CULTURA
LA CELEBRACIÓN

En el borde del borde

Mario Bellatin aprovechó su paso por Buenos Aires para presentar un puñado de libros en una pequeña biblioteca popular en el corazón de La Matanza. En la previa, escritores, escritoras y editores compartieron un almuerzo junto al escritor mexicano en el que no faltaron las críticas al entramado actual de la literatura mainstream. Porque aquí, lejos de las luces, en el borde del borde, batallar por la palabra es una declaración de principios.

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Mario Bellatin. | ALEJANDRO BELLOTTI

El día se presenta espléndido. Las escasas nubes matinales desperdigadas en lo bajo se han esfumado ya, expulsadas por esporádicos aunque vigorosos soplidos del sureste. Para acceder al cogollo de La Matanza hay que sortear un complejo sistema vehicular alimentado con puentes, avenidas, pasos a nivel, autopistas fabulosas, también calles cortadas, de tierra, de asfalto, de grama, de piedra; calles diagonales, rectas, circulares, calles imposibles. Los semáforos no abundan, en ocasiones de hecho los que están de pie no funcionan. En las banquinas se suceden los autos, las motos, los carros detenidos sin aviso; la señalética carente. Salvajes cruces peatonales. Sin embargo, en este enjambre alucinado todo funciona, fluye; los autos avanzan –por su propio empuje mecánico o arrastrados con sangre, da igual– y cruzan, sin una lógica aparente, pero también sin tocar bocina, sin crispación, sin la prepotencia del lunático. El caos que ordena. 

Alguien mejor nutrido que estos cronistas debería tomar el dato en serio y confeccionar un paper: La Matanza es el sitio en el que habitan más cantidad de Renault 12 por persona a escala planetaria. Detenidos donde estamos a la espera del cruce de tres caballos sueltos, nos estrangulan dos: uno a la derecha, estacionado en la puerta de la sala de urgencias; está pintado con un celeste sobado hasta la lástima, ostenta suturas en el capó. El otro, detrás, aguarda también el paso de los animales. Es un ejemplar precioso, barnizado con los tintes del cobre, uno de los últimos modelos seguramente, de los años noventa. Descansa en la entrada de una casa con jardín delante, al costado de un pequeño restaurante plantado. El rechinar del cuero asado expone una viva relente de ajo, atenuada por el olor a agua estancada.

Una vez en destino, y detrás de un muro de concreto y un diminuto portón eléctrico, coexisten, además del cerco vivo, una casona antigua con galería al frente, el espacio techado que hace a la vez de entrada a otra vivienda que se extiende como un brazo hasta la calle, y un área abierta, dilatada, donde se amontonan las mesas sobre caballetes junto a sillas plásticas y de madera. Árboles añosos atenúan el maltrato criminal bajo este sol tremendo. 

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En el centro, la pandilla rinde culto al tótem viviente. Está metido en una chilaba oscura, con recortes de tela mora y naranja como motivos flash, botas de caña alta que sin embargo no contienen a las medias de lana, que cogotean en lo alto. “Esto no es calor para mí. Más bien lo contrario”. Sostiene con la mano un sombrero de hechicero. 

Los escritores y las escritoras que anidan esta porción marginal de Buenos Aires militan la literatura de manera muy distinta a los de Varela Varelita. Publican y circulan en el borde del borde. Es su apuesta política. Además de Pablo Farrés, dueño de casa, están Agustina Pérez, Ariel Luppino, Francisco Magallanes. Acá, como en la Siberia de Sánchez, la literatura importa, pesa y se batalla. Acá los escritores del centro son menospreciados, realmente bastardeados por momentos. La lista es infinita, detengámonos en la simpática referencia a Alan Pauls: ¿Sabían que vive en Alemania? ¿Y dónde querés que viva si es hermoso? ¿En La Matanza? 

Sobre la mesa otra vez el caos que ordena. Botellas de vino alternan con trozos de servilleta usada, celulares, platos de madera, vasos plásticos y de vidrio, mates, jarras con agua, libros de Bellatin también. Las horas pasan, el alcohol se propaga en sangre, los chorizos se consumen; el calor no se detiene. Abstraído el ritmo, amansado por los brotes del cielo que ahora parece ajedrezado.

De súbito alza la zurda, como pidiendo permiso para hablar. Diga, don Mario: “Que haya sindicato de poetas en México habla a las claras del estado actual de la poesía mexicana”. ¿Pero no se puede leer a ninguno? “Claro, siempre hay excepciones… Lean a Luis Felipe Fabre y a Bruno Darío”. A tomar nota entonces. 

Bellatin está ahora debajo de un atrapasueños de feria suspendido sobre el cable que atraviesa el espacio aéreo del patio. Con su única mano, se aferra a la endeble banqueta que lo sostiene (una de las patas enterrada). Mantiene a la platea magnetizada con el relato que fabrica, con extática cadencia, sobre la tormentosa historia familiar de Carlos Fuentes. Pero ya es hora. Por acá, maestro. 

Una vez remontados los veinte metros que separan el jardín de la casa de la biblioteca popular Madre Teresa de Calcuta de Virrey del Pino, Bellatin accede a la mesa montada para la presentación. Queda en el centro, suspendido entre paréntesis; por sobre su cabeza cuelga una lámina de las Malvinas enmarcada, forrada con vidrio: “Con el arma al brazo y la paz a la vista”. Las estanterías de chapa y sus ménsulas recubren tres de las cuatro paredes que alberga la sala, que está repleta. Son libros de ficción, ensayo, manuales escolares, son libros. Libros que no deberían estar ahí, porque ahí no debería estar el libro. Eduardo, el bibliotecario, lo sabe, pero es entusiasta, la dimensión política del gesto. Aquí en La Matanza, aquí el presente. Un acto estético, una declaración de finales, de frente a más de 130 mil muertos por una pandemia indecorosa que ocultó sus cuerpos argentinos. Allá el mangrullo, para divisar lo que viene o lo que no volverá. ¿Por qué se presentan libros únicos de un autor reconocido en el recóndito margen del jardín primitivo de otro escritor? Tal vez porque el ejemplar único es el lector. Otra especie en riesgo de extinción.

El editado, el presentado, es la dimensión humana del escritor infinito, que tiene nombre: Mario Bellatin. Y ante ese libro titulado La Matanza, en La Matanza, ¿cuántos libros merecen más de un lector? ¿Cuántos escritores entran en un ejemplar único? ¿Acaso es el aleph de todos estos años?

La presentación del libro único como pieza irrepetible, celebración del texto (¿síntesis de una obra?). Impreso y editado en papel, encuadernado, con tapa color. Pero uno solo. Como explica Agustina Pérez, responsable de Ediciones Chinatown (ECT), este fantasma editor “reapareció publicando la Trinidad musulmana de Mario Bellatin, que incluye su último libro, La Matanza, la primera edición argentina de Retrato de Mussolini con familia, y una variación de Mis nuevas escrituras, con ilustraciones de Carolina Farrés y fotografías tomadas por Bellatin. En La Plata la Trilogía contó con lecturas de Francisco Magallanes, Juan José Becerra y Carlos Ríos”. 

La supervivencia de la novela no depende de la multiplicidad de los libros, de la reproducción: un solo huevo, un solo sol. Por eso no vino Kafka a La Matanza: estaba ocupado en ser él en cada ejemplar de sí que se lee. Sin embargo apareció Un kafkafarabeuf de Bellatin, recién editado por Club Hem (de este hay ejemplares). Entonces, el instante múltiple de la lectura se convierte en todas las teorías de autor sin autor alguno: su ausencia es la escritura carnal.

La presentación prosigue con debate del público asistente, las lecturas de Pablo Farrés, Ariel Luppino (ver recuadros) y Ana Vivas, otra responsable de ECT, que sostiene: “Hay una lógica interna y una lógica externa; y La Matanza (el libro y el territorio) tienen su propia lógica. Se cimentan en lo marginal, el lado C, “una escritura dirigida al vacío, una escritura desperdiciada desde su origen”, “designada a ocupar un no lugar”. Escritura variacional, indeterminada. Repetición, repetición, “insoportable repetición” y “deformación”.

Como fractura expuesta, en el debate se plantean los modos del mercado que establecen nombres que definen la literatura. “Seguimos jugando con ese sistema por el cual hay otro, un gran otro que nos está diciendo todo el tiempo a quién tenemos que adorar y a quién no. Lo que se suspende ahí es la experiencia del texto”, subraya Farrés. Mientras que Bellatin boceta un cuadro de situación: “A mí lo que me preocupa es quién juega a eso. Porque sí hay técnicas, ¿no? De ventas, de mercado… Pero uno pensaría que están diseñadas y dedicadas para lectores que recién comienzan, gente que no está informada. Y bueno, pues sí, está bien, que leen un libro en el aeropuerto… Pero a mí lo que me parece espantoso es que personas que ya están dentro, que son académicos, que son profesores, que son críticos literarios, sigan creyendo. Voy a poner un ejemplo muy concreto, el Premio Anagrama, y que no sepan que es un delito contra la fe pública. Pero que aparte es comprobable de inmediato, porque no puede ser que, por lógica temporal, supuestamente se reúne un jurado un miércoles en la tarde y diga que ganó Chuchito y que al día siguiente el libro está en todas las librerías. Hay gente de buena fe, que ha mandado su obra al concurso. Que una empresa privada haga lo que le dé la gana según las reglas de juego es un hecho, pero no pueden jugar con la buena fe de las personas porque si ha habido alguien de La Matanza que ha gastado su dinero, su fe, su esperanza, yendo al correo y enviando porque es un premio, un concurso…”.

Pero para Bellatin no se termina allí, su postura personal encarna una decisión: “Yo ya no tengo nada que ver con una multinacional, adiós, a la mierda, ya no existe. (…) De alguna manera, cuando pones una pregunta sobre el premio o la multinacional, cualquier autor es un pretexto para hablar de una ética otra. No me importa el señor Herralde, porque yo lo resolví por mi cuenta”. En esta disyuntiva sobre la validación de los libros, como trampa que urdió el mercado, el público también aporta: “Se puede configurar el criterio pero no el deseo, del momento en el cual no niegues aquello que uno desea, salimos de la dicotomía, podemos pensar en otra manera de construcción”. A lo que Farrés agrega: “La dificultad con que nos encontramos en este momento histórico es cuál es el lugar de la literatura. Como lo que siempre fue, un lugar de reconfiguración de lo social y de repensar los criterios con que nos constituimos, porque ese lugar de la dicotomía es el lugar de lo impensable”.

A modo de cierre, Bellatin, su contundencia: “Pero yo a lo que apelo es a la ética de la honestidad. Porque si ya lo sabes y te haces el tonto, ese es el punto. Porque si no lo sabes, porque no perteneces, porque pues te llega algo allí, un ruido, y compras y caes en ese juego, pues ahí está funcionando, para eso está hecho. Pero yo no voy a creerme en la lista de Bogotá 39, ¿sí me explico? Yo, Mario Bellatin, no me voy a creer la lista que está hecha por la feria y por las editoriales. Yo no me lo voy a creer, pero me imagino que mi primo se lo creerá, tal vez porque mi primo es contador y lee una vez al mes un libro. Lo que yo siento que está ocurriendo cada vez más, y que se va cerrando el círculo, es que hay gente que sabe esto y se hace la imbécil, ese es el punto”.

Quedan así preguntas como: ¿puede un libro único conjeturar los sistemas de lectura?, ¿acaso todo esto no es un gesto estético absoluto?, ¿quién puede interferir en la relación del texto con el lector? La lectura, como la muerte, es un acto íntimo.

 

La decapitación de Mario Bellatin

Pablo Farrés

Yo que nunca salí de mi país, me encontré cierta vez con el escritor Mario Bellatin en la ciudad de México. Me invitó a su casa y hablamos largo rato de sus libros. En un momento, le hice una observación sobre Canon perpetuo. Le recordé que al principio del texto, el personaje al que llamaba Nuestra Mujer recibía el llamado de una empresa que le ofrecía escuchar la voz de su infancia. Arriesgué que tal servicio no implicaba ninguna fantasía. Todo el mundo puede grabar la voz de un chico y hacérselo escuchar treinta o cuarenta años después –dije y enseguida cometí el exabrupto de afirmar que tal posibilidad le quitaba magia al texto–. El escritor Mario Bellatin me miró con cierto desdén y luego de unos instantes me aseguró que Nuestra Señora era amiga suya y que la voz de su infancia no era ninguna grabación sino que la niña que ella misma había sido todavía vivía en su casa. Aquello no debía resultarme para nada extraño, agregó el escritor Mario Bellatin, él mismo convivía con El Hombre Que Mario Bellatin Sería. Reconoció que la situación lo confundía un poco, dado que no estaba seguro de cuál de los dos habitaba el tiempo presente, si el Mario Bellatin que él mismo sería o aquel con el que yo estaba hablando. Incluso tenía la sospecha de que en verdad Mario Bellatin no existía en absoluto. Si el otro era el futuro Mario Bellatin, él debía ser el pasado de ese Mario Bellatin, por lo tanto no existía ningún Mario Bellatin en el presente. Al observar que sus palabras no me convencían, me propuso conocer al otro Mario, el futuro Mario. Salimos al parque trasero de la casa donde el otro debía estar descansando; de pronto, unos treinta perros Belga Malinois corrieron hacia nosotros y comenzaron a ladrarnos. La atmósfera tensa replicaba el futuro de la literatura de América Latina y el temor de morir descuartizado por aquellos colmillos se transformaba en una certeza. De pronto un hombre inmóvil sentado en una silla de ruedas hizo sonar su silbato y los perros retrocedieron adoptando una posición vigilante. Los pasos del escritor Mario Bellatin se direccionaron a un galpón que se situaba en el fondo del parque y yo lo seguí con esmero. El interior del galpón era un museo de objetos imposibles, el teatro de una magia sagrada. La pared del lado derecho exhibía fotos de la nariz de Shiri Nagaoka, tres actores de la escuela del dolor de Sechuan y otras más de los gemelos Khun en el escenario de cierto burdel. En el centro del galpón se exhibía una perfecta réplica de los genitales del escritor a la edad de nueve años, una máquina de escribir Underwood portátil modelo 1915, una liebre muerta y una jaula en la que revoloteaba un pájaro transparente. Un poco más allá, apoyada sobre una columna, también pude observar la cabeza de Mishima junto al estómago de un insecto que había pertenecido al entomólogo Endo Hiroshi.

 

Modo Android

Ariel Luppino

Cuando Mario Bellatin me invitó a presentar El palacio, publicado en México por la editorial Sexto Piso, leí un texto que estaba dedicado a quienes leen en La otra caja y se titulaba Crossover. El texto empezaba con una pregunta: ¿qué es El palacio? Y ensayaba una respuesta: un libro donde la escritura crece con la relectura básicamente porque la escritura no está cerrada. Es más: diría que es un libro para ser releído más que leído porque la escritura no se agota en la acumulación y está claro que nunca ya leímos un texto: yo lo intenté varias veces y no hubo caso: siempre me encontré empezando como en una lectura circular. Es como si el continuo de la escritura fuera el continuo de la lectura, al menos en El palacio. Quizá más que en un círculo habría que pensar en una cinta de Moebius: cuando uno lo lee muchas veces no sabe dónde está el principio y dónde está el final. ¿Qué es El palacio, entonces? Un tratado sobre el ritmo. A partir del corte, casi un tajo: como un juego de filo y contrafilo. Pero otra de las claves es la puntuación. Hay un corte rítmico. Es cierto. Pero además esa puntuación no es convencional ni está normalizada y las palabras también hacen punto y contrapunto. Entonces a partir de una sintaxis “rota” –que también podría pensarse como una sintaxis nueva: “propia”– aparece una puntuación alucinada o alucinatoria. Pero entonces, ¿Qué es El palacio? Una forma de desarmar una obra y hacer algo nuevo. 

Cuando leí El libro. La mola. El monstruo, publicado en Argentina por la editorial Club Hem, escribí un texto y lo compartí en mis redes sociales. Cuando Gustavo Álvarez Núñez me preguntó qué pensaba yo sobre El libro. La mola. El monstruo para la revista La Agenda, respondí enviándole exactamente el mismo texto que había escrito y compartido en mis redes sociales. Ese es el texto que leí en la Feria de Lectura de Yucatán intercambiando los títulos, donde antes decía “El libro. La mola. El monstruo” escribí “El palacio” porque no leo dos libros sino una misma escritura, o mejor, una de las nuevas escrituras de Mario Bellatin. En aquel texto yo me preguntaba: “Así como Picasso tuvo su etapa azul, ¿qué etapa sería esta dentro de la obra de Mario Bellatin?”. Pero esta etapa es hoy en día conocida –popularmente conocida después de que Club Hem lo publicitara así– como “Beshatin Reloaded”: incluye Placeres (un texto que tiene la particularidad de haber sido publicado en solo dos lugares: los Estados Unidos y La Plata) y Ojos flotantes, mojados, limpios, además de los ya mencionados El palacio y El libro. La mola. El monstruo. 

Sobre El libro. La mola. El monstruo hice una aseveración que después sostuve con respecto a El palacio: “Remite a los textos de los maestros místicos donde no existe la separación de los géneros: un mismo texto era mística, poesía, ensayo y prosa”. Pero esa frase la había tomado de una conversación con Mario Bellatin y no era yo quien entonces lo había escrito ni era El palacio el texto en cuestión. Mario Bellatin ya había escrito con la escritura de otros en un texto sobre Kawabata publicado en el diario La Nación. Bellatin se apropia de la escritura de otros de la misma manera que reutiliza su propia escritura.