—¿Cómo evalúa el estado actual de la literatura argentina? ¿Cuáles son sus
posibilidades y limitaciones?
—La literatura argentina atraviesa un momento
extremadamente rico. Florecen obras de la imaginación todo el tiempo y la calidad
de lo que se produce a veces puede quedar opacada por la cantidad. Que se esté editando tanto, y
que haya tantos proyectos independientes, funciona en algún punto como una ilusión de publicación
total. Todo está allí a la vista de quienes quieran leer, y
sólo harían falta políticas periodísticas
adecuadas a la difusión de la literatura que tenemos, de sus tendencias, de sus
contradicciones, de su movilidad.
—¿Cuáles son los escritores argentinos que forman parte del canon actual, y cuáles de
la vanguardia?
—Siempre es un poco temerario referirse al “canon actual” porque
el canon es, necesariamente, histórico y, además, objeto de debates. ¿Qué sería el canon actual?
¿Obras que leen o leerán en las aulas los estudiantes secundarios? Si se tratara de eso, pienso en
César Aira, en Fogwill (algunas zonas de la obra de Fogwill son perfectamente
“escolarizables”, otras no), en Arturo Carrera, en Juan Gelman, en Sylvia Molloy, en
Edgardo Cozarinsky, en Ricardo Piglia, en María Moreno, en Luis Gusmán. Naturalmente, no puedo
dejar de incluir en esta lista caprichosa (e infinita) a Juan José Saer, a Manuel Puig, a Rodolfo
Walsh, a Osvaldo Lamborghini, a Alejandra Pizarnik, al cada día más inmenso Copi. Si de lo que se
trata es de describir el sistema de la literatura actual, yo diría que hay dos grandes líneas.
—¿Cuáles serían estas líneas?
—Por un lado,
una literatura de mercado (que se piensa a sí misma, paradójicamente, como una
literatura “autónoma”), dominada por los “grandes” premios literarios,
una ficción urdida para estafar a los lectores, una literatura escrita
deliberadamente para la escuela. Por el otro,
un conjunto de escrituras experimentales, “postautónomas” (como las
llama Josefina Ludmer), que formulan preguntas radicales al presente, a la relación de uno mismo
(del sí mismo) con el presente (o con la muerte, o con el cuerpo, en fin: esas grandes obsesiones
de todos los tiempos).
Literaturas que declinan incluso el honor de integrar el panteón literario, en favor de
otro tipo de relación con la escritura. Recientemente, también Beatriz Sarlo ha separado
las aguas de la literatura argentina entre ficciones interpretativas (del traumático pasado
argentino) y ficciones etnográficas del presente. Si mi lectura no es equivocada, lo que yo llamo
experimental es para Sarlo etnografía. La vanguardia ya no le interesa a nadie, pero eso no
significa que no podamos pensar hoy los modos de aparición de lo experimental: Fernanda Laguna,
Gabriela Bejerman, Alejandro López, Fabián Casas, Washington Cucurto, Pablo Pérez, Ariel Schettini,
Daniel Durand, Mariana Enríquez, Juan Terranova y Santiago Llach son algunos de los escritores
jóvenes cuya obra sigo siempre con atención porque sé que en ellas encontraré un pensamiento sobre
el presente pero, también, sobre la literatura en el presente.
—¿Cuál es el lugar del arte en la Argentina?
—Los lugares del arte en Buenos Aires (no me atrevería a generalizar tanto como para
referirme a la “Argentina”, un territorio partido en varios pedazos que tal vez ya no
puedan juntarse) son los lugares del arte en el capitalismo global: los museos, las galerías, las
salas de concierto, los teatros, las cadenas de librerías. Naturalmente, también hay arte en otros
lugares (lo que significa que el arte responde hoy a la lógica de la intermitencia): la televisión,
el diseño, la calle, Internet, los salones bailables, la sala de estar de la propia casa. Hay que
colocarse en situación de atención extrema, porque uno nunca sabe dónde aparecerá (y desaparecerá)
el arte. Son momentos muy delicados que debemos atesorar.
—¿Qué libros considera que marcaron la historia argentina? ¿Cree que se puede
reconstruir el pasado nacional por medio de obras clave? Si esto es posible, ¿cuáles serían?
—Los cánones nacionales son, precisamente, esos dispositivos que se utilizan
para “reconstruir el pasado” de acuerdo con la idea de representatividad (y no de
gusto, o de “calidad”, nociones completamente de época). Es por eso que son objetos de
debate ideológico y político (¿Por qué es canónica la obra de Roberto Arlt pero no la de Salvadora
Onrubia?). Los nombres que integran ese canon (periodístico y escolar) y que nos permiten
explicarnos nuestra historia son suficientemente conocidos: Echeverría, Sarmiento, Hernández,
Mansilla, Ricardo Rojas, Girondo, Manuel Gálvez (que tan bien dramatizó todas las tensiones entre
literatura y mercado que hoy creemos padecer), Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, ¡Borges!, Bioy
Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Cortázar, Sabato, Silvina Bullrich, Rodolfo Walsh, David Viñas.
Llegados al presente, la cosa se complica, porque la distancia temporal y la representatividad en
relación con el contexto son las variables que permiten homogeneizar en cierto modo nombres tan
disímiles como los que acabo de poner en serie. Además de los que ya he mencionado, no podrían
faltar el
Nunca más, naturalmente, o
Los pichiciegos de Fogwill, o
Respiración artificial de Ricardo Piglia o
Maldición eterna a quien lea estas páginas de Manuel Puig o
El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza. El canon es siempre obvio: opera
retrospectivamente e incluye los nombres propios que no podríamos evitar nombrar si tuviéramos que
explicarle a un marciano esa noción desconocida, con la urgencia y la inquietud que tan extraña
audiencia nos provocarían. ¿Podríamos obviar los nombres de Tomás Eloy Martínez, de Juan José
Sebreli, de algunos escritores uruguayos? Seguramente, no. La mejor historia de la literatura
argentina sería la que consiguiera decir más con la menor cantidad de nombres propios, porque los
nombres propios oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos. Naturalmente, mucho más
interesante que definir el canon es definirse una tradición en la que los nombres propios interesan
por el sistema que forman entre sí. Pienso, en este sentido, en la obra luminosa de Raúl Antelo,
que arma mapas literarios extrañísimos y fascinantes. O en el disperso club de admiradores de
Pitigrilli, que a fuerza de insistir conseguirán algún día la revalorización de ese autor
excéntrico.
—¿Estamos asistiendo a una crisis de la literatura? ¿La televisión e Internet están
avanzando sobre la lectura?
—¡En modo alguno! La idea de “crisis” de la lectura es un invento
aprovechado por los laboratorios de mercadotecnia para que el público se sienta culpable y compre
libros. Las personas leen lo que necesitan y siempre ha sido así. Naturalmente, se puede hablar de
una crisis de la escuela, pero ése es otro tema y no quisiera irme por las ramas. Si hubiera
“crisis” de la literatura sería sólo como producto de la manía literaria de pensar lo
que uno hace como crisis. El arte, y la literatura en primer término, siempre se movió con
felicidad alrededor de las ideas más apocalípticas de la imaginación de la crisis. No creo que sea
necesario que la cultura (los medios) sostengan sobre la literatura lo mismo que la literatura
piensa sobre sí.
—¿Cuál es para usted la relación entre el arte y las nuevas tecnologías de la
comunicación? ¿Se puede hacer literatura desde un blog?
—He intentado demostrar con
Montserrat, mi tercera novela (publicada por Mansalva hace dos meses), que sí. Y lo mismo
podría decirse de otros escritores embarcados en la misma investigación. Las nuevas tecnologías de
comunicación son tecnologías de escritura y publicación. ¿Cómo podríamos ser indiferentes a esos
regalos del presente?
—En cuanto a las nuevas tecnologías y la enseñanza, ¿cómo cree que es esta relación?
¿Cómo se enseña hoy en la escuela media argentina?
—La relación entre nuevas tecnologías y escuela en Argentina es completamente
inexistente (y no precisamente por responsabilidad de los docentes que hacen, siempre, lo imposible
por “estar al día”). Hay una crisis institucional de la escuela de tal magnitud que uno
tiende a sospechar que el problema es hoy el de la relación entre las antiguas tecnologías (la
escritura, el habla, la conversación, el debate) y la escuela.
—¿Cuál observa que es la relación entre los jóvenes y la lectura?
—La relación que ellos necesitan. Es curioso que a los jóvenes nunca les
pregunten por la relación de los adultos y la lectura o la relación de los adultos y la droga.
Habrá jóvenes que leen y jóvenes que no, y eso no los hará ni mejores ni peores necesariamente. Por
eso, precisamente por eso, es grave la crisis escolar de la que hablaba. Es la escuela la
responsable primera de esa relación entre “los jóvenes” y “la lectura”.
—¿Cómo compara el periodismo en tiempos de Rodolfo Walsh con el periodismo actual,
por ejemplo, en el caso del compromiso con la tarea de contar?
—Yo no sé… Rodolfo Walsh realizaba unas investigaciones fabulosas y se tomaba su
tiempo para escribir. Ese trabajo notable me parece que es hoy imposible en los medios.
—Como docente de la Universidad de Buenos Aires, ¿cuál cree que es el proyecto de
universidad? ¿Qué opinión tiene de los últimos conflictos en la asamblea para elegir al rector?
—La Universidad de Buenos Aires atraviesa una crisis de tal profundidad (en
este punto, soy incapaz de resistirme a la imaginación milenarista de la que antes hablaba) que los
conflictos últimos no hacen sino revelar. Hace décadas que la Universidad de Buenos Aires es una
institución prácticamente ingobernable, y no se entiende la resistencia de las autoridades
educativas a promover un debate serio sobre el futuro de esa Universidad, que, como cualquiera
puede imaginar, será explosivo y decisivo para el futuro de la educación en todos los niveles. La
relación entre invención y repetición (entre enseñanza e investigación), el proceso de
administración de los fondos públicos, los problemas de representación y, sobre todo, la magnitud
de la matrícula (es casi obvio decir que cinco unidades académicas de menor tamaño funcionarían
mejor que la UBA) necesitan de un debate impostergable.
La cultura para procesar basura
—Usted dijo que su segunda obra ensayística,
La chancha con cadenas, se trataba de un “ensayo de interpretación nacional
organizado alrededor de dos o tres motivos: los restos, la basura, las vísceras, como núcleos de lo
que hoy me atrevería a llamar la imaginación argentina”. ¿Cómo es esto?
—Una vez Luis Gusmán le hizo una pregunta muy específica a Borges después de una de sus
conferencias. Borges le contestó: “Ah, pero usted me ha leído”. Si cito la anécdota no
es por ningún tipo de identificación narcicista sino porque siempre es delicadísimo referirse a lo
que uno ha escrito mucho tiempo atrás. En Leyenda, un libro que imaginé como una arqueología del
presente de la literatura argentina y no como una historia, me refería a La chancha con cadenas
como un libro, todavía, muy historicista, empeñado en destacar continuidades. Y sabemos por
nuestros maestros que desde El matadero y la literatura gauchesca hasta Operación Masacre y más
allá, predomina esa obsesión por los restos y la basura, las vísceras, el combate entre carnaval y
cuaresma. Si la “imaginación argentina” no fuera sólo una licencia de discurso, diría
que nuestra cultura (¿pero acaso alguna cultura es otra cosa?) no sería sino una manera de procesar
la basura que genera.
—Mencionó que “hablar del género policial es hablar del Estado y su relación
con el crimen, de la verdad y sus regímenes de aparición”, y también agregó que en la
Argentina, el policial no se toma demasiado tiempo...
—Todo eso está referido a un período de la literatura argentina en el que la
literatura policial ocupaba un lugar destacadísimo en las preferencias del público, digamos:
durante el peronismo “clásico”, lo que permite explicar la última parte de la cita: es
un género que brilla brevemente, y además lo hace sobre todo a través de ficciones breves. Mi
análisis supone una concepción de los géneros no tanto como géneros literarios sino como géneros
culturales: entiendo que los géneros son modos particulares de procesar (y aun, de normalizar)
determinadas experiencias. El melodrama normaliza comportamientos amorosos, la ciencia ficción
normaliza identidades sexuales, el policial normaliza la relación con el Estado, el crimen y la
verdad. Es por eso que hay “variedades” de literatura criminal de acuerdo con las
naciones, las épocas, etc… En el caso de Argentina, es obvia la imposibilidad de una figura
central en el género: el investigador de crímenes. Público o privado (parapolicial), el
investigador es resistente a todo tipo de heroificación para los argentinos.
Microfascismos
—
En su blog habla de que lo sorprenden los “microfascismos” en nuestra sociedad.
¿Cómo ve eso en el caso de los homosexuales y la discriminación?
—Cada vez que debí estudiar el problema de las categorías (porque la vida
cotidiana está dominada no tanto por “el ser sexual” sino por el gusto o el deseo),
terminé decepcionado. No hay contenidos precisos para una noción como “homosexualidad”.
Y tampoco la hay para una noción como “heterosexualidad”, términos que son extraños a
las lenguas coloquiales. Por algo las personas que aman a los niños o las niñas son catalogados
bajo un rótulo todavía más ignominioso. La misma existencia de la palabra
“homosexualidad” es estigmatizante y supone una adherencia al microfascismo. Esas
grandes líneas molares que dividen aguas con tanta irrresponsabilidad son, en general, las cosas
que deberían darnos miedo porque en ellas anida el fantasma del exterminio. Hay personas que gustan
de reproducirse y personas que no gustan de reproducirse. Ya esa separación es grave para pasarla
por alto como si significara poco. Sólo para la Iglesia y el capitalismo, lo digo sobre todo como
padre, la reproducción puede funcionar como mandato trascendental. Que hay profunda discriminación
y microfascismos a propósito de los comportamientos sexuales lo prueba el hecho de que, más allá de
toda “tolerancia”, casi nadie se atrevería a preferir la procreación de personas que no
respondan a los estándares de la heteronormatividad.
Currículum vitae
* Daniel Link es catedrático y escritor. Dicta cursos de Literatura del Siglo XX en la
Universidad de Buenos Aires.
* Editó la obra de Rodolfo Walsh (El violento oficio de escribir; Ese hombre y otros papeles personales) y publicó, entre
otros, los libros de ensayo
La chancha con cadenas, Escalera al cielo; El juego de los cautos; Cómo se lee;
Clases.Literatura y disidencia y
Leyenda;
Literatura
argentina: cuatro cortes, las novelas
Los años noventa; La ansiedad y Montserrat, y las recopilaciones poéticas
La clausura de febrero y otros
poemas malos y
Campo intelectual y otros poemas.
* Es miembro de la Associação Brasileira de Literatura Comparada (Abralic) y la Latin
American Studies Association (LASA).
* En 2004 recibió la Beca Guggenheim. Su obra ha sido traducida parcialmente al inglés, al
alemán, al portugués y al italiano.