CULTURA
edicin celebrada

Evangelio pagano de un profeta sin honra

El Cuenco de Plata publica el extraño libro de entrevistas “La tarea”, obra donde William Burroughs (1914-1997), con quirúrgica lucidez, describe los vicios y peligros de la sociedad de su época, consumados hasta el día de hoy.

Virus. Para Burroughs, pionero del movimiento “beatnik”, el lenguaje funciona como agente patógeno.
| Cedoc

Luego de un análisis riguroso, resulta evidente que la manera más inmediata y evidente de ser mexicano es la de vivir delinquiendo, virtud que cultivó con notable talento William Seward Burroughs, el hijo pródigo y descastado de Saint Louis, Missouri.

Y aunque sería impreciso circunscribir su obra y su vida a los años que pasó en tierras aztecas –en México escribió Junkie y Queer así como la copiosa correspondencia que daría cuerpo al libro Cartas de la ayahuasca–, es un hecho que el haber asesinado a su mujer y evadir la ley merced de un célebre abogángster que se movía como anguila en las fangosas aguas de la Justicia tricolor lo dibujan como uno de los arquetipos esenciales de la cultura mexicana: el gringo puto y loco, razón por la que en aquellos pagos se lo considera tanto.

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La publicación de La tarea –en traducción de Ariel Dilon y Edgardo Russo– demuestra a un Burroughs en plenitud de sus capacidades artísticas e intelectuales, no sólo porque la lucidez de estas páginas incendiarias es categórica (“no hay hombres libres en el planeta, porque no se puede ser libre cuando se está metido en un cuerpo humano”), sino porque la estructura del libro es un híbrido fantástico, puesto que al estar ensamblado en apariencia como una entrevista, la naturaleza del texto es una invitación constante al delirio. No es cosa vana asegurar que con este libro Burroughs inaugura el ensayismo fantástico.

El texto, un diálogo a ratos monologante con Daniel Odier, está construido con partes de libros de Burroughs, entrevistas, ficciones y recortes en los que pone de manifiesto la técnica del cut up, patentada por él, en la que a través del collage va articulando una narración matriz a través del recorte de distintos emisores de sentido, lo que emparenta su técnica con el ensayo coral por excelencia.

Estructurado en cuatro partes –más una suerte de prólogo que hacer quedar al profesor George Steiner como un bobalicón–, La tarea es sobre todo un trabajo de edición en el que el mundo de finales de los años 60 y principios de los 70 es puesto bajo una lupa que lo calcina; y si bien en algunas de sus inquietudes se atisba el amarillamiento del tiempo propio del cambio de escenario –su defensa de la abolición absoluta de la privacidad lo emparentaría con las políticas empresariales de Facebook–, es verdaderamente sorprendente lo vigente de sus críticas y sus análisis. Al respecto de lo que fue el llamado flower power, es rotundo en sus apreciaciones, que describen todavía a los altermundistas del presente: “La gente que controla el poder no desaparecerá voluntariamente y darles flores a los policías no sirve de nada. Esta forma de pensar es alentada por el sistema, lo que más le gusta es el amor y la no violencia. La única manera en que me gusta ver cómo se les dan flores a los policías es colocadas en macetas y desde una ventana bien alta”.

Amparado en un conocimiento empírico y teórico muy bien soldados, es evidente que su discurso es el de un hombre profusamente ilustrado, de una inteligencia sagaz y revulsiva: “Debería haber más manifestaciones y más violencia. Los jóvenes occidentales han sido engañados, estafados y traicionados. Lo mejor que pueden hacer es destrozar el lugar antes de ser destruidos ellos mismos en una guerra nuclear”.

Su visión respecto del consumo caza para la sociedad contemporánea, que continúa su ruta frenética hacia el mismo abismo de inmundicia: “Es evidente que algo anda mal en el concepto mismo de dinero. Cada vez cuesta más comprar menos. El dinero es como la droga… ¿Qué es lo que come la maquinaria monetaria para transformarlo en mierda? Se come la espontaneidad, la vida, la juventud, la belleza y, sobre todo, se come la capacidad de crear”.

Burroughs es un profeta y uno portentoso (“con la superpoblación cada vez hay más de los llamados hombres normales, es decir, estúpidos hijos de puta”), por eso no extraña en lo absoluto que su evangelio haya sido desoído: “A la policía le interesa la criminalidad. Al Departamento de Narcóticos le interesa la adicción. A los políticos les interesa que existan las naciones. A los oficiales del ejército les interesa la guerra”. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

A pregunta expresa sobre si se considera un beatnik, responde con aplomo: “No me considero en absoluto relacionado con ese movimiento, y nunca lo estuve ni con sus objetivos ni con su estilo literario… Se trata de una cuestión de yuxtaposición más que de una verdadera conjunción de estilos literarios o de objetivos”. Y uno tiende a creer, viendo la vehemencia de su lenguaje, que no está mintiendo en lo absoluto.

Drogadicto, homosexual, asesino y escritor, Burroughs pergeñó una moraleja a la altura de su tiempo: o se combate la uniformidad intelectual o nos condenaremos a una vida mediocre en la que sólo permanecerá el escombro de todo aquello que pudimos ser.

Pero como todos sabemos, desde luego, cosa huera y más bien vana es prestar atención a los profetas.