Ya no hay escritores con la vitalidad de David Viñas. Tampoco críticos con su talento para polemizar ni con su brío para poder hacer de ese tono estremecedor un blasón plebeyo. Autores de esa estirpe ya no existen. Ni hablar de intelectuales que puedan oradar los discursos hegemónicos sin tropezar con el vacío retórico. Riesgo: eso es lo que falta. La tradición iniciada por Zola ante el caso Dreyfus, continuada por Sartre y practicada por Viñas hasta su muerte está ausente. A lo sumo se reproducen los funcionarios del sentido común. El firmamento seguro detrás de la línea de fuego. Por el contrario, Viñas siempre supo estar en un sitio incómodo, opuesto al orden establecido. Irreverente. Despreciaba la cortesía servil.
Su relectura ha sido siempre necesaria. En un doble movimiento, su obra es testimonio y relámpago feroz sobre la conciencia de los vivos. La lucha con la que nos mantiene atentos es demencial porque busca el “cuerpo a cuerpo” de la historia para tratar de imponerse en toda su materialidad.
Sus textos cautivan. Provocan admiración o rechazo. Para nuestro beneficio le huyen al aturdimiento del confort. Viñas acude a las prácticas académicas con soltura pero también las esquiva cuando lo considera pertinente. Para algunos de sus colegas no es más que un premeditado desdén del ensayista ante “la comunión de los santos”. ¿Será necesario aclarar que su destino no estuvo tallado en la resignada experiencia de la sumisión? Su función giró entorno a la mirada del intelectual comprometido, mordaz, virulento pero a su vez excedió ese marco. Lo desbordó. Se opuso a toda clase de status quo. Logró asombrar por su vehemencia a la hora de la contienda. Contienda, sí, porque la concepción crítica de Viñas se apoya sobre un enfrentamiento incesante con su objeto de análisis. Viñas diagrama relaciones de orden personal con los escritores que examina. Su lógica interna es la del duelo.
Existe un consenso que admite al ensayo como el formato donde su trabajo muestra mayor envergadura. Vigor belicoso, diríamos. Su prosa, su voz, sus hipótesis, su porte atraen como un imán. Viñas siempre se ha impuesto con prepotencia de trabajo. Legado o légamo arltiano. Autor de una de las sentencias con mayor resonancia de nuestra historia cultural: “La literatura argentina emerge a partir de una metáfora mayor: la violación”. Así comienza De Sarmiento a Cortázar. Violentado las secuencias de la historia. Su proyecto crítico demuestra una evidente ambición totalizadora, un afán de dar por sellado, y a su vez, volver a inaugurar la discusión. Jauretche, en Los profetas del odio, dice del aún joven Viñas: “Pinta para intelectual sin despintar para hombre”. Siempre fue un sujeto de fuertes convicciones de izquierda; a veces, como prefería definirse, un anarquista. Un heterodoxo, según su terminología. En el año 1948, trabajando en el Banco Provincia, es detenido durante cuarenta días por participar en una huelga. Fue Jauretche quien dispuso que lo encerraran. Poco tiempo más tarde se ve en la obligación de escribir novelas policiales bajo el pseudónimo de Pedro Pago, ejercicio vinculado con los apuros económicos ocasionados por el nacimiento de su segunda hija. Estos novelas tan particulares han sido reeditados por la Biblioteca Nacional.
El Viñas del año 1964, el de Literatura argentina y realidad política está obsesionado por los viajes y los desplazamientos. La exigencia es historizar – y por lo tanto politizar– el intervalo donde el escritor abandona la figura del gentleman y deviene en un profesional de la cultura. La situación concreta del escritor se vuelve una instancia material, en el sentido marxista. Su andamiaje teórico tiene dosis de Lukács y Goldmann, junto a la impronta existencialista que ostentaba. Su pensamiento está desligado de las reprochables jactancias del PC; su estilo atraviesa la incertidumbre metodológica y por eso mismo su sintaxis se vuelve arma política. La organización del texto –de cualquiera de sus textos– es un tejido enmarañado y rudo. Su intencionalidad crítica buscaba ir “del texto al contexto y de éste a la textura”. Nadie lo ha vuelto a hacer con su precisión. El libro en sí mismo es la recopilación de artículos publicados en las revistas Contorno, La Gaceta y la Revista Universidad de México. “Su propósito es trazar la trayectoria de dependencia ideológica y política de la Argentina, mediante un análisis sociológico que aspira obtener una cosmovisión marxista, insertando la literatura en el contexto histórico-político”, afirma con certeza Estela Valverde.
El epígrafe de Robert Escarpit que presenta el texto es elocuente de toda su intención crítica sobre la periodización de la literatura vernácula “Hay que quitar a la literatura su aire sacramental y liberarlo de sus tabúes sociales aclarando el secreto de su poder.” A su vez, en toda su obra está presente con desparpajo la interrogación sartreana que postula qué se escribe, para qué y para quién. Todo un mandato que sostuvo con rigor hasta sus últimas publicaciones. “Su lectura de la literatura argentina no ha sido superada y la zarpa de sus logros alcanza aun a sus enemigos” afirma María Moreno en Tributo a David Viñas, texto incluido en su libro Subrayados.
La editorial Santiago Arcos viene reeditando su obra crítica. Es un trabajo tan necesario como gratificante. Ahora es el turno de uno de sus libros centrales de los años setenta. Rebeliones populares argentinas. De los montoneros a los anarquistas estaba pensado como un proyecto de largo aliento donde se pudiera advertir otro rostro de la historia. Un espacio textual donde las luchas emancipatorias de los sectores populares tuvieran una relevancia sustancial frente a la cristalización de la historia oficial. “Nuestra perspectiva pretende ser otra. En doble polémica frente al liberalismo progresista y frente al nacionalismo populista. No por afán ecléctico de a más be sobre dos. No. Porque entendemos que no sólo esas dos posiciones son revés y derecho del pensamiento burgués, sino porque ha llegado el momento de lograr una síntesis que abarcando lúcidamente el pasado, resulte operativa en este presente”, afirma Viñas.
Un aspecto que nos llama la atención en la lectura de De los montoneros a los anarquistas es a quién está dedicado el texto. Elige a un sujeto que despierta fuertes repudios en la historia política. Sin mayores preámbulos se lo dedica a la memoria de Simón Radowitzky. En el año de su publicación (1971), adquiere un sólido sentido de reivindicación además de lucha programática. A su vez, no se puede dejar de mencionar la particular situación política-social que estaba viviendo la Argentina cuando se publica el texto. Eran tiempos de fuerte conflictividad, las organizaciones armadas peronistas habían iniciado el complejo camino de unificación bajo un nombre: montoneros. ¿Será pertinente arriesgar que hay una explícita lucha por el significante “montoneros” en el uso de Viñas? Tenemos la impresión de que sí, ya que en el texto queda en claro que los montoneros del siglo XIX que luchaban contra el centralismo de Buenos Aires tenían un acompañamiento popular. Tanto el Chacho Peñaloza, como Felipe Varela o López Jordán son líderes populares y no vanguardias iluminadas que señalan el rumbo de la revolución. Surgen como síntoma de la misma lucha de clases. A su vez, lo mismo se podría decir sobre los grupos anarquistas de fines de siglo XIX o principios del siglo XX. De los montoneros... pertenece a la serie iniciada en 1964 pero como esquema complementario. Su objeto de estudio no es la literatura –De Sarmiento a Cortázar es el libro de crítica literaria con el que debe ser vinculado, ambos publicados en el mismo año– sino los eventos históricos, pero analizados desde una perspectiva ideológica innovadora. Por lo tanto, nos encontramos ante un singular libro de historia pero con evidentes operaciones del arte narrativo. Los procedimientos literarios abundan y hacen del texto un manifiesto de especulaciones y aseveraciones que buscan irradiar en el lector la sensibilidad denuncialista. A veces con tono planfetario, otras veces con una brusca pero necesaria posición tomada con deliberación. “Lo que va a decir se sabe de antemano, lo que importa es el estilo”, afirma María Moreno. Y el estilo de Viñas es “lecho, afluente y desembocaduras”. Atrapa al lector en el vértigo de su propia manifestiación donde lo irascible se conjuga con lo analítico.
La necesidad de diagramar el contexto político-social en una dimensión mayor es el mandato imperante del texto. Para Viñas, el asesinato del “Chacho” tiene que ver con la reorganización del Imperialismo a nivel global. Por lo tanto, busca “figuras análogas” con las cuales establecer vínculos: el jeque Arabi Pachá en Argelia o en la muerte del caudillo tonkinés Pant-Trao. Siguiendo su razonamiento, la batalla de Pavón no puede ser pensada sino como otro eslabón en la cadena que va tejiendo “el proceso expansivo imperialista”. Mitre responde a los intereses de las corporaciones, al espíritu del “burgués conquistador”. A Sarmiento se lo piensa como el ideólogo más afinado de las postulaciones liberales. Las afirmaciones de Viñas son tajantes, categóricas; no hay sitio para la duda. “El pensamiento liberal, al desconocer las clases y los desniveles concretos entre los países centrales y los periféricos, formulaba un universal del hombre que sólo era el universal de la burguesía.”
Al ir acercándose en el tiempo, su análisis del período histórico se vuelve más incisivo, más denso y confrontativo. Viñas arremete con ironía ante las propuestas de la oligarquía argentina, que una vez que había exterminado al gaucho y conquistado el desierto, se proponen una política inmigratoria que los termina por alarmar. La serie montoneros-anarquistas, como sujeto social insurrecto ante la desigualdad política y social, cierra su ciclo, ante la Ley de Residencia propuesta por Cané en 1902. “La burguesía necesita mano de obra: los llama como inmigrantes y los hace venir como esclavos. Sólo falta que los defraude en sus promesas de tierra para que se conviertan en obreros urbanos y reaccionen como huelgistas”, postula Viñas. El proyecto De los montoneros... se ve abruptamente finalizado por decisiones que tienen que ver con la impugnación que se sostiene por parte de “los dueños de la tierra”, que tenían en el gobierno de Lanusse a un fiel representante. Las pocas palabras que Viñas decide agregar a esta nueva edición son contundentes: “Al reeditar este trabajo intento recuperar un par de cosas: en primer lugar, que los planteos generales de 1971 se encuentran vigentes. He resuelto, por lo tanto, no modificar ni una línea. Y en segundo lugar, señalar que los originales del tomo siguiente, De la Semana Trágica al Cordobazo, cuya edición estaba planificada para ese momento, fueron secuestradas cuando “desaparecieron” al editor de entonces, Carlos Pérez”. Se hace imposible continuar con un proyecto de intensa discusión e impugnación. Así se instala la primera discontinuidad en la obra crítica de Viñas por razones políticas. “A mayor grado de heterodoxia, mayor grado de sanción”, solía repetir Viñas. Y estaba en lo cierto.
En El tamaño de mi esperanza Borges se definía a sí mismo como “enciclopédico y montonero”. Su intención era dar cuenta de lo heteróclito. También puede ser pensada como una definición que le cabe a David Viñas. En “el revés de la trama”, claro.