CULTURA
WILLIAM BURROUGhS

El último aliento del viejo Bill

Editorial Granica publica en el país “Últimas palabras”, de William Burroughs, acaso el escritor más polémico y provocador de la Generación Beat. El libro reconstruye el diario que el autor confeccionó durante los últimos nueve meses de su vida, y abarca todos los ámbitos de su interés: la literatura, las drogas, la ecología, la política, sus amigos, los miedos y miserias de la vejez, su pasión por los gatos y, desde luego, la muerte. Escribe Luis Gusmán.

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William Burroughs. | pablo temes

Las últimas palabras suelen pertenecer a la despedida. El libro de Bioy sobre Borges cuenta que este murió diciendo el padrenuestro: “Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés, en español”. El final de Últimas palabras, el libro de William. S. Burroughs, concluye con una pregunta y una respuesta que ya se han vuelto célebres porque desde hace siglos se presentan como salida para el conflicto entre los humanos: 

“El amor, ¿Qué es eso? / El analgésico más genuino que existe / EL AMOR”. 

Es indudable que las mayúsculas parecen un énfasis tipográfico de la letra paranoica. 

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Esa potestad extrema de la palabra definitiva el escritor se la entrega a las memorias, las confesiones, la autobiografía o el diario íntimo. En estos registros biográficos sitúo Últimas palabras, el libro que William S. Burroughs no llegó a ver publicado porque la muerte se lo llevó antes, el 2 de agosto de 1997. Son estas las anotaciones que llevó prolijamente, en libretas y cuadernos, durante sus últimos nueve meses de vida. 

Ya el autor del Almuerzo desnudo había incursionado en el género en su “autobiografía” de sueños, Mi educación, una verdadera pedagogía onírica donde cuenta sueños en hoteles, autos, habitaciones desconocidas. Se podría decir: en cualquier lugar donde la vida lo encontraba despierto, dormía para soñar.

En ese libro cuenta un sueño situado en un lugar que le parece un cementerio: “Inscripciones grabadas en piedra blanca”. Las palabras póstumas inscriptas en la piedra o en el mármol pertenecen al epitafio. 

“Si hubiera bajado…”, dice, pero despertó: “… podría haber encontrado mi propio nombre en relieve en piedra, como la vidriera de una iglesia de Citronelle, Alabama: ‘Consagrado a la memoria de William Seward Burroughs’. Mi abuelo, al que por supuesto nunca vi, murió aquí en Citronelle, de tuberculosis, a los 41 años. El bello mausoleo está vacío”.

Su nieto, que se llamaría igual que el abuelo, no quiso ser enterrado en el mausoleo vacío: su última voluntad fue que sus cenizas fueran arrojadas en Tánger, uno de los nombres que en Mi educación adquiere el territorio póstumo: “La tierra de los muertos al revés”.

Finalmente, el nieto termina viviendo en Lawrence, Kansas, en lo que parece un mausoleo profano: 

“En la puerta había siempre un gato y, a veces, hasta dos o tres. La losa de la entrada era de un suave marfil (regalo de una compañía de sepelios) en que figuraba BUR-ROSE”.

Burroughs siempre vivió en el mito. Su casa parecía guardar los restos de ese esoterismo beatnik: 

“Apenas dentro, un bufete de nogal desplegaba un llamativo inventario de curiosidades y talismanes (un kris malayo, un escorpión de lucita, una serpiente flexible de madera) y, a metros, un paragüero colmado de bastones, todos ellos de extrañas y talladas empuñaduras. Una lámpara siempre encendida del comedor iluminaría a Burroughs, inclinado en su silla de ruedas, forzando la vista, garabateando sus diarios”, relata en el prólogo James Grauerholz, que además tuvo a su cargo la edición y las notas de este libro. “Al final de su vida, a Burroughs le fue permitido, por gracia, esfuerzo y sufrimiento, concluir su educación”.

El prólogo de Grauerholz prosigue: “La salud de William todavía era buena. Habían pasado ya cinco años de su triple operación de bypass y, aunque sus reservas de energía no abundaran, de ánimo se encontraba bastante bien. Se mostraba infatigable, quería mantenerse ocupado y seguir escribiendo. Él dijo alguna vez que trataba de alcanzar la síntesis entre la pintura y los textos, sin nunca creer que hubiera dado con la fórmula. Entre el desgaste y la artritis en sus manos, William se volvió incapaz de escribir algo que excediera una línea. A menudo apuntaba sus ideas en fichas –y como tenía acostumbrado, sus sueños–. Resultó imposible rastrearlas o siquiera establecer su sucesión”.

Luis Chitarroni, en su prólogo a esta edición, encuentra las palabras no solo necesarias sino precisas respecto de los incalculables pronósticos acerca de la perduración (o perdurabilidad) de una obra. El prologuista condensa en la expresión “hospital terrestre” el tránsito por este mundo de ese “cadáver caminando”, como lo apodaban sus compañeros de escuela y que ya no siendo un niño alguien le dirá: “Envidio esas manos tuyas. Parecen las de un cadáver”. 

“No se pueden hacer pronósticos acerca de la perduración (o perdurabilidad) de la obra”, apunta Chitarroni. “Aquí, allá y en todo lugar, realidad y apariencia adoptan el aspecto y las crueles consignas de un hospital terrestre. ‘Hasta que el estado de mi lengua se detenga’, solía observar el hombre que imaginó que el arte –y el de la prosa en particular– era una religión. Por correr a toda velocidad en la oscuridad por el filo –no hay que olvidar que también el término blade runner le pertenece– y llegar hasta el fondo de las que parecen a su vez las predicciones apocalípticas más ceñidas de la civilización, Burroughs es o simuló ser un celoso precursor y un practicante feroz”. 

Una lectura de Rodrigo Fresán se detiene sobre Últimas palabras, esta autobiografía al borde de lo póstumo escrita, como dice, “artríticamente”, donde las letras acuden y se alinean como patas de arañas. La elegía de Fresán compara a Burroughs con un faraón egipcio y lo llama “el Hombre Invisible”. Creo que es un modo de restarle consistencia a la densidad de una vida que, como dijimos, ronda siempre el mito. La muerte accidental de su mujer por un tiro de su escopeta, la cárcel y su misma apariencia física nos enfrentan a una obra que se ve amenazada por la leyenda personal.

El prólogo de Chitarroni, la nota de Rodrigo Fresán, las apariciones de Burroughs en la máquina paranoica de Piglia y la decisión de su editor Salvador Gargiulo de publicar Últimas palabras indican, como una brújula, que este libro era, y es, muy esperado por lectores. A diferencia del resto de su obra, estos escritos ofrecen una perspectiva inédita –por lo íntima, por lo confesional– de este escritor que tuvo el privilegio o la desdicha de ser considerado autor de una generación (en este caso, beat). Tópico que consolida y, a la vez, clausura a un escritor en un lugar común. 

El lector no puede sustraerse de leerlo, como lo exige todo “testamento”, desde el comienzo hasta el final. Final eminentemente literario, si entendemos que las últimas palabras cobran un vuelo propio, un acento a veces profético: 

“Permítanme bajar del escenario / Parece que tu acto terminó, Burroughs / Miren el ingenioso Hopper, ahí afuera, nos muestra allí calles caminos y árboles que no conducen a ninguna parte, el impuso melancólico de lo que persiste. Ya nada queda”.

Entrada al diario del 6 de abril de 1997. Una anotación permite presumir que ya antes tampoco “quedaba” demasiado, que Burroughs iba consumiendo su vida con “sustancias e ironías”: 

“Vida. / Una especie de mutilada existencia como tu diversión. Se solicita gratitud”.

El 6 de abril, que fue domingo, habla de “la búsqueda de la felicidad”. Pero cada anotación encuentra rápidamente su contrapartida irónica, que desmitifica la afirmación anterior y anula la legitimidad de la búsqueda: 

“Busca es un prometedor caballo alazán; Felicidad, un capón fuera de forma, pero con notable experiencia en las carreras. Será montado por Sereno, un muy experimentado jockey, cambió su nombre al de Tedio”. 

De pronto, en una especie de aparición, un mensajero que adquiere la forma de una criatura le pregunta: “¿Qué tuvo Allen?” –se refiere al poeta Allen Ginsberg–. “Como el joven acólito en busca del Maestro. El chico descubrió que Allen se acaba de ir”.

 Su “autobiografía” está en eco, incluso antes y en el momento de escribirse, con el primer verso de Aullido, aquel poema donde Ginsberg parece parafrasear lo que Valéry escribía sobre Mallarmé acerca de lo que una joven generación, en otros tiempos, estaba dispuesta a ofrecer.

El poema de Ginsberg comienza “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,

arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo”.

Escribe Chitarroni acerca de ese encuentro: “El tipo de escritura que le gustaba a William Seward Burroughs era el de un estilista inglés convencional hasta la artesanía. Nunca se pareció a la que gustó de practicar. Y creo que él nunca dejó de vestirse con saco, camisa y corbata. No es raro que lo enamorara el, a poco también convencional, desaliño o desacato sartorial de Allen Ginsberg, su residencia en la tierra vestido de cuerpo”.

El aullido del lobo no necesita ser estepario, puede ser el de un niño que recuerda la canción de La isla del tesoro: “Ocho piezas de plata. Gritó el loro / ¿Habrías tú, de ser un loro, poder imitarlo?”. Es la frase que repite el loro en el hombro de Silver cuando descubre el esqueleto junto al tesoro.

Se puede imitar a un loro, derramar “lágrimas de cocodrilo”, pero hay otras: 

“Las lágrimas son odiosas si no genuinas, que salen del alma y de veras quiebran y conmueven a uno / Las lágrimas para aquellos que ya no… / La forma en Fletch venía corriendo para ponerse debajo de la cama. / Ya no cierro la puerta”.

Cuando el lector abre este libro ya no puede cerrarlo. Está escrito en Límites, el poema de Borges: “No hay una puerta / estás adentro”.

Un aullido también puede ser autobiográfico, como el título del primer libro que Burroughs nunca logró escribir: Autobiografía de un lobo.

El autor del prólogo se hace esta pregunta: “¿La ferocidad y la compasión son compatibles?”. Leyendo Últimas palabras diría que sí, y estos versos parecen ser una respuesta: 

“Me siento frío y envejecido / Me siento como Tiresias / Una muerte prevista y olas llevando mis restos en susurros”.

Agregaría: el aullido a veces puede tomar la forma de un susurro.

 

Ultimas palabras (extracto), de  William Burroughs

29 de enero, 1997. Miércoles

Mala noche. Mucho dolor de estómago. 

En un sueño le decía a alguien: –¿mi madre?–

“debo ir al hospital”.

Acabo de leer un cuento de Walter de la Mare: extraordinariamente bueno.

¿Qué tan maligno puede volverse un viejo ya malvado?

Bueno “este viejo recluso y malvado”: ¿cómo se puede ser malvado en reclusión? Desde luego, por testamento, expresando el odio contra sus hermanas y el mundo entero.

¿Pero qué es lo que hace exactamente este viejo recluso y malvado? ¿Únicamente se sienta y obra el mal?

A duras penas, a menos que el hombre sea, o de una maldad consumada, o un mafioso, en cuyo caso ya portaría todos los galardones. 

Por esto mismo se trata de un cuento tan bueno sobre la maldad. De una maldad muy especial. El protagonista tejió malignidades por más de veinte años en su “vil, ruinosa y olvidada” casa. 

Walter allí, en la cama, preso por las maniobras del viejo recluso y malvado.

¿La casi total ausencia de bondad humana condena al hombre, en su voluntad, a una aterradora reclusión?

Walter fue llevado al escenario por el protagonista del relato que lo incluye.

¿Cómo puede lograrse la maldad en tales circunstancias?

Mejor será depositar el dinero para convertirse en anzuelo de un brutal Departamento de Scotland Yard.

Efectivamente lo depositó y ayudó al Departamento de Scotland Yard a perseguir y multar a los malefactores, canallas y derrelictos del código penal. Si es que alguno de ellos –técnicamente– obstruía las ruedas de la justicia. Escribir cartas al Times ocupaba otra buena parte de su tiempo. 

Llegado a este punto, el destino pareció conferirle unas útiles cartas de póker. Esta alma “sensible” había descubierto las fuertes y “puras corrientes”. A poco de aquello, ella trajo en brazos una potente batería electrónica.

Manipúlese con cuidado. QUEMA. 

Del odio quema su revestimiento plástico. 

Sí, un viejo malvado escapa a todas las comparaciones por definición. ¿Le llevarán la comida en un montaplatos?

Bueno, ella lo recluta y juntos fundan una estación eléctrica en Topeka, para infligir toda clase de dolores al mundo.

Seguro, ¿pero por cuánto tiempo y con qué propósito?

Sentado en mi silla de ratán con mis tres gatos, acercándome a la eternidad de los tiempos –(Van Gogh) y ahora yo– sentimos que la escena se vuelve un tanto deprimente.

¿Qué puedo hacer?

Tuve muy altas esperanzas. Como todos.

Recuerdo esperar justo afuera del Consulado en Tánger:

“¿Conociste ya al barquero?”

No, pero sí lo hice más tarde.

Por ahora nada de botes o de ningún transporte que conduzca a algún lado, excepto a la subasta de una funeraria.

¿Dónde estabas cuando yo no estuve allí?

“¡¡¡Perros del Infierno!!!” Gritó el artista pop, pateando los testículos del perro más delator. 

“Solo una cosa decente hice”.

“Olvidar todo el asunto. Lo he hecho”.

Fuertes jadeos en este instante.

¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo me queda?

Puede que no mucho.

13 de marzo, 1997. Jueves

Me acaba de nacer una idea para el guion de una película sobre alienígenas.

Empieza con un montaje: escenas de guerra, de diversos lugares y momentos históricos. Los alienígenas, al descender, se encuentran con la temible depresión terrícola. 

Un viejo y sabio alienígena:

“no puedes escapar a las viejas leyes: conflicto = energía = vida = percances = energía = vida. Sin conflicto, tampoco hay vida o energía. Esta es una guerra universal”.

¿Paz, utopía, paraíso?

Sin energía no hay percances.

Luego viene una fiesta. Minúsculas escenas en alcobas encortinadas, donde el futuro de las naciones es examinado y decidido. Necesitamos actores del más alto nivel que estén al tanto, con información supersensitiva, de los pactos entre los oficiales del gobierno y los alienígenas –como los Grises, que pueden asumir cualquier disfraz y simular sus emociones insensiblemente–. Fríos y llamativos seres.

Sin embargo, son inseguros en extremo, al punto del pánico. No pueden reproducirse y experimentan con humanos híbridos.

El impasse esencial. El conflicto genera energía. Sin conflicto no hay energía. Necesitan desesperadamente nuestra energía y por eso se dedicaron a fomentar el desorden, el conflicto y la guerra.

Algunos de ellos ven esto como un callejón sin salida, pero no los intransigentes.

Sobre la Tierra, el caos y el conflicto [han] acabado por ser una amenaza letal para todos sus habitantes. Imponer un régimen totalitario vaciaría los niveles energéticos a un punto ya peligroso.  

Las personas no podrán salir de la cama, ir al trabajo, afeitarse o darse un baño. Saldrán con la camiseta fuera de los pantalones y se afeitarán con navajas a batería en los trenes, pasándose de estación a causa del sueño. 

La maquinaria quedará al descubierto.

Cambio y fuera.

2 de abril o cercanías, 1997

Mientras nos acercamos al milenio, el Bien y el Mal se disputan las cosas en el tablero de ajedrez de noches y días.

Los cultistas del suicidio en masa son conducidos por el Flautista. Treinta y nueve cayeron pacíficamente, con fenobarbital en su vodka. Se dirigían hacia la más alta condición humana. Ovnis, a la víspera del cometa actual [Kohoutek], los recogerán, desencumbrándolos de sus vestiduras terrestres. 

¿Qué más?

Necesito alimentar a los peces.

Debo alimentar a los peces.

Como toda persona que habite este planeta, estoy al borde de la estasis o el caos total. Los peces únicamente existen por breves recesos. 

¿Qué habrá sido del hermano de William Faulkner, que fue uno de los más destacados agentes antinarcóticos? ¿Estaría William orgulloso de tener un desbocado defensor de burocráticas leyes en el Capitolio y no uno que defendiera los olvidados derechos de la Guerra Civil? 

Imagino que tendrá sus argumentos:

“¿No ves? Es una perspectiva completamente distinta”.

“No creo que esto ‘cambie de perspectiva’”.

Vengan a revisar mis premisas. Supongo que necesitaremos a un encuestador y él determinará si mis premisas están, o no, o al menos la mitad de ellas: la línea entre una cosa y otra es muy delgada, mejor será mantener la vista en la meta.

“Donde usted lo ordene”.

El día está hecho.

Dios está cerca.

O lo estuvo. 

La Traición universal ha inundado la Tierra.

Buscan clemencia como serviles y temerosos perros. Muchos se orinarán para adoptar las más inverosímiles genuflexiones: alguno se adelantará y olisqueará la bota de un oficial con su nariz humedecida.

El oficial retrocede, de su boca cuelga un escarbadiente. Patea al suplicante y le derriba un molar.

El suplicante lo mira y sonríe.

“Le dimos un uso a las bestias insurrectas, pero en su tiempo. Ya no son necesarias”.

Tales sentimientos fascistas no reflejan las actuales políticas en colonias.

Versos de poesía mandan ondulaciones: aguardan el sonido de una pequeña voz.n  

1. Durante los últimos cinco o seis años de su vida, Burroughs sufrió de un doloroso reflujo estomacal producido por una hernia de hiato. [N. de E.] 

2. El suicidio masivo de los cultistas del Heaven’s Gate, en California, ocurrió en esa época. [N. de E.].