En el mundo acosado por la pandemia, el quebranto económico construye una triste ciudad perdida. Como el caso del Hotel Castelar y el Bar Iberia, hoy perdidos, cerrados; con ellos, se desvanece parte importante del patrimonio cultural de la ciudad de Buenos Aires. Ambos lugares compartían un pasado común en relación a un gran poeta español que visitó Buenos Aires en la década de 1930.
El 9 de noviembre de 1929 se inauguró el Hotel Castelar, cuando la Avenida de Mayo irradiaba una pujante vida cultural animada por escritores, actores, músicos y periodistas, en cafés y edificios distinguidos. Mario Palanti proyectó el estilo academicista del hotel. Palanti fue también el autor del edificio Barolo, en Avenida de Mayo al 1300; o la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires, el Palacio Roccatagliata, y otros.
En su inauguración se llamó Hotel Excelsior, y en su subsuelo funcionó la peña “Signo”. Por allí desfilaron Oliverio Girondo, Alfosina Storni, Norah Lange, Raúl Gonzales Tuñón, Vicente Ruiz Huidobro, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, David Siqueiros, y muchos más. Recién en 1951, nuevos dueños cambiaron el nombre del imponente hotel: pasó a llamarse Castelar, en homenaje al presidente de la Primera República Española, Emilio Castelar y Ripoll. La aureola cultural del hotel se afianzó con su huésped más recordado: Federico García Lorca.
Toda ciudad es lo atravesado por las generaciones perdidas en el tiempo; o por la demolición, o por los eventos destructivos, muchas veces guerras y (ahora) pandemias. Como dispositivo complejo, toda urbe es la dialéctica de lo nuevo y la preservación de lo pasado; y también, por una u otra razón, es lo perdido.
Lorca en la ciudad perdida.
Lorca tuvo sus primeras impresiones de Buenos Aires el 14 de octubre de 1933, cuando arribó al puerto de la ciudad embarcado en el moderno trasatlántico Conte Grande. No era su primera aventura americana. Antes ya había estado en Cuba y Nueva York. Arribaba entonces a la cuidad inmigrante y cosmopolita invitado por Lola Membrives y su esposo, el empresario español Juan Reforzo. En un principio el viaje no iría más allá de algunas conferencias, y el reestreno en el Teatro Avenida de sus Bodas de sangre, una de sus obras cumbres, y el estreno de La zapatera prodigiosa. Pero su estadía se extendió por seis meses. Todo ese tiempo se alojó en el Hotel Castelar, en su habitación 704.
En Buenos Aires, Lorca paladeó la fama. Su popularidad fue inmensa, en los días de la llamada Década infame. El tiempo caracterizado por el primer golpe de Estado en 1931, promovido en un principio por el Diario Crítica de Natalio Botana; o la legalización de la tortura que introdujo Leopoldo Lugones hijo, y la sección especial de la Policía Federal contra el Comunismo; mientras la desocupación y la pobreza se afianzaban ante la indiferencia del poder.
En Buenos Aires, Lorca se encontró con personas de Fuente Vaqueros, el pueblo de la Provincia de Granada en el que nació en 1898. Y también conoció a Gardel, y a Borges, el que nunca sintió mucha simpatía por el visitante español. Y aquí Lorca trabó fuerte amistad con Pablo Neruda, a la sazón cónsul de Chile en Buenos Aires, y con quien lo unía también la admiración por el poeta nicaragüense Rubén Darío, gran representante del modernismo literario en lengua española, que vivió un tiempo en la capital argentina.
Los pormenores de la estadía de Lorca son evocados en Federico García Lorca. Vida, pasión y muerte, por su biógrafo, el hispanista de origen irlandés Ian Gibson. Bodas de sangre triunfaba, y en medio del afecto y atención que recibía, nunca olvidó recordar su aversión a la monarquía y a las derechas; y gustaba de comentar su labor en La Barraca, la compañía de teatro universitario y ambulante que codirigía con el vasco Eduardo Ugarte, guionista, director de cine y escritor, y cuyo propósito era hacer llegar a obreros y campesinos el teatro clásico español en pueblos y ciudades de España. El teatro del Siglo de Oro, de Calderón de la Barca, Lope de Vega o Miguel de Cervantes. Y Lorca no negaba su desprecio por el teatro burgués: “En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas”, le decía a un cronista del Diario Crítica.
El Hotel Castelar era el lugar de descanso y logística de su aventura en Buenos Aires, y también otro de los ámbitos de sus expresiones artísticas. Participó en el subsuelo del hotel de la peña Signo, antes mencionada, y allí también funcionaba Radio Stentor, a cuyas transmisiones Lorca contribuyó con el recitado de poesía con su voz andaluza.
Como José Vasconcelos en La raza cósmica, Lorca advirtió también la gran diversidad étnica como singularidad de la ciudad de Buenos Aires; el cruce en sus calles y su soledad de “mil razas que atraen al viajero y lo fascina”. En ese estado de hechizo, Lorca se embarcó de regreso a España el 27 de marzo de 1934. El último acto público del poeta antes de abandonar la habitación 704 del Hotel Castelar fue la puesta en escena de su obra de títeres El retablillo de don Cristóbal, en el Teatro Avenida, función exclusiva para sus amigos y amigas.
Y antes de su partida, en la Avenida de Mayo, el autor de Yerma peregrinó también entre el Bar Tortoni y el Bar Iberia.
El bar de los republicanos.
El Bar Iberia, a pocos pasos del Hotel Castelar, es otro de los tristes exponentes de la ciudad perdida, cerrada, clausurada por el golpe pandémico. Ubicado en la esquina de Salta y Suipacha, en la llamada Esquina de la Hispanidad, junto al local en el que funcionaba el Bar El internacional del emprendedor español Don Benito Blanco Álvarez, y frente a El Hispano, y cerca de otros tradicionales restaurants como El Globo y El imparcial. Cuando se inauguró se llamó La toja (referencia a la isla de este nombre en la provincia de Pontevedra, Galicia), en 1897. Además de Lorca, el Iberia era frecuentado por los presidentes radicales Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear.
Cuando el autor de Bodas de sangre lo visitaba, ya había sido rebautizado como Iberia. En la década del 30’ se convirtió en lugar de encuentro de los españoles republicanos, exiliados a estas latitudes entre la tormenta de la guerra civil española. El conflicto comenzó el 17 de julio de 1936 con el alzamiento franquista en Melilla, Marruecos, contra la Segunda República. Para resistir, los republicanos se aliaron con socialistas y anarquistas; todos hermanados por su común enemigo: el falangismo del ultranacionalismo conservador católico de Franco. Durante el terremoto bélico miles fueron capturados y fusilados, o muertos por las enfermedades o el combate, en el que intervinieron también fuerzas enviadas por Hitler y Mussolini. Años de sangría de la que el franquismo surgió como poder supremo, que demoró cuatro décadas en desplomarse. A su paso, dejó, además del dolor, las fosas comunes, la perdida de la libertad, el recuerdo de un bombardeo atroz que Picasso pintó en su Guernica, y el monumento del Valle de los Caídos, cerca de Madrid, construcción simbólica del franquismo erigida con trabajo esclavo de prisioneros republicanos.
Además de las brigadas internacionales de voluntarios que llegaron a España para combatir a Franco, desde Argentina, y con el mismo fin, fueron enviados 600 brigadistas, mientras que aquí llegaban 700 “niños de la guerra”, de entre los 70 000 hijos de republicanos de entre 3 a 14 años que fueron evacuados.
Y el Bar Iberia tenía su opuesto no complementario: enfrente, en la ochava sur, se encontraba el Bar Español, donde se reunían los franquistas. Ahora allí hay un banco. Son legendarios los enfrentamientos en las calles de republicanos y franquistas. En una oportunidad, frente a la esquina de la Hispanidad pasó un camión con altoparlantes difundiendo el Himno de Riego, creado por el coronel Rafael del Riego para combatir el autoritarismo monárquico del rey Fernando VII. El himno fue luego adoptado por la primera y la segunda República. Esto desató la ira de los franquistas, y el incidente terminó con un combate a los puñetazos con los republicanos del Iberia.
Y con el cierre del Bar Iberia esas historias de las pasiones enfrentadas, o de las visitas lorquianas, se desvanecen entre la niebla de lo perdido.
La habitación cerrada.
Cuando Lorca abandonó la habitación 704 del Hotel Castelar inició su viaje a su último destino. En España no ocultó su homosexualidad; defendió el amor en libertad en, por ejemplo, “Los sonetos del amor oscuro”. Y concluyó Yerma, el drama de una mujer en ambiente rural. Yerma compone la llamada trilogía lorquiana, junto con Bodas de sangre, y La casa de Bernarda Alba, de 1936, de un riquísimo simbolismo en torno a la opresión y la libertad, y que recién fue estrenada en Buenos Aires en 1945.
En 1936, en Barcelona, su querido Teatro La barraca concluyó sus representaciones, luego de la puesta en escena de 13 obras de teatro en 74 localidades. El impulso laico de la modernidad reclamó la independencia de la formación educativa respecto a la religión. Y Lorca, como buen protector de la laicidad, subrayó la importancia de liberar la educación de las zarpas de la iglesia; y no dudó en declararle al diario madrileño El Sol, que: “Yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada. Y hasta la tranquilidad de la nada se les niega”. Era el Lorca que confió en la Segunda República, y luego en el Frente Popular, en el que confluyeron miembros del Partido Comunista y el Partido Socialista, y muchos republicanos.
En La casa de Bernarda Alba se cuestionaba el catolicismo inquisitorial, negador de derechos y generador de las condiciones del golpe de Estado fascista. El golpe que, al estallar finalmente, en su erupción de oscuridad arrasó a muchos y, entre ellos, al propio poeta de Fuente Vaqueros.
Los embajadores de Colombia y México en España le propusieron a Lorca ayuda para su exilio en alguno de esos países. El dramaturgo de Bodas de sangre se negó. Y los falangistas lo detuvieron el 16 de agosto de 1936 en Granada, luego de tomar la ciudad andaluza. Le acusaban de “homosexual, socialista y masón”. Dos días después, en una madrugada fría y solitaria, el poeta fue conducido a un lugar, de incierta ubicación, en el que fue fusilado junto a un maestro y dos anarquistas.
Sus restos nunca fueron encontrados. Y en la habitación 704 del extinto Hotel Castelar, ya no podrá encontrar un visitante las marcas del poeta granadino. Aquel lugar se desvanece ahora como un espejismo. Quedan en la incógnita si el Hotel Castelar o el Bar Iberia, unidos por las huellas de Lorca, renacerán o no. Por ahora solo resta imaginar que los recuerdos del hombre que quiso un teatro para educar y liberar sobreviven como un eco fantasmal, dentro de un cuarto cerrado, en una triste ciudad perdida.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En mayo dará cursos sobre filosofía y arte, y cine anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar)