento chino; si despertara y se encontrara consigo mismo en el libro de al lado, es una novela china; la pesadilla de Ireneo, continua, real, repetible. Cuando evoca una parte, a sus escasas anchas, en el catre donde el que cuenta lo visita, se encuentra con un día entero, con sus frondas, sus libros de pasta y sus hendeduras de cortesía. El que ahora (éste “ahora” resulta precioso) lo ocupa es prestado. Lo ocupa el que va a ir de visita. La hora exacta le dice Ireneo al joven Bernardo Juan Francisco y a su primo, de visita, después de mirar el cielo. Al primo del joven Bernardo Juan Francisco le pide prestados los libros de latín que ha llevado consigo desde Buenos Aires. La memoria, pese a su puntualidad y su funcionamiento obvio, sigue siendo un misterio. Por eso los hombres se asombran o fingen hacerlo con una deliberación psicológica algo que deberían compartir. “¡Mire cómo se acuerda usted!” Al que visita, al que cuenta, la observación psicológica que le cabe es acerca de la paternidad, no los espejos. Lo asombra que los receptores de malas noticias sean capaces, por portarlas o exhibirlas, de olvidar el dolor que acarrean/acumulan. Funes duerme de a ratos. Esa conciencia inversa, provocada por su voluntad de zaratustra cimarrón, y que parece favorecerlo, inte-rrumpe las catástrofes del tiempo, que ocurren como un continuo abarcable. Aunque a lo largo del relato, Ireneo no dice nunca más de tres frases, podría haberlo hecho: “He pasado toda la vida ayer para hacer caso omiso de que la única palabra prohibida de la adivinanza que plantea el paso del tiempo es hoy”. Marcela Motta Ireneo Funes recita tan bien como puede, con una pasionaria en la mano, algo que tiene la resonancia de un Virgilio de la edad de Plata, que le enseñó a descifrar el Diccionario francés de latín de Quicherat. Aprendió esas lenguas en el tiempo que estuvo en Fray Bentos quien va despedirse, y, de paso, a llevarse los libros prestados, el primo del joven Bernardo Juan Francisco, portador, ese día arrogante y distinto, de una mala noticia.

 

COMISARIO JIMÉNEZ RODOLFO WALSH 

por Eduardo Grüner 

El dibujo de una mujer lo muestra claramente: Jiménez, el inspector, camina ladeado, como en tanguera falsa escuadra. No está, como se dice, “intoxicado”, es decir beodo. Al menos, no de alcohol. Es posible que sea la concentración, o mejor la obsesión (todo detective literario vive de eso) por el desciframiento del enigma: a las esfinges se las mira de costado, como al sesgo, no sea cosa que nos traguen sus pupilas. El dilema, sin solución, es que la mirada oblicua puede hacer perder el centro: se salva la vida a cambio de que el misterio permanezca oculto. Queda, sin embargo, la otra estrategia: la de un corrector de pruebas que sabe leer en los escondites de los errores tipográficos. Daniel Hernández, se llama: hay quien juega con las iniciales –son las mismas que las de Dashiell Hammett–, pero es más importante el nombre denominado de pila: Daniel es el primer detective de la historia, ya figura en la Biblia. Y la letra no tiene ojos, se la puede mirar de frente para pasar al otro lado deslizándose entre sus fallas. Hernández, pues, corrige a Jiménez: con la escritura lo endereza. Es un suplemento necesario, porque el inspector, ya sabemos, no es del centro. Tampoco lo será algún discípulo inesperado, que se animará a asomarse a leer (hay que suponer que tras un largo viaje en tranvía) en los restos de un basural de José León Suárez.

 

MOLINA MANUEL PUIG 

por Rafael Bielsa 

Un plano fijo, como los de Douglas Sirk en “Se trata de una dama”. Molina Luis Alberto, el auto y el arma, la sangre que anega el saco, el fuego, un párpado caído: todo es blanco y es negro. Las primeras longitudes de onda destilan a través del cañamazo de la gangrena. Magnesia y alquitrán. El encuadre está formado por las periféricas casas grises, el marengo del asfalto, el amarillo ácido de las baldosas y el tejido arácnido de las tejas pedestres. Al centro, Molina y su silueta llovida, ambiguos y manieristas –Margarita Gautier en La dama de las camelias,  Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia–, subliman el arte de desfallecer. Él le había dicho (¿a quién?): “O que yo no era yo. Que ahora yo… eras vos”. El espejo y el filtro que mostraban su propio contrario. Molina: iluso e íntimo, aunque incompleto y, por lo tanto, fallido; sólo el cielo lo sabe. Por eso morir; porque hay otra vida que es más vida.

 

FEDORA SILVINA OCAMPO 

por Esther Cross 

Una mujer va a la casa de Fedora para comprar un grabador. La puerta está abierta, hay un tigre sentado en la escalera. A Fedora no la vemos, pero la historia está plantada y el cuento la espera. Se oyen pasos y se huele un perfume, como en una séance. Entonces Fedora entra en cuadro: es la dueña de la casa, el grabador, el tigre Keif y Keif, el cuento. Fedora es soñadora y cruda. A Keif lo nombra en términos de hipnosis, indigestión, celos, bestia. A pesar de su refinamiento, habla de plata. Las fisiologías del tigre y el dinero no le dan pudor. Tiene cintura para los negocios. Es una artista del canje y la circulación de objetos. Cambia un brillante por un zafiro, un cuadro por otro, el grabador por una máquina de fotos. Lo único que no cambia es el tigre. A la mujer que le compra el grabador le propone un pacto en la misma línea, pero a otro nivel: una transmigración, un intercambio de vidas. El precio que paga Fedora es el suicidio. En el contexto del eterno retorno, su sacrificio es bastante moderado, y lo hace con estilo. Emocionada, la otra se desmaya y el alma de Fedora entra “en el intersticio que deja en el cuerpo la pérdida de conocimiento”. Se mete en sus gestos, su mirada y su voz. Lo primero que le preguntan a una persona que “vuelve en sí” después de un desmayo es su nombre: como si sospecharan que algo de ella hubiera quedado del otro lado. Al leer “Keif”, entiendo que también se puede traer a alguien. Alguien que aprovechó una distracción de la conciencia para habitarnos. Pasa en algunos desmayos, y con algunos sueños y con algunos libros.

 

TONI POLLAK NORBERTO SOARES 

por María Moreno 

En Gente que baila, Soares se hacía notar, igual que en la vida real, y al voto convencional de abstinencia e invisibilidad, lo recubría con el histrionismo del animador de un parque de diversiones. Copio: “Estos son Luna Casarola y Popy Berenstein. ¿No encajan el uno en el otro como anillo al dedo? ¿No son tal para cual? Todos pensamos que sí. Luna dijo no”. Probaba el efecto cómico del nombre de sus personajes y nosotros nos reíamos porque escondían resonancias pedestres, como en las piezas de los departamentos de Villa Crespo en donde nació, la escupidera o los frascos para ventosas: Luna Casarola, Miranda Lamour, Boom Boom, Melito, Charly Canapé”. La gente que baila son psicóticos de barrio, locos de la guerra, miembros de un hampa a lo Darío Argento; pícaros de una picaresca que no tensan la lucha de clases, ni la viveza criolla, ni el destino trágico de un golpe de dados. Un azar alejó a Eva Fisher del amor (iba a la casa del hombre que la esperaba observando unos gatitos recién nacidos) y el amor la llevó en taxi hasta Odessa. Popy Bernstein se olvidó de su plan de suicidio porque se distrajo escribiendo su autobiografía. La polaca Toni Pollak, sobreviviente de un campo de concentración, abandonó al sensual Pipo Trespiernas (su nombre lo dice todo) por el enajenado Josef Spatz (pantalón piyama, borceguíes y capa militar) en nombre de una lengua perdida: el polaco.

 

ERDOSAIN ROBERTO ARLT 

por Luis Gusmán 

Como un vía crucis, Erdosain va dejando atrás las estaciones. Viaja al Oeste. Como podría viajar el Buscador de Oro. Sube en Once. Saca boleto hasta Moreno. Ha matado a la bizca. Su acto ni siquiera es personal, sino gratuito. Es como si le sucediera a otro. Está vacío, ni siquiera tiene el expediente de la culpa. Raskolnikov ha devenido Mersault. Tampoco tiene redención y sus sueños de inventor y revolucionario han sucumbido, tampoco se puede ir al desierto, el único lugar posible para la utopía y el falansterio fracasado. Van pasando las estaciones. En Haedo suben dos señoritas y se sientan frente a él. Se bajan en Merlo. Solo faltan dos estaciones para el final del viaje. La cosa sucede entre Merlo y Paso del Rey. La escena es rápida. Erdosain se lleva el revólver al pecho y dispara. En el vagón queda un matrimonio. El hombre lee el diario y no ve nada, la mujer grita espantada. Cuando el tren llega a Moreno, Erdosain ya está muerto. El final de su via crucis coincide con la última estación. En el bolsillo se encontró algo de dinero y una carta para Elsa la que fuera su mujer. Nunca sabremos su contenido. Erdosain “parece haber conservado intacto su discernimiento y voluntad, aun en su minuto postrero. De otra manera no se explica que haya encontrado en sí la fuerza prodigiosa para incorporarse sobre el asiento como si quisiera morir en posición decorosa”. Quizás, lo último que le quedaba.