La recuperación de periplos de juventud mediante la descripción de fotos de época y la reposición de datos complementarios a través de investigaciones realizadas medio siglo después son los métodos privilegiados en Viajes… Pero sus páginas más conmovedoras y polémicas tal vez sean las del capítulo final del libro, “Una extranjera en las islas”. Es en esta crónica extensa de la visita a Malvinas, en marzo de 2013, cuando Beatriz Sarlo fue enviada por el diario La Nación a cubrir el referéndum isleño, donde los otros relatos de viaje brillarán en todo sentido y al mismo tiempo comenzarán a eclipsarse como los territorios ideológicos y las islas perdidas de la utopía de décadas pasadas.
De las memorias de niñez de Sarlo, cuando en los 40 iba de vacaciones con su familia a Deán Funes, Córdoba, y se encontraba con migrantes rurales europeos y criollos pobres que serán sus primeros “otros”, el libro pasa a los viajes mochileros, narrados por un “nosotros” que incluye por momentos a toda una generación y a veces a un grupo de cuatro jóvenes de las llamadas “capas medias” –otros dirán “pequeña burguesía”– que en los 60 salían de campamento a buscar la experiencia de vivir en zonas remotas de una fantaseada América Latina. En un grand tour latinoamericanista, estos jóvenes viajaban a la selva amazónica o a la Puna, o descendían a una mina para conocer de cerca a sus idealizados proletarios y campesinos y confirmar, a través del lente de lo que Sarlo llama “ideología optimista”, los signos de un camino hacia la revolución que a corto plazo la historia se encargaría de desmentir. Una ideología sometida a crítica desde la propia teoría del viaje que aquí se propone, donde lo que importa son los “saltos de programa”, los acontecimientos no previstos y que pueden convertir hasta las vacaciones más inofensivas en una experiencia en la que uno encontrará no aquello que fue a buscar sino todo lo contrario.
Esta teoría se apoya en ejemplos ligeros, en desplazamientos sutiles, no en cortes drásticos o intensos: se trata de saltos sin sobresaltos, sin un choque fatal, un secuestro, una deportación o una bala casi accidental, como aquella del film Babel, de González Iñárritu. Pero tienen su nivel de riesgo, porque la candidez habría llevado a esos “viajeros ideológicos” a una aldea de la Amazonia peruana sin saber que se hallaban entre jíbaros o a entusiasmarse con una insurgencia boliviana que pronto terminaría derrotada. Las notas al final, y otros datos duros dentro del cuerpo del libro, amplían información sobre los lugares y los seres humanos encontrados en el camino, aunque algunas largas descripciones vuelven tediosa la lectura.
Malvinas es de todas formas el punto de ruptura, en parte porque la viajera ahora está más informada pero sobre todo porque en su encuentro con los otros se halla absolutamente sola, más sola aun que ante el interno del hospicio que la siguió y tocó en silencio en Viena, según una escena del capítulo introductorio. Contra el fondo de una soledad que es subrayada por la aridez y el frío tanto del paisaje como del trato de los locales, destaca historias como la del obrero irlandés que en un pub de Stanley le habla en el castellano que aprendió cuando vivía en la provincia de Córdoba. O el caso de Ann, esa mujer que vivió y estudió en el mismo colegio de adolescencia de la autora, en el barrio de Belgrano. O el holandés Joost Pombert, que llegó como aventurero y hippie y se enamoró de una isleña para quedarse a formar familia. O John Fowler, del Penguin News, que arribó a Malvinas como profesor de secundario en los 70, las abandonó dos veces y al fin volvió para siempre. Junto a los que tienen varias generaciones en el lugar, todos se consideran “isleños de las Falklands” y dicen estar dispuestos a seguir siendo Territorio Británico de Ultramar a cambio de que se los proteja del país que más temen: Argentina.
En la memoria de todos ellos está 1982, cuando el desembarco lanzado por la junta militar extendió el estado de sitio y las miserias que regían nuestro país a sus vidas. Una mujer que entonces era niña recuerda a dos conscriptos argentinos que se acercaron a la granja de sus padres temblando de frío y hambre para pedirles si por favor no podían cazar para ellos unos patos salvajes de la laguna cercana porque, explicaban, “nosotros no somos buenos con los rifles”.
Los sueños y pesadillas del pasado parecen condensarse en ese viaje, que es también evocación de una utopía biorregional quizá perdida para siempre: la remota Patagonia continental e isleña, donde pudo florecer una cultura inglesa acriollada, agraria, híbrida y, sin embargo, condenada a ser enemiga a muerte desde aquella guerra insensata provocada por la dictadura más sangrienta que conoció la Argentina. Fue esa dictadura, escribe Sarlo, la que “me obligó a entender a estos isleños”.
Así emerge en su libro la fantasmal posibilidad de unas islas y sus condiciones posibles de existencia como símbolos de una resistencia lírica, melancólica, a la tierra arrasada por las armas