Se supone que en la nota que alguien deja antes de suicidarse se encontrarán los motivos o indicios para ese acto final. Pero ese texto también puede ser tergiversado o mal citado. Así ocurrió con Virginia Woolf (1882-1941), quien dejó no una sino tres notas, dos a su marido y otra a su hermana, antes de salir a escondidas de su casa para sumergirse en el río cercano. En ellas decía que se “estaba volviendo loca de nuevo”, que había vuelto a escuchar voces “como antes” y que ya no podría recuperarse de ese “horror” y esa “locura”. También expresaba gratitud por Leonard Woolf, a quien conocía desde hacía treinta años, sosteniendo que no podía seguir “arruinándole la vida con su terrible enfermedad”.
El problema es que esto ocurría a fines de marzo de 1941, el peor momento de la guerra para Gran Bretaña, bajo constante ataque de bombarderos alemanes. Unos meses antes las bombas habían destrozado los dos departamentos que los Woolf tenían en Londres, incluida su imprenta Hogarth Press, obligándolos a quedarse de modo permanente en su casa de fin de semana en Rodmell, al sudeste de Inglaterra, desde donde podían divisar a los aviones germanos en vuelo hacia sus objetivos. Fue como anillo al dedo para quienes buscaron una razón política coyuntural para el suicidio. Una cita apócrifa del Sunday Times, reproducida por un cable de Associated Press, indujo a suponer que Virginia se había suicidado porque no podía soportar más la presión de la guerra.
La nota a su marido comenzaba diciendo: “Querido, estoy segura que me estoy volviendo loca otra vez. Siento que no podemos pasar por otro de esos terribles momentos” (“I feel we can’t go through another of those terrible times”). La referencia era de modo inequívoca a los tiempos que ambos habían pasado en los peores brotes de locura de Virginia. Sin embargo, lo que difundió la prensa inglesa y norteamericana fue: “Yo no puedo seguir más en estos tiempos terribles” (“I cannot go on any longer in these terrible times”) en alusión directa a la época de guerra. El pronombre demostrativo fue cambiado: “these” en vez de “those”, o sea “estos” en vez de “esos” o “aquellos”. Y a la frase original se añadió ese “yo no puedo seguir más”.
Lo cual provocó protestas en cartas de lectores indignados por la “cobardía” del suicidio, con llamamientos a tener valor para resistir los bombardeos. Y aunque el marido salió de inmediato a aclarar qué había escrito realmente Virginia, incluso presentando copia del manuscrito, el equívoco continuó a lo largo de los años y todavía la cita apócrifa o errónea puede encontrarse en algunos sitios de internet.
Si lo personal es político, lo es pero en un sentido que trasciende la coyuntura. Virginia Woolf fue también una mujer atormentada por una cultura patriarcal en la que Hitler sería el último y más bestial ejemplo. Ella y Leonard habían prometido suicidarse juntos en caso de que la temida invasión nazi a Gran Bretaña finalmente ocurriera. Así que es probable que el miedo a la guerra hubiera influido en el retorno de sus sufrimientos. Pero había otros terrores.
Los peores momentos mencionados en sus notas habían ocurrido por lo menos veinticinco años antes, cuando fue internada contra su voluntad aunque bajo autorización de su marido. Y la saga de sus padecimientos se remontaba a los trece años, cuando sufrió su primer ataque de depresión luego de la muerte de su madre y de caer víctima de abuso por parte de un hermanastro. A los veintidós tuvo su primer intento de suicidio, tratando de arrojarse por una ventana, y a los treinta el segundo, cuando ingirió cien gramos de Veronal. Además, en aquellos años algunos creían que las enfermedades, incluso las mentales, eran provocadas por focos de bacterias que se acumulaban en la boca; entre ellos, el médico que trató a Virginia, el doctor Savage (literalmente “salvaje”) quien recomendó que le extrajeran tres dientes para eliminar esos supuestos focos de infección. Así que, antes de cumplir los cuarenta, la delicada anfitriona del grupo Bloomsbury tuvo que acostumbrarse a portar dientes postizos.
Con recurrentes depresiones, alucinaciones auditivas y miedo a ser internada de nuevo, Virginia se encerró durante su última mañana en su “habitación propia”, la casita frente al jardín donde había escrito la mayoría de sus libros. Allí redactó a mano las breves notas de despedida; a su hermana Vanessa le pidió que cuidara a su marido, con quien había sido, insistía, “perfectamente feliz”. Luego se escabulló en dirección al río Ouse con los bolsillos de su abrigo lleno de piedras. Su cuerpo fue arrastrado por la corriente lejos de la orilla donde se había sumergido y recién fue hallado tres semanas más tarde.
Al día siguiente del hallazgo, el cable de AP que reprodujo el New York Times citó al juez de instrucción que actuó en el caso y que tal vez inició el malentendido, un tal E.F. Hoare. La cita ya venía con los pronombres cambiados y con el añadido de que la novelista había tenido que abandonar dos veces sus casas de Londres a causa de los bombardeos. Guerra más suicidio: ecuación perfecta para la noticia.