CULTURA
walter benjamin

Escritura en trance

Se publican en un mismo volumen los escritos del escritor alemán en relación a su experimentación con las drogas; algunos redactados en el curso mismo del trance, y otros inmediatamente después. Hachís (Godot) constituye una de las piezas más originales para calibrar la potencia de uno de los pensadores más fecundos del siglo XX.

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Walter Benjamin. Se publica en el país el volumen que recoge los escritos del ensayista alemán sobre su experimentación con las drogas. | pablotemes

Walter Benjamín persiguió como pocos, o acaso como nadie, ese punto insondable donde las palabras y la experiencia pueden llegar a tocarse. Lo buscó con la persistencia de lo que impulsa el deseo, pero también con la zozobra de lo que se sospecha que puede ser en verdad inalcanzable. Que las palabras y la experiencia puedan llegar a tocarse, vale decir que la experiencia pueda, por fin, de alguna manera, ser dicha: Benjamin presintió esa promesa a veces en cierta zona más o menos mística de la cabalística judía, otras veces en el discurrir sin control consciente de la escritura surrealista, otras veces en la inmediatez palpable de la narración oral, otras veces en la excepcional plasmación literaria de un poeta como Baudelaire. Sus propios escritos, en muchos casos, lo procuraron: al formularse como diario (el Diario de Moscú), o como notas de viajero (las crónicas sobre Marsella, sobre Nápoles, sobre San Gimignano), o como textos autobiográficos (su Infancia en Berlín hacia 1900), se presentan bajo las formas del registro de la experiencia (sincrónica o retrospectivamente, según el caso).

Habría que insertar en esta franja los relatos y los protocolos sobre las experiencias con hachís que tuvieron lugar a fines de la década de 1920 y a comienzos de la década de 1930. Con la droga, por otra parte, no solo se vive o se tiene una experiencia, sino que se hace una experiencia. Y con esas experiencias que había hecho, Benjamin se proponía hacer también un libro. Que ese libro quedara sin concretarse, esbozado tan solo en un conjunto de notas más o menos dispersas, nada indica de por sí, ya que en definitiva no fue otro el destino del libro más ambicioso de Benjamin, y más ambicionado por Benjamin, un descomunal Libro de los Pasajes donde habría de leer se toda una prehistoria de la Modernidad, condensada y concentrada en la ciudad de París. La fragmentariedad y la inconclusión no necesariamente implican, cuando se trata de Benjamin, un fracaso o una falla; bien puede que le convengan a su tarea crítica incluso más que las totalidades y los tonos concluyentes.

No obstante, y no ya por su relativa inorganicidad, hay algo en los textos de Benjamin sobre el hachís que se vuelve particularmente escurridizo. Hay en ellos algo más que la intrínseca inasibilidad de toda experiencia, rozada a menudo por la expresividad de las palabras pero nunca alcanzada del todo por ellas. Hay algo más, una especie de carencia de base, un núcleo faltante, en estas notas sobre el trance, las risas inmotivadas, las alteraciones perceptivas y las distorsiones del lenguaje bajo los efectos de la droga. Hay algo más, que en todo caso nos obliga a recordar que Walter Benjamin no solo formuló con brillantez la manera en que el lenguaje podría llegar a dar cuenta de una determinada experiencia, sino también, y con igual brillantez, la alternativa opuesta: la de la experiencia y la pobreza, la de la experiencia que no suscita relatos, la que deja al narrador en potencia sin palabras. Pocas imágenes hay tan poderosas, en el conjunto de los textos de Benjamin, como aquella con la que comienza su artículo “El narrador” (con ideas que reaparecen desde otro artículo, “Experiencia y pobreza”): la de los soldados que vuelven mudos del frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial; no más ricos, sino más pobres en experiencias transmisibles.

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Benjamin no se queda sin palabras, es cierto, pero habría que detenerse en la manera en que dispone esas palabras, en los textos sobre el hachís, en relación con la experiencia que ha tenido (o que ha hecho). Hay una noche de Marsella, la del sábado 29 de septiembre de 1928, de la que se derivan tres textos: un protocolo sobre la toma de hachís (que permanece inédito hasta 1972), un cuento (publicado en noviembre de 1930) y una especie de crónica (publicada en diciembre de 1932). Cuando decide dar al episodio el formato de la ficción narrativa, Benjamin toma una decisión crucial: desliza la perspectiva a una tercera persona, cuenta los hechos como si le hubiesen pasado a otro y no a él. El relato se titula “Myslovitz-Brunswick-Marsella. La historia de un trance por hachís”; su primera frase es nada menos que esta: “Esta historia no es mía”; el recurso narrativo es el de la reproducción del relato oído (a la manera que sería tan frecuente en Borges): “La escuché en uno de los pocos lugares clásicos que tiene Berlín para narrar y oír, una de esas noches en Lutter & Wegener” (también Borges, en “La forma de la espada”, concibió que alguien contara una historia propia como si fuese de otro).

De esta manera, Benjamin emplea las palabras para ponerse más lejos, y no más cerca, de la experiencia. El protocolo, que es el registro más próximo a los hechos, es lo que queda postergado, y la versión ficcional de los hechos, la que se vale de la mediación fabulada de una tercera persona, es lo que primero se publica. Y aun el relato en primera persona, el de diciembre de 1932, aparece precedido de una “Advertencia previa”: una extensa cita de Joël y Fränkel, donde se detalla con precisión la clase de efectos que provoca el hachís. Ahí está todo: el extrañamiento, la risa, la exterioridad, la alteración espacial, la alteración perceptiva, la pérdida de contextos, el pensamiento que no llega a ponerse en palabras, el paso continuo de la vigilia al entresueño. Ahí está todo, toda la experiencia, toda la vivencia, pero en el relato de otro (eso mismo que Benjamin había hecho en la ficción de 1930: convertir la experiencia en el relato de otro). 

Los textos de Benjamin sobre el hachís tienen entonces esta particularidad: por una parte, se escriben para sentar una vivencia personal, para captar lo que pasa con una subjetividad transida por una determinada experiencia; pero, por otra parte, en lo que hace a la disposición narrativa de lo que ha sucedido, hay una especie de sus tracción de todo aquello que supondría una vivencia única y personal, un despojamiento de las marcas irrepetibles de una subjetividad singular. De esta manera, la experiencia marsellesa del hachís pasa a tener diversas cualidades posibles, pero en definitiva se nos presenta como una experiencia que nada ofrece de extraordinario. Contada por Benjamin, pero también contada por otro, y antes también atribuida a otro, pierde toda posible particularidad, se ve despojada de esa cualidad luminosa de lo fuera de serie, que el propio Benjamin inscribe como un fundamento de la narración de experiencias. 

Es como si, en cierto sentido, la experiencia de la droga fuese puesta, no bajo el signo singular de lo que me ha pasado, sino bajo el signo general de lo que a cualquiera podría pasarle. Y aun así, sin embargo, en cualquiera de sus variantes, estos textos de Walter Benjamin resultan extraordinarios. La experiencia de la droga no parece serlo, pero las narraciones de la experiencia en todo caso sí. Y eso se logra, justamente, no por mérito de la inmediatez (poner la narración lo más cerca posible de la experiencia), sino por mérito de la mediación: de lo que está entre la experiencia y su narración, de lo que está de por medio, y que es ni más ni menos que la escritura. No se trata entonces de la oralidad (esa práctica de la transmisión oral que está en la base de la narración de experiencias) ni tampoco de la mudez (la imagen de esos soldados que volvían mudos del frente de guerra). En uno y otro caso, lo que había por detrás era la vivencia de una experiencia fuera de lo común. Aquí tal vez no la hay, pero a cambio hay escritura. Y en la escritura está lo fuera de lo común, la escritura es extraordinaria; en la escritura está también Benjamin, Benjamin en su singularidad, el que traza incomparables recorridos urbanos, el que se descubre instantáneamente fisonomista, el que descompone y recompone palabras, el que es capaz de escribir por ejemplo: “Acariciar: desandar lo andado”, o: “La desobediencia es el fastidio del niño porque no puede hacer magia”, o: “El andar de un hombre que se va es el alma de la conversación que mantenía”.

La experiencia puede ser pobre, y desde mi punto de vista lo es, pero la riqueza de la escritura de Benjamin es en cambio incalculable. El sedimento de estos textos no es otro, en definitiva, que la literatura, la lectura, la escritura. ¿No dice Benjamin, acaso, que “ciertas páginas de El lobo estepario que leí hoy temprano me han dado el último empujón para tomar hachís”? ¿No es, entonces, la lectura la verdadera experiencia, o por lo menos su génesis? La vivencia de mayor intensidad ¿no queda, acaso, del lado de la lectura? ¿No anota Benjamin acaso: “Fue en el momento en que ella misma había tomado morfina y yo, sin conocer ningún tipo de efecto de esta droga —más allá de lo que había leído en libros—, le describí de forma totalmente acertada y profunda su estado debido a la entonación con la que hablaba”? Con el hachís finalmente sucede lo mismo que con París: en torno a ellos se plantea y se despliega la cuestión de la experiencia, pero en los textos pueden contar menos las vivencias concretas que se han tenido que las lecturas que se han hecho, por ejemplo, de los textos de Baudelaire. Las flores del mal son a París lo que Los paraísos artificiales son al hachís.

Habría que considerar, por lo tanto, a propósito de las experiencias de Walter Benjamin con el hachís, lo que acontece, no con la percepción, no con la risa, no con el mareo, no con los equívocos, sino con esas dos referencias determinantes: con la lectura y con la escritura. La lectura, ya lo sabemos, está en el origen del impulso a la experiencia con la droga, a la que Benjamin se decide a partir de la lectura de ciertas páginas de Hermann Hesse. La situación con la que comienzan los textos sobre “Hachís en Marsella” también es de lectura: “Estoy tirado en la cama; leí y fumé”. De manera que la lectura es, como pue de verse, el preludio de la experiencia con el hachís, lo que aparece justo antes. Y la escritura es lo que viene después. Aunque exista algún ejercicio caligramático de Benjamin bajo el efecto de embriaguez con mescalina, la escritura, cuando se trata del hachís, es diferida por definición: es siempre, y necesariamente, lo que viene después, más tarde, con el efecto ya disipado, al otro día: “Lo siguiente fue escrito al otro día por la mañana”; “Lo que uno escribe al otro día es más que una enumeración de impresiones”; “Lo formulo ahora desde una cierta habilidad para imitar las formulaciones del hachís”. 

Las experiencias con el hachís, podría decirse, provienen de la lectura y derivan en la escritura. Pero, por sí mismas, no obstante, excluyen tanto una cosa como la otra. Empiezan al leer y terminan en escribir, pero mientras duran, no le permiten a Benjamin ni leer ni escribir. Y ese doble impedimento, cuando se trata de Benjamin, llega a ser insoslayable: “En mi fase satánica me dieron un libro de Kafka: Percepciones. Leí el título. Pero el libro se convirtió enseguida en lo que quizás un libro en la mano de un poeta representa para un escultor un poco académico que tiene que hacer una estatua de este poeta”. Y en el protocolo del 18 de abril de 1931, tomado por Ernst Jöel o Fritz Fränkel: “El S. E. [Sujeto de experimentación] agarra un diario y trata de leerlo seriamente, mostrando no estar preocupado por los aspectos internos del trance. Sin embargo, la lectura no tiene éxito”. Y un poco más adelante, en este mismo texto, se habla de la escritura: “Al parecer, empieza la fase más profunda del trance. [...] En ese momento se le prohibió, muy enérgicamente, tomar notas a quien redactaba el protocolo”. Doble impedimento, como decíamos: Walter Benjamin, impedido de leer, impide al otro escribir.

Cuando se decide a estimar estos efectos, Benjamin solo puede inscribirlos como negatividad: “No hay duda de que ahora siento efectos. Principalmente negativos, dado que me resultar difícil leer y escribir”. ¿Qué otra cosa puede hacer Benjamin (qué otra cosa se puede hacer), cuando el don de leer y escribir está vedado, más que lamentarse? Benjamin ciertamente se lamenta. Y si luego le resulta posible atribuir alguna positividad a los efectos del hachís, no será sino en la escritura (en el trazo material de su escritura) donde cree detectarlos: “¿Acaso una orientación ascendente en la escritura en este último tiempo (a pesar de la frecuente depresión), como nunca antes había visto en mí, se relaciona con el hachís?”.

Todo está bien, entonces, todo parece estar bien otra vez: Walter Benjamin se ha puesto a escribir.

 

Marsella: fumar y leer

Marsella, 29 de julio. A las siete de la tarde, tras larga vacilación, consumí hachís. Durante el día había estado en Aix. Con la absoluta seguridad de que en esta ciudad de cientos de miles de personas, donde nadie me conoce, no podrán molestarme, estoy tirado en la cama. Y sin embargo me molesta un niño que llora. Pienso que ya deben haber pasado 45 minutos. Pero solo pasaron veinte... Entonces, estoy tirado en la cama; leí y fumé. Frente a mí, siempre la vista sobre el ventre de Marsella. La calle que vi muchas veces me parece como un corte hecho por un cuchillo.

Por fin me voy del hotel, me pareció que no se percibían efectos o que eran tan débiles que podía prescindir de la prudencia de quedarme en la habitación. Primera parada en el café de la esquina entre Cannebière y Cours Belsunce. Mirando desde el puerto, el de la derecha, o sea, no en mi café habitual. ¿Y entonces? Solo el cierto bienestar, la expectativa de ver a la gente salir al encuentro de uno. El sentimiento de soledad se desvanece bastante rápido. Mi bastón empieza a darme una alegría especial. Me pongo tan sensible: me da miedo que un papel pueda ser dañado por la sombra que se refleja en él. Las náuseas desaparecen. Leo los letreros de los mingitorios. No me sorprendería que este y el otro se me acercasen. Pero no lo hacen, y no me importa. Sin embargo, este lugar me parece demasiado ruidoso.

Ahora se destacan las pretensiones de tiempo y espacio que experimenta el consumidor de hachís. Ya se sabe que son absolutamente extraordinarias. A quien acaba de consumir hachís, Versalles no le parece tan grande y la eternidad no le dura demasiado. Y en el trasfondo de estas dimensiones inmensas de las vivencias interiores, del tiempo absoluto y de un mundo espacial inconmensurable, un humor maravilloso, lleno de alegría, permanece con más cariño en la incertidumbre ilimitada de todo lo existente. Siento como infinito este humor cuando me entero de que en el restaurante Basso ya no prepararán platos calientes, mientras me acomodo para quedarme en la mesa por una eternidad. No obstante, el sentimiento después de todo eso era y seguiría siendo claro, animado, vivo. Tengo que anotar cómo encontré mi lugar. Me importaba la vista sobre el Vieux Port, que se tiene desde los pisos más altos. Abajo, al pasar, divisé una mesa libren el balcón del segundo piso. Pero finalmente llegué solo hasta el primero. La mayoría de las mesas cerca de las ventanas estaban ocupadas. Fui entonces a una muy grande que justo había quedado libre en ese instante. En el momento de tomar asiento, me pareció una desproporción: sentarme en una mesa tan grande era tan vergonzoso que atravesé todo el piso hasta el fondo opuesto para sentarme en un lugar más chico que solo desde ahí resultaba visible.

Extracto de Hachís, de Walter Benjamin (Godot, 2021).