Un hombre caminaba por Palermo, alguna noche de septiembre, seis años atrás. Llegó hasta la entrada de una pequeña librería, donde el escritor Elvio Gandolfo presentaba la reedición de su libro Ferrocarriles argentinos. Un grupo de chicas de veintipoco, interesadas en los movimientos del ambiente editorial, esperaban para entrar al evento. De un momento a otro, el hombre arremetió impetuoso y coló una cabeza canosa, que sostenía una cara poblada de arrugas y un par de ojos blancos y enormes como dos huevos, entre el grupo de chicas: “¿Qué hacen acá? ¿Por qué no se van a coger? ¿Vienen de coger? A su edad, lo único que se puede hacer es coger sin parar”. Ante la sorpresa de las señoritas, que no sabían si reírse o echar a correr, siguió su camino sin acusar el más mínimo recibo del lugar border en que lo había dejado su intervención. El hombre, que había nacido 66 años antes en el sur del conurbano bonaerense, se llamaba Rodolfo Enrique Fogwill. Era uno de los principales narradores que entonces estaban vivos y en actividad en la Argentina. Algunos lo sospechaban, otros acaso ni lo pensaban: se trataba de sus últimas andanzas, los últimos pasos de una vida que dejaba un tendal de libros poderosos donde se ponían en cuestión las estructuras del lenguaje, donde la experiencia se veía atravesada por los cambios tecnológicos, sociales, económicos y políticos; textos en los que la narración no era un espacio sacrosanto sino más que nunca arena de una lucha de clases en el marco de la avanzada de la cultura posmoderna. Fogwill falleció el 21 de agosto de 2010, casi tres años después de aquella presentación de Gandolfo. A tres años de su muerte, la Biblioteca Nacional lanza las jornadas “En otro orden de cosas”, en las que durante tres días una diversa gama de intelectuales, escritores, editores y periodistas recorrerá a través de conferencias, debates, lecturas y proyecciones muchas de las múltiples aristas que dejaron tanto su obra como su provocadora personalidad. En el año en el que se dio a conocer su texto póstumo, La ventana de los sueños, se reeditó La buena nueva, mientras que en noviembre será el turno de Una pálida historia de amor, nombres propios de peso en el ámbito cultural y literario local como Horacio
González, María Moreno, Sergio Bizzio, María Pía López, Graciela Speranza, Carlos Gamerro, Alan Pauls, Selva Almada y Daniel Divinsky, entre otros, reflexionarán en torno a la obra de aquel hombre, el último maldito.
Fogwill, el narrador. La obra de Fogwill se destaca por un aspecto central: su particular trabajo con la lengua, en el que el registro literario está en cooperación y tensión con diferentes variantes del habla popular, ciudadana, profesional o marginal: “Fogwill tenía una doble reflexión, como analista y como creador de la lengua –señala la socióloga y escritora María Pía López–. Por un lado, como puede verse en Los pichiciegos o en Vivir afuera, está más que atento a las mutaciones de la lengua. En la novela En otro orden de cosas, sigue con atención y con comillas el surgimiento de palabras a partir de ciertas jergas profesionales, como el marketing, la psicología o la gestión cultural. Para Fogwill, las transformaciones de una sociedad se materializan en la lengua, y esa sensibilidad para escuchar lo que sucede en el lenguaje es lo que funciona como insumo para su extraordinaria potencia poética”. Por su parte, Julia Saltzman, editora responsable de las ediciones de las obras de Fogwill en Alfaguara, asegura que el autor introdujo “una nueva forma de realismo” en el panorama de la narrativa argentina: “Fogwill dio cuenta como nadie del carácter y la sensibilidad de una época, los 90; plasmó una poética de lo material en combinación con una narrativa plena de ideas e interpretaciones. Además de una voz de cadencia inconfundible para expresar su visión original e inteligente. Supo crear un mundo que, como el de toda buena literatura, por un lado nos muestra una realidad en la que nos reconocemos, y a la vez nos revela lo que intuimos y no llegamos a pensar”.
Fogwill, el escritor-sociologo. Esa relación dialéctica que Fogwill estableció entre la realidad y la ficción en sus textos, donde los diversos modos en los que la cultura de masas reconfiguró sucesivamente las relaciones sociales, ocupó un lugar central en su literatura e hizo que en reiteradas ocasiones se lo señalara como el primer escritor-sociólogo de la literatura argentina. Más allá de su formación profesional (recordemos: fue sociólogo de profesión y trabajó a lo largo de toda su vida en diversas variantes de la publicidad y el estudio de los mercados), sus textos aparecen nutridos por una mirada crítica y analítica de las tendencias, las modas, los cambios dialectales, y de las relaciones entre ciudadanos y autoridades e instituciones. Así lo analiza el escritor y sociólogo Hernán Vanoli: “Fogwill se interesaba, en algunos de sus libros, en el devenir de las relaciones entre el poder económico y el poder de la palabra. El tipo de pactos, silencios y consensos que hacen posible que algunas cosas sean dichas o pensadas, para luego ser legitimadas. La manera en que los rumores, que son una sintaxis que estructura pequeños lenguajes, se convertían en poder. Eso es lo que le encuentro de sociológico: la pregunta por el poder, pero no en una lectura reduccionista vinculada a los procesos eleccionarios, a un hecho tan triste e intrascendente, por ejemplo, como las elecciones legislativas, sino por el poder como una trama de intereses y discursos. Esos pequeños lenguajes tenían las marcas de los grandes lenguajes del poder en el futuro, al mismo tiempo que los socavaban en su origen. En ese sentido, Fogwill era un escritor-sociólogo, aunque tener un título de sociólogo puede producir también una narrativa sumamente conservadora. A Fogwill lo preocupaban los cruces entre el lenguaje y el poder, pero no en el sentido banal en el que algunos escritores dicen que ‘todo lenguaje es político’ y escriben principalmente sobre su triste deseo de ser escritores sin poseer talento, ni en el sentido adolescente de una fascinación militante por un capitalismo de amigos, sino en un sentido mucho más complejo vinculado a los procesos de construcción de hegemonías sociales, a intereses financieros, a sentidos que se conforman alrededor de los consumos. Sus actividades en el mundo objetivo, en el mundo de la publicidad, de la investigación de mercado, le otorgan un plus con respecto a los escritores mandarines de la nada, a los escritores artistas, aburridísimos, a los poetas tristes, a los ganadores seriales de becas y pasajes, que te dopan en sus mesas redondas”.
Fogwill, el personaje. “Es lo que menos me interesaba”, dice Pía López. “Su personalidad provocadora no me generaba nada”, responde Vanoli. Sin embargo, no hay en el ámbito cultural porteño quien no tenga una anécdota que incluya a Fogwill. Como si a través de la palabra confrontativa buscara en el otro la reacción sin filtros, la respuesta que elude el tamiz de la conciencia. Daniel Divinsky, el mítico editor y fundador de Ediciones de la Flor, recuerda la experiencia de la primera edición de Los pichiciegos, de 1983: “Editarlo apenas llegado de regreso al país luego de seis años de exilio fue una especie de venganza personal contra la dictadura y la estúpida soberbia belicista de los militares. En cuanto a la relación con el autor, que venía de una serie de rechazos de su original en otras editoriales, pasó por las alternativas usuales: gran satisfacción cuando le comuniqué que le publicaríamos la novela, alegría cuando el libro apareció a los pocos meses, comienzo de queja cuando consideró que la distribución no era adecuada, queja virulenta cuando las ventas no se correspondieron con sus expectativas. Atribuyó esto al diseño de la tapa (que aludía al consumo de licor Tres Plumas de los soldados en las trincheras para combatir el frío) y no a las pocas ganas que en ese momento tenían los posibles lectores de resucitar lo vivido durante el conflicto bélico. Mi recuerdo personal no es afectuoso: era un tipo áspero, aun en los primeros momentos de relación cordial. Se convirtió en imbancable cuando nuestra edición no se vendió como esperaba. Tiempo después estuvimos frente a frente en una charla de un editor español y desvió la mirada para no saludarme”.
Claro está que la excentricidad no hace bueno a ningún escritor, pero ¿estaríamos frente a una figura de tal complejidad sin su verba desfachatada, sin sus polémicas intervenciones públicas, sin sus 12 gramos de cocaína al escribir Los pichiciegos, durante tres días corridos? Algo se confirma: ni Fogwill ni sus libros eran mamotretos aburridos. Algo que no siempre abunda.