En el amplio espectro de filósofos, teóricos, intelectuales, pensadores y polígrafos de la corriente ultraliberal o hiperliberal contemporánea es difícil no reconocer en Robert Nozick (1938-2002) uno de sus máximos exponentes, tanto por la contundencia de su doctrina del Estado “mínimo-máximo” como debido a la aglomeración y síntesis que realiza de buena parte del legado anarquista individualista, liberal libertario y anarcocapitalista. En su obra más importante, Anarquía, Estado y utopía (1974), celebrada rápidamente por el liberalismo conservador de la Nueva Derecha estadounidense, Nozick logra una armónica confluencia –al menos hasta cierto grado– del liberalismo clásico de John Locke, el liberalismo libertario de John Stuart Mill (cuyo concepto de libertad individual suele sobrepasar a los liberales utilitaristas), la escuela austriaca de economía (que algunos denominan “neoliberal”) y la tradición del anarquismo de derecha estadounidense. No es para desdeñarlo.
Hay que reconocerlo, la carrera académica de Nozick ha sido brillante. Después de asistir a la escuela pública en Brooklyn, ingresó al Columbia College donde se licenció en filosofía en 1959. Obtuvo el título de doctor en la Universidad de Princeton en 1963, después de haber escrito una tesis sobre teoría de la decisión. Durante esos años participó de la Nueva Izquierda. En Columbia colaboró en la fundación de la rama universitaria de la Liga para la Democracia Industrial. Luego conoció las obras de los economistas de la escuela austriaca Friedrich Hayek y Ludwig von Mises y sus ideas políticas dieron un vuelco. Enseñó en Princeton, en la Universidad de Harvard y en la Universidad Rockefeller. En 1969, a los 30 años, volvió a Harvard como uno de los catedráticos más jóvenes en la historia de la universidad. Nozick permaneció allí durante el resto de su actividad docente. En 1985 fue nombrado profesor de filosofía Arthur Kingsley Porter y profesor de la Universidad Joseph Pellegrino en 1998.
La conversión de Nozick al liberalismo libertario llegó a su cumbre en 1974 (el mismo años en el que Hayek gana el Premio Nobel de Economía) con la publicación de Anarquía, Estado y utopía. Además de argumentar en términos políticos y morales a favor del Estado mínimo como máximo, el libro es una crítica del liberalismo social de su por entonces colega en Harvard, John Rawls, quien en 1971 había publicado Teoría de la justicia, una obra que más bien constituye lo opuesto del libertarismo de Nozick. La segunda parte de Anarquía, Estado y utopía se dedica por entero a refutar el principio de la justicia de Rawls que tiene como fin establecer de modo equitativo, a través de ciertas instituciones, la distribución de los bienes generados por la cooperación social. Desde luego, para Nozick esta no presenta un problema distributivo en cuanto la contribución que cada individuo hace al conjunto de bienes producidos socialmente se mide en economía (por ejemplo) con la teoría de la utilidad marginal decreciente. Esto es, en pocas palabras, la satisfacción menor que se obtiene al consumir una unidad adicional de un bien, lo que provocaría que el consumidor compre una cantidad mayor solo si el precio disminuye.
Si bien esta teoría proviene de la escuela austriaca, el propio Nozick se inscribe dentro del liberalismo más radicalmente individualista conocido como libertario o liberal libertario. Por eso recupera el pensamiento anarcoindividualista de Benjamin Tucker (partidario de un socialismo anarquista y divulgador de anarquistas como Max Stirner, Bakunin y Proudhon) y el anarcoiusnaturalismo de Lysander Spooner, de gran influencia en el anarquismo norteamericano del siglo XIX. De mismo modo, ya respecto del siglo XX, Nozick se apoya en parte en las doctrinas anarcocapitalistas (libertarismo extremo) de Murray N. Rothbard y David Friedman (hijo de Milton). Esta mezcla vulnera, en realidad, las fronteras que dentro del liberalismo norteamericano han separado a los liberales demócratas y los liberales conservadores de los anarcoindividualistas como Spooner, Tucker y otros. En el último tercio del siglo XIX, la violencia del anarquismo de izquierda originó que los libertarios de tendencias individualistas abandonaran el movimiento anarquista internacional y fundaran su propia corriente basada en el rechazo total del Estado y en la admisión del mercado y organismos capitalistas.
Pero Nozick no es anarcoindividualista ni anarcocapitalista sino un liberal o ultraliberal de rasgos libertarios. Como liberal continúa con las ideas iusnaturalistas de Locke que fundamentan como principal función del Estado la protección de la propiedad privada. En cuanto libertario no colectivista (“reaccionario”, si se quiere) acepta la teoría del libre mercado y el laissez faire y justifica moralmente el Estado mínimo máximo. Como liberal libertario renueva el programa lockeano, ya que para Nozick la seguridad y la garantía de los derechos individuales y de la propiedad privada explica el tránsito del estado de naturaleza (situación no estatal pero espantosa) al Estado mínimo máximo como ente meramente protector. El Estado y de todo poder coactivo sobre los individuos están restringidos por prohibiciones morales. Dicho en breve, los derechos de los demás determinan las limitaciones de las propias acciones. Para ello usa el principio kantiano de la autonomía moral, en el sentido que los individuos son fines en sí mismos, no puramente medios y, por lo tanto, es inmoral sacrificarlos sin su asentimiento para conseguir otros fines.
Según Nozick, lo que llama “restricciones indirectas” resumen la inviolabilidad de los individuos y no consienten a que se les impongan otros controles en favor de un supuesto bien social. En rigor, no existen realmente bienes sociales que exijan la suspensión de los proyectos individuales en su beneficio. En la sociedad hay sólo individuos diferentes y separados, cada uno con sus propias vidas individuales. De aquí que usar a uno de ellos en ayuda de otros es quebrantar su libertad individual y beneficiar a otro. Se comprende que la teoría de la justica de Rawls, dentro del debate del liberalismo, se halla en completa contradicción con el libertarismo liberal de Nozick. La autonomía moral individual, intocable a todos los efectos, regula el proyecto vital del individuo de acuerdo con alguna concepción general que ha aceptado y, de ese modo, le da un significado a su vida. Esta autonomía se prueba en los derechos individuales y estos son concebidos al modo de Locke: derechos de propiedad y, en principio, la propiedad de uno mismo y la de decidir cómo ejercerlos libremente.
La gran diferencia de Nozick con el anarcoindividualismo y el anarcocapitalismo (y con toda la tradición anarquista de izquierda) es, por supuesto, la necesidad de un Estado mínimo como máximo. No sorprende que como liberal recurra al estado de naturaleza de Locke para legitimarlo, incluso a sabiendas del carácter meramente hipotético de tal cosa. Para Locke en el estado de naturaleza los individuos libres e iguales entre sí se enfrentan al peligro de la inseguridad debido a la transgresión de la ley natural y a la posibilidad, derivada de aquel, de la parcialidad de las decisiones cuando alguien debe recibir una compensación por los daños ocasionados. Nozick piensa que si se crearan asociaciones de protección particulares fracasarían porque no se podría solucionar un conflicto entre dos miembros de la misma asociación, y si una de las asociaciones ganara muchas veces, los miembros de las otras se irían de ellas y se formaría una única asociación. En definitiva, un Estado ultramínimo que sólo ofrecería seguridad a aquellos que compran sus pólizas. Así habría individuos con protección y otros que no la tendrían (los que no compran el servicio). Como la situación sería igual al estado de naturaleza, la única organización que garantiza la protección a cada uno de sus miembros es el Estado mínimo máximo.
Con esta argumentación, visiblemente especulativa, Nozick quiere demostrar que los individuos no quieren que se implante el Estado sino –por medio de una “mano invisible” análoga a la de Adam Smith– este surge en la medida que desean protección contra la violencia, el robo, el fraude o el incumplimiento de contratos. El Estado, en consecuencia, no puede usar su aparato coactivo para obligar a algunos individuos que ayuden a otros o para prohibirle actividades para su propio bien o defensa. Nozick dice que trata en serio la afirmación anarquista de que el Estado, que ejerce el monopolio del uso de la fuerza en protección de todos los ciudadanos dentro de un territorio, necesariamente viola los derechos de los individuos y, por consiguiente, es inmoral. En cualquier caso, aunque el Estado mínimo máximo es el único justificable, entiende que puede parecer poco inspirador, algo que pálidamente suministra un fin por el cual valga la pena luchar. Para responder a este inconveniente retorna a la utopía.
Por lo demás, Anarquía, Estado y utopía contiene muchos problemas metodológicos y de cohesión final y no siempre los argumentos son sólidos ni interesantes. El mismo Nozick advierte que no se debe leerlo como un catecismo político sino como una exploración filosófica de cuestiones ligadas con los derechos individuales y el Estado. También señala que el libro no ofrece una teoría definida del fundamento moral de los derechos individuales, ni llega a una exposición ni justificación específica de la teoría retributiva del castigo, ni tampoco a una teoría concluida de los principios de la teoría de la justicia distributiva que sostiene. Por otra parte, las ideas de Anarquía, Estado y utopía nunca fueron confirmadas ni reformadas por Nozick. Por el contrario, en un libro suyo posterior, Meditaciones sobre la vida (1989), se manifestó insatisfecho de ellas. Todo lo cual no ha impedido, ni seguramente lo hará, el deslumbramiento ante la originalidad del liberalismo libertario que expuso en aquellos liberales de vocación anarco-individualista o ultraliberales radicalmente antiestatalistas, sean conservadores o no.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
Borges y el anillo del ser (Editorial Verbum) es su último libro
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