CULTURA
Apuntes en viaje

Estado de gracia

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. | Marta Toledo
A veces la fascinación se dispara en la conciencia de estar en un lugar extraño o exótico al que uno no podrá volver. Días atrás, en la reserva ecológica, en un camino solitario desde el cual se observaba una vegetación profusa, un humedal y detrás los rascacielos platinados de Puerto Madero, me detuve e intenté obviar el hecho de que ese contraste entre pantano, naturaleza y lujo arquitectónico formaba parte de mi ciudad y podía volver a diario. Me pregunté cuál sería mi reacción si me encontraba con ese paisaje, por ejemplo, en las afueras de San Pablo. Imaginar esto, enseguida, me facilitó una perspectiva de extranjero, para mirar con distancia. Una distancia que suele aparejar un estado de gracia.

De viaje, casi espontáneamente esta distancia se instala como efecto de un exotismo que no necesariamente va acompañado por la condición exótica de una ciudad. Recuerdo San Pablo como una de las ciudades más exóticas, polifacéticas y misteriosas que visité –quizás una ciudad en la que se insertan pedazos de otras ciudades en distintas épocas-. Desde el centro histórico, parasitado por graffitis y torres modernistas, pasando por sus parques y museos y por la impronta cosmopolita, hasta las estaciones de tren y subte desbordadas que conducen a suburbios pobrísimos o a barrios sofisticados como Higiénopolis y Jardim, San Pablo no se parece a ninguna otra ciudad. Tal vez tenga esa exuberancia que muchos visitantes ven en Buenos Aires y que un porteño ya no identifica en su propia ciudad.

 Leyendo Limbo, una novela de Noé Jitrik del año ochenta y nueve, recientemente reeditada en Argentina, me detuve a pensar que a un exiliado político le está vedado el estado de gracia o la fascinación por el lugar en el que se ve obligado a vivir –o esperar-. La novela de Noe Jitrik alude a la dictadura desde el punto de vista de un grupo de exiliados, sin poner en el centro los tópicos del exilio. El exiliado está tan enajenado en su condición que encarna un fantasma. Los personajes deambulan en una ciudad borrosa –suponemos que podría ser ciudad de México, epítome de la vitalidad como San Pablo a mi modo de ver, pero invisible en Limbo-, a la espera de algo. En ningún momento los protagonistas encuentran una perspectiva y un punto de vista para mirar con distancia y, no diría fascinarse, pero sí percibir el exterior. Por el contrario, la introversión creciente, las alucinaciones con compañeros desaparecidos, cierto aislamiento cultural que alimenta recuerdos sin intérpretes, cierran el posible ángulo de perspectiva. Han perdido el alma. Están en una ciudad como podrían estar en cualquier otro lugar. Para el exiliado solo hay interioridad. Jitrik refracta de un modo insuperable las heridas de la dictadura en el cuerpo enfermo del exiliado. El terror parasita ese cuerpo y produce en la penumbra alucinaciones, lenguajes donde incluso entre padre e hijo la familiaridad se ve interrumpida por el exilio forzado.

Salvando las distancias, la rutina en una ciudad abrumadora como Buenos Aires –y sobre todo por lo que macrismo hizo con la cosa pública-, puede producir un leve efecto virtual de exilio: el hábito de la introversión para sobrevivir y habitar una ciudad que podría ser cualquier otra.  Sólo que cuando uno despierta, de golpe, el estado de gracia, por sobre cualquier malestar social o político, está al alcance de la mano.