CULTURA
Angélica Gorodischer (1928-2022)

Escritora del futuro que regresa

El sábado 5 de febrero, a los 93 años, falleció en Rosario, su ciudad, la escritora argentina Angélica Gorodischer. Las expresiones “pionera de la ciencia ficción y del fantasy”, “militante feminista y rupturista” a fin de cuentas hacen de pantalla a un hecho irrefutable: ya no estará más entre nosotros, su ausencia se materializó a los pocos minutos de haber recibido la noticia de su deceso. No le digamos adiós, sigamos leyéndola.

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Reconocida como una de las grandes exponentes de la ciencia ficción –columnista de PERFIL durante años–, la muerte de Angélica Gorodischer permite calibrar el legado de su obra y las aristas de su mágico universo literario. | cedoc

“Dijo el narrador: —Ahora que soplan buenos vientos, ahora que se han terminado los días de incertidumbre y las noches de terror, ahora que no hay delaciones ni persecuciones ni ejecuciones secretas, ahora que el capricho y la locura han desaparecido del corazón del Imperio, ahora que no vivimos nosotros y nuestros hijos sujetos a la ceguera del poder…” Luego de una extensa descripción sobre los quehaceres de la población que retornan a su ciclo habitual, esos mecanismos que permiten la existencia social e individual, el narrador retorna a lo pendiente: “Bien, bien, me he dejado vencer por las palabras, cosa que el contador de cuentos debe evitar cuidadosamente, pero yo he conocido el miedo y, a veces, tengo que asegurarme de que ya no hay por qué sentirlo, y el único medio a mi alcance es precisamente el sonido de mis propias palabras. A lo que yo quería llegar cuando empecé mi narración era a lo siguiente: en ese palacio que todos ahora tenemos derecho a recorrer como si fuera nuestra casa, que lo es, en ese palacio, en el ala sur, en un salón que da a un bellísimo jardín hexagonal, hay un montículo informe de piedras viejas, polvorientas y manchadas. En otros recintos hay alfombras y muebles y espejos y cuadros, hay instrumentos de música, hay panoplias, hay enseres, hay almohadones y porcelanas, hay flores, hay libros, hay plantas en jarrones y en macetas. Allí no hay nada: es un salón vacío y desnudo, y las losas de mármol ni siquiera cubren todo el suelo, sino que dejan en el centro un espacio de tierra apisonada en el que se levanta el montículo de piedras. No es que se trate de nada secreto ni prohibido, pero muchos de ustedes, buscando la salida o un lugar silencioso en el que sentarse a descansar y comerse el sándwich que llevan en la bolsa, habrán abierto la puerta de ese salón y se habrán preguntado qué quieren decir esas grises piedras desprolijas en un palacio tan bien cuidado, tan limpio y tan alegre. Bien, bien, amigos míos, yo se los voy a decir porque para eso estamos en este mundo los contadores de cuentos: no para frivolidades, aunque en ocasiones parezcamos frívolos, sino para contestar a esas preguntas que todos nos hacemos, y no a la manera del que cuenta sino a la manera del que escucha”. 

La cita pertenece a la saga Kalpa imperial, libro I: La casa del poder (1983) y libro II: El imperio más vasto (1984), ambos publicados por Minotauro, casa editorial que lo presenta como “detalles sobre la vida, la muerte y los sueños en el imperio más vasto y poderoso que ha conocido el hombre”, en una zona imaginaria tan atemporal como ubicua. En ambos tomos, Angélica Gorodischer agradece a Christian Andersen, J.R.R. Tolkien e Italo Calvino. A partir de la lectura tal trío queda disuelto, como alejado por un prisma de la escritora, donde la fórmula mágica, o salto fantástico, tiene un detonador en la llave maestra: “Dijo el narrador:” Porque a los dos puntos sigue tanto lo posible como lo improbable, la frontera de un imperio, la frontera que es aquella luz desde un pasado del nunca jamás. El montículo de piedras en el palacio del discurso que no cesa, el polvo que las abriga es ese rastro que llega al lector como una parábola del detalle apaciguado por la propia muerte: contemplar es describir sin arabescos, es abrir a la acción con la inocencia del recién nacido, todo oídos, toda tempestad de palabras por venir. “Dijo el narrador:” también es la clave de ingreso a un texto sagrado que reniega de la santidad y el homenaje, porque es para el tiempo del único que importa: el lector, que será del futuro, sin dudas, superando la fe de todos los contemporáneos.

Porque Kalpa imperial también es un gesto político, de rebeldía innovadora, por eso ve la luz al fin del terror de la última dictadura militar argentina. Oponer un universal categórico desde el narrador que dijo pese a todo, pese a la humillación de la cosificación humana, el dolor de la tortura, el ocultamiento de los cuerpos, pese a la hipócrita complicidad de una población sumida en el egoísmo más abyecto, es también definir que no es el espacio de lo real la instancia superior de un escritor, su obligación abnegada por una imagen para la aprobación sumisa; por el contrario, compartir la clave, forma cómplice de abrir esos abismos de la inquietud frente a lo dicho como obligación moral, ejemplar, base de una ilusoria inmunidad. Acceder a la obra de Angélica Gorodischer tiene en este ejemplo las huellas por donde buscar qué claves deja como rastro, a dónde volver, qué subrayar, cuál es su porqué y la anamorfosis que encubre su propio combustible para narrar. Por eso encuadrar sus páginas en la ciencia ficción, en la característica de un género que puede ser llamado como blando o duro, tan negro como policial, resulta insuficiente como sospechoso: ¿acaso su obra sufría de límites espaciales? ¿Por qué la categoría es un acto de fuerza más que un disparador de lectura? Algo habrán hecho: el miedo no está en las palabras sino los actos de los hombres.

“Se oyó una voz: –despacio ahora– con lo que Iago Lacross se arrancó de lo que estaba pensando. Su mente fue más rápida que su cara: se prendió de lo que la voz había dicho; mientras que sus ojos seguían sin ver, atentos a nada de alrededor, sino a un mundo entre real e improbable. Había seguido dos líneas de pensamiento paralelas, simultáneas, superpuestas: una casi ontológica, que examinaba la continuidad del hombre; no tanto la cuestión de cómo había podido el hombre sobrevivir, como la de que había permanecido, a pesar de todo, fiel a sus lacras”. Una mujer que escribe contra un vidrio empañado, porque así comienza su primera novela publicada en 1967, por la misma editorial, bajo el título Opus dos. Y el tránsito de “se oyó una voz” a “dijo el narrador” es la elipsis biográfica de años de libros de cuentos, cinco títulos en total, donde los mecanismos de resistencia de su prosa acuden a la brevedad como acto de afirmación y clausura. La intervención de la escritora, entonces, se deshizo de la obligación para entrar en escena como anónimo al que se percibe distante, incluso sin énfasis. En el “dijo”, afirmación total, Gorodischer corre el velo que dejó la respiración de los hombres sobre la delgada superficie de la página, como si fuera un vidrio opacado con palabras de poder, y su mojón feminista es geográfico, a la vez conquista de un lugar de enunciación a pesar del intento de normalización por la clasificación genérica. La ficción ya no es de los hombres porque ocurre la literatura… “La” es pertinente, no es anómala ni casual (pertenece a esa mujer y su obra), es una nota que descree de la partitura dominante, sacude su conjetura.

Acaso, como sutura sobre la rebeldía habitual que siempre es pérdida, vale el relato Los embriones del violeta (Bajo las jubeas en flor, 1973, Ediciones de la Flor), donde refiere a un personaje llamado Leónidas Terencio Sessler: “Había tenido tiempo de comparar muchas veces ese proceso con el que, creía, debía producirse en la creación –un poema, por ejemplo: ‘sé salir antes del día sin despertar la estrella verde’– y había llegado a la conclusión de que la detonación del lenguaje, grito, lenguaje, nombre –otra vez: ‘habitaré mi nombre’– había sido un error monstruoso, o una broma sangrienta”. El habitar el nombre, darle trascendencia por lo que se es y no por lo que representa, es acaso la advertencia sobre la paradoja fantástica de este siglo XXI que ya ocurre, indeclinable. Más allá de la percepción y de la jaula tribal de las definiciones ajenas, Gorodischer desempaña, siempre, corriendo el velo para concebir otra forma posible de lo fantástico. 

En el ensayo La ciencia de género según Angélica Gorodischer de Nicole L. Sparling, Central Michigan University, publicado en Revista Iberoamericana (abril-septiembre 2017), se desentrañan partes de este mecanismo: “Podría dejar al lector perplejo el saber que Gorodischer, quien sostiene que “En la ciencia ficción es la humanidad toda la que está involucrada” (“Narrativa fantástica” 49), más aún cree un mundo sin mujeres en el que jerarquías de poder relacionadas con el género todavía existen. No solo se refiere a los tropos tradicionales de la ciencia ficción dura en su obra, sino que también ella añade técnicas metanarrativas e ideas metafísicas, ambas típicas de la ciencia ficción feminista y latinoamericana. Los embriones del violeta relata una misión exploratoria de la tripulación de la nave Luz Dormida Tres, que redescubre el planeta de Salari II, que se pensaba desierto. Para sorpresa de los personajes (y del lector), el extrañamiento cognitivo en esta obra de ciencia ficción no es el de reconocer la otredad, sino la semejanza. Es precisamente la similitud de Salari II con la Tierra lo que confunde a los exploradores del espacio sideral. El hecho de que la similitud (en lugar de la diferencia) vuelve a ser la fuerza alienígena y ajena de la narrativa refleja un mundo en que la mujer no existe como ‘la otra’ opuesta al hombre. La población del planeta, constituida solamente de hombres, representa el deseo de mantener una jerarquía entre los géneros por el deseo de producir la diferencia de la semejanza. Aun los hombres producidos por el violeta, quienes hacen papeles de mujeres, representan unas tentativas para llenar el vacío de la otredad…”

Especie de conjuro íntimo, la propuesta de la obra literaria de Angélica Gorodischer –que intentamos dejar como campo fecundo para la lectura– reclama cierto desparpajo indispensable ante lo imaginable en la “detonación del lenguaje”, que no es artificio sino deriva. Como lo fue su acto temporal: aplazar el final hasta los 93 años con una lucidez incuestionable. A veces la obra de un escritor avanza sin importar el futuro, o lo constituye de manera sutil, a la espera de esa nave repleta de ojos ávidos, testigos configurando su propio destino, en busca de una luz que siempre es pasado de otras estrellas, tal vez muertas, como pura tristeza diferida.