Acomodo la osamenta para mirar por el intersticio de aire bajo la puerta. Alcanzo a ver unos pies que van de un lado hacia otro, con destreza desigual. Trago saliva, vuelvo a tocar el timbre. Me recibe un hombre tripudo con cara de sueño, grandes orejas, mejillas encendidas por el alcohol, el extenso cabello lacio entubado por una banda elástica; parece un ogro con cola de caballo. Está metido en un prolijo delantal blanco azúcar. Una sorpresiva voz grave me sobresalta:
—¿Qué quiere? —pregunta, y al hacerlo se enjuga la frente.
El espacio es pequeño. Al otro extremo de la habitación anida un gran ventanal, cubierto casi en su totalidad por estampados adhesivos de tatuajes, personajes sin nombre con euforia fabricada por el instante flash. Dos escritorios, la pistola de dibujo sobre una mesilla al costado del catre. Un sillón, carpetas.
Había arribado a Bangkok días atrás con la convicción de establecerme allí por dos semanas. Sin embargo, a las pocas horas, luego de visitar sitios espléndidos como el Gran Palacio y el Barrio Chino, me estanqué. No sintonicé con el pulso de la ciudad, ciudad llaga. Demasiado tránsito, poco verde, mucha autopista, trenes voladores, calor agobiante; ingleses sexagenarios raspando la billetera para trenzar con prostitutas, travestis; travestis y prostitutas acosándome. Como sea, aburrido quizá, opté por hacerme un tatuaje para matar el tedio. Consulté cerca de mi hotel. La respuesta fue Sweetdreams; regenteado por Ángel, el puertorriqueño.
Ángel empujó la silla hacia atrás con destreza elástica y se acercó hasta el ventanal para pasear la vista. Se quitó el delantal; llevaba puesta una remera blanca sin mangas que acentuaba sus temerarios tubos montañosos; un pantalón tres cuartos, apenas recortado a la altura de las pantorrillas.
—Tómate tu tiempo, elige entre estos —dijo, y desplegó sobre el escritorio carpetas con sus creaciones.
Mi hipótesis con sujetos que cruzan el mundo para empezar de nuevo es que escapan de su pasado. Esperé el tiempo necesario y de manera solapada, cargada de artimañas, se lo pregunté. Ángel permaneció así, callado unos segundos, buscando en su memoria obturada por los fármacos. Se pasó el revés de la mano por la cara áspera, la secó en el pantalón. El relato confirmó la conjetura: había dejado San Juan a los 4 años; junto a su familia se instaló en Miami. A los 13 abandonó la escuela y fue reclutado por una pandilla para vender porro a la salida de una escuela. Conforme pasaban los años, Ángel engordaba su lista de clientes, no así el bolsillo. La adicción al crack y a la heroína lo habían deshojado. Dos días después de cumplir 21 años, decidió marcharse. Inventó una excusa y ya. (Paseé la mirada por el interior del estudio. Miré la hora. El estómago contraído acompañó con un eco cavernoso.)
Elegí el tatuaje (sería en el bícep derecho), acordamos el precio e hice un pedido: quería someterme a unos masajes antes de la intervención.
En la calle me azotó una borrasca violenta. Caminé dos cuadras hasta dar con una tienda de masajes. Mientras esperaba en la puerta un coro de frenazos me sacudió. Rasqué mi cogote; abrí índice y pulgar en pinza y medí el grosor de los bíceps. Descubrí una vena nueva. Seguí el curso de la veta con el dedo mayor por el antebrazo.
Una vez terminada la sesión, abandoné el recinto. Apreté el remolino visual, acabé perdiendo ligeramente la conciencia. Pasó un auto con un silbido ronco enfático. Sentí unos ojos brillosos pegados en mi espalda. Llegó el taxi, y con él un vaho centrífugo como tormenta de arena. Al subir, palidecí un poco. Recordé el momento transitado en el local de Ángel con aturullamiento. Acepté mi propia explicación y eso me tranquilizó. Giré levemente la cabeza. Jamás volví a ver a Ángel. Nunca me hice un tatuaje.