Tal vez una de las claves del éxito de las redes es que nos permiten ser aquello que no se puede ser en el mundo de la materia, en el multiverso de las oficinas, en el Hades de las colas de los bancos, en las fiestas impostadas –Zabaljáuregui dixit– o en esas alegrías prosaicas que nos deparan los almanaques. La pantallita azul, ante el posmo, despliega un herbario de significantes que permiten el desdoblamiento: la cirugía estética del yo.
El sujeto virtual, arquetipo del que el sujeto empírico es copia defectuosa (y no al revés), es una versión mejorada del para-sí sartreano: ya no hay contingencia, no hay gratuidad. Existe porque una conciencia lo ha pensado. Es producto de un acto de voluntad. Se le han eliminado las imperfecciones, las cicatrices indecorosas y las zonas oscuras del pasado. El truco consiste en no advertirlo. En que otros tampoco lo adviertan.
Por supuesto a veces se tiene la sospecha de que detrás de ese sujeto virtualizado, de ese Mr. Hyde que por fin aflora, hay un organismo menstruante o productor de testosterona. De todos modos, para interactuar vale prescindir del referente. Para el yo con elefantiasis, para el yo que se vedetiza, el contacto físico es algo exagerado: basta con un like, con varios comments. ¿Para qué más?
La hiperrealidad está tan bien lograda que hasta se permite crear el espacio en el que ese posmo binarizado va a hacer sus monerías. Se pueden elegir contactos, configurar exactamente quién puede leer cada post, de quién no se quiere leer nada, de quién se quiere recibir notificaciones, cuáles van a ser los sitios de los que se recibirá información, e incluso hay algoritmos que deciden si mandarnos publicidad de colchones Simmons, o del último libro de Paulo Coelho.
La mala noticia es que fuera de esa caverna 2.0 no hay un panorama muy alentador: no están, evidentemente, los arquetipos platónicos. En todo caso están más cerca de habitar una computadora que un helecho de arroz o un inframundo inteligible. Los nostálgicos del contacto humano, los veganos de la tecnología, los reivindicadores del aire libre y la sombra de los árboles, de la mesa de café o las plazas, no advierten que ese orden metafísico no es más que otro simulacro, en el sentido que le ha dado Baudrillard. Tal vez precisan oponer una farsa para sentir que sus vidas son reales y en ese sentido la tecnología les es acaso más necesaria o vital que a los ciberadictos. Pero de ellos que se ocupen otras páginas.
Digámoslo como lo diría Martínez Estrada: Facebook es la hipertrofiada cabeza de Goliat del mundo físico, del simulacro de la materia. El espacio donde elegimos parasitar y, al mismo tiempo, ser parasitados por ese Dios-in-progress que recibe como ofrenda nuestra vida íntima y a cambio nos beneficia con algunos dones: la mirada del otro, sin su molesta presencia. La mirada del otro, sin el otro.
Llamarlo red es eufemístico: se trata, en realidad, de un dispositivo de almacenamiento de ansiedades, juicios ligeros, proyecciones y patologías. Es la exaltación de lo fútil. Gana el que ostenta el mejor dominio del ethos. El que obtiene más likes. El que parasita mejor. Pierde el que no logra escindirse. El que se mantiene en la psicosis de la unicidad identitaria.
Para Federico Andahazi, el conocido escritor y psicoanalista, “la mayor parte de las páginas de Facebook son una imitación, una parodia de un medio tradicional. Cada usuario es el protagonista de su propio periódico, de su propia revista, de su propio canal informativo y publicista de sí mismo. Y es lógico que así sea. Pero el problema es que el emisor es el propio receptor y el único beneficiario es el medio, es decir, las acciones de Facebook, que están inspiradas en un positivismo elemental, más primitivo que el del perro de Pavlov; cada usuario intenta conseguir un ‘like’ como el perro que recibe una pequeña recompensa del amo a modo de estímulo condicionado. Sólo que cada ‘like’ engrosa las arcas del señor Zuckerberg, el verdadero dueño del perro”.
Cualquier usuario lo sabe: en la competencia por los likes, o por el retuit, no se escatima ningún cinismo, ninguna procacidad, ningún chiste berreta. A veces es como una carrera por ver quién le desea la muerte a la Presidenta con más ingenio, o quién hace una mejor ostentación de la intrascendencia, categoría en la que, por cierto, hay mucha paridad: todos son –como en buena parte de la literatura– eximios aforistas de lo insustancial. La posibilidad que atraviesa todas las otras posibilidades del tuitero no es la muerte –o no es sólo la muerte–, como decía Heidegger, sino la del exceso de pathos: lo patético está siempre a flor de piel, o de LED.
Hay posts que nunca fallan: se sabe que las fotos de chicos en pañales garpan por lo menos cuarenta o cincuenta likes –cantidad que se duplica si se los adoba con algún accesorio: un trajecito, anteojitos, etcétera–, y que con la foto de un churrasco con huevo frito o de unas suculentas costillitas a la riojana se obtienen por lo menos veinte. También son una buena opción las imágenes de perros o gatos sorprendidos en actitudes humanizadas. Pero a las que no hay forma de ganarles son aquellas que muestran chicos desnutriéndose en Mauritania, jesuses depresivos y desconsolados clamando por favor un mugroso clic, o desgraciados con malformaciones genéticas: testículos de 37 kilogramos o filariasis peores que la de Joseph Merrick. Casi un circo victoriano del horror y del morbo.
Compartirlas es una forma ágil y barata de hacerle creer a la conciencia que se está haciendo algo benéfico. Nunca practicar la caridad fue algo tan sencillo. Ya no hace falta siquiera donar los calzoncillos rotos ni las medias agujereadas, o regalarle galletitas vencidas a los cirujas. También se puede prescindir del Valium. Basta con un clic: el efecto es parecido al del soma de Aldous Huxley. En apenas un parpadeo el homo videns deviene en homo idiota.
Pero no todo es malo. Para Ricardo Strafacce, abogado, escritor y autor de una faraónica biografía de Osvaldo Lamborghini –tal vez una de las más ambiciosas que se hayan escrito–, todavía es posible ver las cosas con algún optimismo. “Facebook es útil porque uno se entera de cosas de las que quizás no se habría enterado. He recibido mensajes de lectores a los que no conozco y a los que seguramente nunca voy a conocer, que de otro modo no me habrían llegado. ¿Cómo uno va a estar en contra de eso? El problema, si es que se trata de un problema, es esa exhibición impúdica de la vida privada. ¿Qué me importa que el primo de tu prima cumplió años? ¿Qué me importa que a tu hijo le salió el primer diente?”.
Pero tal vez entre los escritores la impudicia no se observa tanto en la exhibición de cuestiones privadas o domésticas, como en ese autobombo casi pornográfico que parecen haber naturalizado, y que se encuentra a una distancia de años luz de esas formas más divertidas del autoelogio –en algunos casos casi artísticas– que supieron practicar tipos como Céline o Fogwill, y que todavía practica Laiseca.
En el Facebook el bestiario es inagotable. Muchos por querer sacar el “carnet de escritor”, terminan sacando la credencial de pánfilos. Entonces resulta que Josecito está de viaje y uno debe ver –fumarse– el libro de Josecito paseando por las playas de Las Toninas, o por Les Champs-Elysées. Juancito ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes y eso le va a permitir seguir abriéndose camino en este arduo túnel de espigas. A Rominita le hicieron una entrevista y, obvio, nadie debe perderse las cosas interesantes y sabias que ha dicho Rominita, entre otras cosas sobre la herencia de los poetas neoobjetivistas en sus versos. Alejandrito está escribiendo lo mejor que ha escrito en años y, como es un tipo que sabe, te pasa algunos tips para escribir mil palabras por día. A Gonzalito lo pusieron al frente de una distribuidora corrupta –¿pleonasmo?– y rezuma felicidad en todos sus poros. Ernestito no para de recibir comentarios elogiosos de su gran novela: cuánta alegría, cuánta emoción, y Gabrielita ha leído el libro de Enzito y le ha parecido una cosa asombrosa, una “supernovela”: “El libro de una generación”.
Hernán Vanoli, escritor y sociólogo, lo dice todo sin pruritos: hoy en día “no hay debate ni pensamiento, sino una tendencia, producida por la inseguridad, de conformar sociedades de aplausos mutuos que más que un programa estético o político sostienen una buena onda tibia que es muy propia de las redes sociales”. En general no le presta mucha atención, pero hay algunas formas de autobombo que le generan ira: “El caso más típico es el de la obsecuencia de autores generalmente malos hacia editores también malos”. Sin embargo, ¿no está gran parte de la historia de la literatura colmada de obsecuencia, aplausos mutuos, empeños en lograr establecer los contactos adecuados, intermediaciones? Los ejemplos sobran, incluso –o tal vez sobre todo– en aquellos a los que el tiempo ha puesto en un pedestal: Cortázar y la influyente lituana Ugne Karvelis, Manuel Puig y Almendros y Sarduy, Vargas Llosa y Couffon: etcétera. Tal vez lo novedoso no es la obsecuencia, o la búsqueda de amistades convenientes –gajes históricos del oficio–, sino su exacerbación y su obscenidad.
Lo que en cambio sí parece ser actual, y últimamente se viene repitiendo con bastante frecuencia, es el caso de escritoras –o aspirantes a serlo– que utilizan como estratagema la sensualidad y el cachondeo. Facebook de algún modo las tinelliza, las vuelve una especie de Wanda Nara de la literatura. Una sube un poema, una foto sexy, un poema, una foto sexy, un poema, una foto sexy. Otra sube una foto de ella en la cama –pollerita escocesa, camisita tipo colegiala– leyendo su propio libro, pagado de su bolsillo sin que se sepa (una práctica por cierto muy habitual en ciertas editoriales que chapean de “cool”). Otra dice que “es muy dulce extrañarle la pija a alguien”. Suponemos que además de cachondear probablemente –pobrecita– debe creer que está siendo transgresora.
Algunos editores lo reconocen, pero en off (aducen que tienen familia, etcétera): “Lo que buscan es notoriedad y alguien a quien histeriquearle para que les edite sus obritas”. Quizás nunca han sido más proféticas las palabras de Leónidas Lamborghini en La experiencia de la vida: “Y dejar de escribir estupideces/ la sabiduría es un humo oscuro/ La argolla es/ Por la argolla esposan”.
Lo curioso es que, en la mayor parte de estos casos, y también en muchos otros, el oficio de escritor se vuelve un trabajo en el que el acto de escribir pasa a ser algo accesorio, incluso prescindible. La peor parte del oficio –la que más se padece– es, paradójicamente, la escritura. Lucas Soares, doctor en filosofía, poeta, lo explica del siguiente modo: “A esta altura, más que usar las redes sociales los escritores somos usados por ellas, y eso se inscribe en una mutación epocal más estructural, acontecida y radicalizada con el auge de Facebook y Twitter. Me refiero a la mutación estructural del ‘ser mirado’ y del ‘diseño de sí’, tópicos a través de los cuales cabe medir el ethos hipermoderno, y de cuyo estigma es casi imposible sustraerse porque, lo queramos o no, somos mirados y estamos constantemente diseñándonos en función y en tensión con diferentes miradas. El problema es cuando eso se trasforma en una demanda asfixiante de ser visto, que termina atentando contra la propia escritura, y ubicando al escritor en el sitial de personaje público que ‘trabaja’ de escritor, o –como decía Aira– de escritor que no escribe. El problema hoy es devenir escritor comido por el personaje, escritor comido por la ‘imagen’ de escritor”.
Lo paradójico es que pese al uso desmedido de las redes –o quién sabe: tal vez precisamente por eso– muchos escritores jóvenes, acaso la mayoría, tienen “cierta obstinación –Hernán Vanoli dixit– en desentenderse de la vida y la sociabilidad digitales, de las tensiones propias de su época en sus narraciones, como si no pudieran pensar formas virtuosas de incorporar algo que forma parte de su experiencia por miedo a caerse de una tradición de la gran literatura. Es como si en el siglo XX un escritor hiciera de cuenta que no existen los diarios y eligiese voluntariamente narrar situaciones o escenas donde no aparezca ningún diario porque su pereza intelectual le impide pensar estas cuestiones. Y no sólo eso, sino negar la existencia de los diarios a través de intrincados procedimientos formales ya gastados por la historia literaria”.
En fin. A esta altura, tal vez lo más sensato es tomarse las cosas con humor. Como decía Leónidas, el gran maestro de la risa de nuestra literatura, acaso sea conveniente “ver lo trágico en lo cómico y lo cómico en lo trágico”.
Yo lo único que espero es que esta nota tenga tantos likes como un meme de Jesús, de un perro torturado o como una foto sexy de mi tocayo Unamuno. Ojalá.
Las predicciones de J.G. Ballard
En 1977, cuando la tecnología todavía no avanzaba a pasos tan agigantados y para la ciencia ficción aún era posible anticipar alguna cosa, J.G. Ballard escribió para la revista Vogue un artículo titulado “The future of the future”, en el que augura con una precisión inquietante lo que hoy, más de treinta años después, está ocurriendo a partir de la explosión de las redes sociales. La misma predicción también aparece en dos de sus ficciones, una de ese año y otra del año siguiente: The intensive care unit Motel architecture. He aquí un fragmento del artículo:
“(…) Cada una de nuestras acciones durante el día, a lo largo de todo el espectro de la vida cotidiana, será instantáneamente grabada en video. Por la noche nos sentaremos a ver las imágenes, seleccionadas por una computadora entrenada para elegir sólo nuestros mejores perfiles, nuestros diálogos más inteligentes, nuestras expresiones más afectuosas, capturadas a través de los filtros más amables, y luego juntaremos todo ello para tener una reconstrucción mejorada de nuestro día. A pesar de nuestro sitio en el orden jerárquico de la familia, cada uno de nosotros, dentro de la privacidad de nuestros cuartos, seremos la estrella en una saga doméstica en continuo desarrollo, con padres, esposos, esposas e hijos degradados a un apropiado rol de apoyo (…)”.