Si hasta hace poco los periodistas podíamos seguir haciéndonos los distraídos, lo cierto es que ya no queda más tiempo: la revolución tecnológica, las nuevas formas de producción, consumo y circulación de la materia informativa han venido a modificar nuestra profesión de raíz. Alcanza con recordar que hasta hace diez años escribíamos a máquina y transmitíamos los artículos por fax, sin mencionar los profundos cambios producidos en el ámbito de la fotografía. La tendencia muestra que las ediciones electrónicas de los diarios van desplazando, de a poco pero de manera sostenida, al papel. Vivimos un período de transición hacia algo nuevo.
Pero no hay por qué ponerse apocalípticos. ¿Significa todo esto que los medios tradicionales desaparecerán, que el periodismo es una actividad en vías de extinción? Tendería a pensar al revés: que todos estos cambios tienen que, necesariamente, transformar de manera positiva la profesión. Que los medios, los tradicionales y los alternativos ofrecerán –de hecho ya lo hacen– la pulpa de las noticias mejor y más rápido, con posibilidad de corregirla y actualizarla al instante. Que los diarios y revistas de mayor circulación –y con ellas la gente que las piensa y las hace– se verán obligados a ser, cada vez, mejores periodistas: deberán estar dispuestos a aprender constantemente para ofrecer, a un lector más exigente y atento, lo que va a demandar por su paga: no sólo información sino análisis, reflexión, opinión y calidad narrativa.
¿Qué alternativas quedan, si hoy por hoy un chico de ocho o diez años es capaz de redactar de manera correcta un texto informativo básico? Comprometerse más y acompañar los cambios. Producir artículos únicos, irreemplazables. Una opción entre otras: procurar un espacio más generoso, en los medios de mañana, para la crónica periodística –el género más completo y exigente.
Hay ya una generación de jóvenes cronistas dedicados al periodismo narrativo que, paradójicamente, suelen publicar sus trabajos en el extranjero. Este grupo está dotando al género de un corpus entre los que ya se cuentan libros como Los suicidas del fin del mundo (Leila Guerriero), Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Cristian Alarcón), Cristo llame ya (Alejandro Seselovsky) y al que ahora se suma La Patagonia vendida, de Gonzalo Sánchez. No son todos, por supuesto. Vendrán más. Y todos saben y creen, como escribió otro gran cronista, el mexicano Juan Villoro, que “una crónica lograda no es más que literatura bajo presión”.
Tienen un modelo a seguir y superar: casi todos ellos reconocen en sus trabajos la influencia del que tal vez sea el mejor cronista argentino: Martín Caparrós –que acaba de publicar una crónica monumental llamada El interior y que viene tallando el camino del género casi en soledad, desde hace por lo menos quince años. Tampoco se trata de un fenómeno local: la crónica cuenta con un desarrollo notable en países como Colombia, México y Perú. En los Estados Unidos, incluso, acaba de publicarse un libro llamado The New New Journalism, que reúne el trabajo de un grupo de periodistas “que se destacan por provenir de campos ajenos a la profesión –la historia, la psicología, la sociología– y por su capacidad para convertirse en cronistas de la experiencia ordinaria, dominar una nueva sensibilidad y contar la realidad de un modo diferente”.
Más temprano que tarde, el periodismo gráfico deberá ser otra cosa. Está obligado a mutar, si quiere estar a la altura de las circunstancias: a fundirse con otras disciplinas hasta que las fronteras se diluyan y dejen de existir.