CULTURA
Apuntes en viaje

Estampas

El viento, que ahora mismo mientras escribo esto en el parque del hotel, el viento en la noche, el viento que llega del mar ahí nomás enfrente, no podría ser retratado.

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Estampas. | marta toledo

Los pájaros del hotel Nacional andan con confianza cerca de las mesas del jardín; en montoncitos sobre el pasto comiendo migas y bichos. Los pavos reales en la galería, observan con esa manera de torcer la cabeza que tienen las aves, mirando con un solo ojo por vez. No despliegan sus colas, no debe ser momento o no les da la gana, pero de vez en cuando chillan con ese sonido un poco espeluznante. Siempre que veo un pavo real pienso en ese ensayito de Flannery O´Connor, la fascinación que sentía por esos más de cincuenta que llegó a tener en la granja de su madre. ¿Qué habrá sido de ellos cuando murió?  

Hay una estación de servicio al costado de la ruta 14, en Entre Ríos, que tiene pavos reales: se pavonean entre el olor a combustible y café, cuando se pavonean el abanico de sus colas es tornasolado como los restos de gasoil que salpican el playón. En el castillo San Jorge, en Lisboa, también vi uno hace años, haciendo sus pavadas para los turistas, sin embargo cada vez que una cámara o un teléfono lo apuntaba el pavo cerraba sus plumas, se volvía un pajarraco grande, altanero, y cuando la ronda de extranjeros emprendía la retirada volvía a abrir su cola, y así. Era como decirnos que era hermoso mientras sucedía, que congelarlo en una foto para mostrar a los amigos y parientes a la vuelta no tenía sentido, que no perdiéramos el tiempo sacando fotos mientras eso, él, estaba sucediendo enfrente nuestro.  

Algo así me pasa con La Habana. Hace dos días que llegué y casi no tomé fotos. Esta tarde paseando por la ciudad vieja todo era tan fotografiable que al final decidí no sacar fotos. Nunca saco fotos de gente en los viajes, alguien me ha dicho una vez: no hay personas en tus fotos. Por un lado, me da mucho pudor. Por otro pienso siempre en lo que pareció decirme el pavo portugués: si está sucediendo y estás ahí para qué registrarlo fuera de tu cabeza, de tu corazón. Esta tarde en un edificio semiderruido, una mujer vieja, con un turbante de colores, fumaba apoyada en el borde del balcón. Un viejo sentado en otro balcón, un poco menos derruido, escuchaba música y miraba la calle. La espalda sin camisa de un obrero brillaba como un surubí en una viga altísima y una de esas grúas jirafa, atravesaba pintada de amarillo un cielo demasiado limpio, demasiado celeste.  

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El viento, que ahora mismo mientras escribo esto en el parque del hotel, entre grupos de huéspedes que beben y ríen y conversan en voz alta, el viento en la noche, el viento que llega del mar ahí nomás enfrente, no podría ser retratado: el viento sabe.  Ayer fui a la Plaza de la Revolución. Ese retrato del Che, cerca del de Camilo, es igual a las cientos de fotos que vi. La foto que saqué es igual a esas cientos de fotos que ya vi. La chica que fui a los veinte seguro se hubiera emocionado: ella soñaba con llegar aquí, mientras lavaba su remera favorita estampada con la cara del comandante para volver a usarla a la mañana siguiente. Remera del Che, pantalones de grafa de su padre, boina… ¿del abuelo Antonio, del novio que tenía en esa época? Ella al final nunca vino.  

El comedor del Nacional es elegante y discreto. Tiene casi cien años. Los platos son clásicos, como un recetario de Doña Petrona: copa de camarones, pensé que ya no existía; en cambio la vemos pasar en la bandeja de un mozo, una copa delicada y rosa como un helado de fresa. Una mujer de más de ochenta años toca el piano. Hace una pausa y se acerca a nuestra mesa. ¿Hablan español?, pregunta. Sólo decimos: sí, pero ella enseguida arriesga: ¿argentinas?