En mayo de 2016 realicé mi último viaje analógico. Vale decir, un mes y medio lanzado a recorrer una porción considerable de Japón, dotado tan solo de un billete multiuso (Japan Rail Pass) que me permitía acceder por el plazo abonado a todas las conexiones ferroviarias que quisiera (incluido el descomunal tren bala Shinkansen) y algunas líneas circulares del metro, más un listado en mi libreta de los sitios para hospedarme que ya había contratado antes de la partida (ordenados por fechas, con los códigos de acceso electrónico al alojamiento y un mail de contacto). Debería agregar que en ciudades como Tokio, la representación topográfica del terreno la vuelve serpenteante, nutrida con callejones que inician en el llano y culminan en pendiente, se entrelazan con avenidas robustas, diagonales interminables, y por si fuera poco las rotulaciones domiciliarias distan mucho de las empleadas en Buenos Aires, por ejemplo, las calles no tienen nombre, ostentan una estructura que se compone de tres números: el distrito al que pertenece la casa o edificio, la manzana y la propia casa o edificio. De manera que resultó ser una experiencia enriquecedora y aterradora a la vez. Escribí sobre aquello en un texto que titulé “Mapa papel” (https://www.perfil.com/noticias/columnistas/mapa-papel.phtml). Al año siguiente volví a insistir con Asia, pero en Vietnam decidí que comenzaría mi nueva etapa como viajero digital. Me recuerdo recostado en una reposera en la playa de An Bang, en Hoi An, bebiendo cerveza Saigón, mientras con el teléfono realizaba compras de pasajes y hoteles para cumplir con los siguientes pasos del periplo planificado. Nada más simple.
En marzo de 2020, la declaración universal de la pandemia me encontró en Áqaba, costas doradas del Mar Rojo, en el rincón sureste de Jordania. Mi teléfono, que hasta entonces había respondido de la manera programada, dejó de funcionar. Afino: las funciones estaban operativas, solo que ya no me servía para lo que necesitaba en ese momento. No logré sacar pasajes para escapar del cierre fronterizo; tampoco dar en la aplicación con algún responsable de la rentadora del auto para consultarle si podía dejarlo antes del día y horario convenido. De manera que decidí por primera vez chatear con un bot. Ninguna de sus respuestas clausuraban mis consultas. Necesitaba, y con urgencia, dar con un rostro humano para resolver aquello. Fue así que me subí al coche y cabalgué algo más de tres horas por el desierto jordano en un trayecto que tendría que haber realizado en seis. Como sea, finalmente di con un espécimen algo hostil, pero humano, y luego de trenzar una discusión y ensanchar la billetera, pude salir. Días después, mientras esperaba en España el vuelo de repatriación que me depositara en Buenos Aires, volví a establecer contacto con un bot, el que trabajaba entonces para Aerolíneas Argentinas (no sé si hoy seguirá siendo el mismo). Otra experiencia frustrante.
Mientras enhebro estas líneas me encuentro en el margen suroeste del río Elba, en Dresde, Alemania. El día está espléndido, veintitrés grados acompasan la brisa decidida que acabó por expulsar unas minúsculas nubes matinales. En los alrededores del Zwinger, un contingente de jubilados alemanes recibe los primeros informes del guía. Una tarde de lo más corriente. Sin embargo, todo comenzará a desmoronarse.