CULTURA
Un pas imaginario llamado Corrientes

Francisco Madariaga

Inconseguible durante demasiado tiempo, finalmente el sello editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos publica la obra reunida del poeta Francisco Madariaga –miembro de la generación de titanes como Olga Orozco, Enrique Molina y Edgar Bailey–, uno de los surrealistas argentinos que cantó como nadie los paisajes del Litoral correntino.

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| Gza. Lucio Madariaga

Hay una experiencia poética única en la historia de la literatura argentina: Francisco Madariaga funde en intensidad lírica un paisaje y una experiencia bárbara. Trae a las aguas fundacionales de la Mesopotamia aires del surrealismo entreverado con palmares, aguas de dorados furiosos, amistades trabadas entre esteros, y un acervo cultísimo. En síntesis, parafraseando a un contemporáneo, Ricardo Zelarrayán: un hablado por la Poesía.

Experiencia única, misterio revelado. En los próximos días, Eduner, la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos, distribuye la Obra reunida de Francisco Madariaga, bajo el sugestivo título Contradegüellos (tomado de un poema de esa cumbre estética que es Resplandor de mis bárbaras). Acto de justicia. Dos tomos compilan más de cincuenta años de producción constante, anclada en las redes del paisaje correntino, pero de una trascendencia única que ya era hora de honrar.  
Desde su fallecimiento en septiembre de 2000, el grueso de la obra era inconseguible. Los jóvenes poetas de los tardíos noventa, traficaban un tomo glorioso editado por el Fondo de Cultura Económica en 1988: El tren casi fluvial.
Aquel tomo verdiamarillo, aunaba toda la producción de Madariaga hasta ese momento. A casi treinta años de esa edición imprescindible, se suman en la reunión los sucesivos poemarios que se editaron en sellos más pequeños, aun los más emblemáticos de la poesía, como es el caso de Argonauta (la editorial de la familia Pellegrini), Del Dock y Ultimo Reino.
Pero para un nuevo lector la pregunta es válida: ¿quién fue Francisco Madariaga?
Apuntemos algunos detalles biográficos. Nacido en Buenos Aires en 1927, a las pocas semanas se instala con su familia en Corrientes, donde vivirá hasta los 15 años. Afincado luego en la Capital, volverá a esa tierra que le inspirará los frescos más bellos y líricos. Desde la evocación de la infancia y la adolescencia, atravesando un paisaje único, hasta el encuentro con el gauchaje, los obreros y una tradición que siempre regresa al padre. Para rastrear las huellas más profundas de su autobiografía, basta atravesar los poemas de largo aliento donde aparecen un repertorio de caudillos, punteros políticos, indígenas, herencias afincadas para siempre en esas distancias mesopotámicas.

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“A veces veo en los sueños, desde un verde ventanal, un/ chasqui de guerra celeste y otro colorado, que se cruzan al/ pie del viento: ¡eso es Corrientes!”
En un emblemático reportaje de 1995 [Cófreces y Fondebrider], Madariaga comenzaba aclarando un punto álgido de la referencia insistente a la relación de su poesía y el paisaje correntino: “Ese es un tema que se presta a cierta confusión, inclusive hay interpretaciones mezquinas, otras equivocadas, otras académicas; requiriéndome atribuir una perspectiva de poeta nacional, que yo no acepto. No me siento encasillado en eso; ni fundacional tampoco. Creo que esa es una de las primeras cosas que hay que aclarar. Que mi relación es con un país natal, no con una nación, jurídicamente hablando. Sí con un país natal que ofrece posibilidades a la imagen, a las contradicciones; desde la cosa más realista hasta la cosa más religiosa, dentro del panorama americano.”
Pero esa marca indeleble, aparece ya en su primer libro de 1954, El pequeño patíbulo. No en los primeros textos juveniles: “… porque mi primera poesía surgió de un rechazo de todo eso, por haber estado en todo eso. Un rechazo de la imagen de mi padre…”, señala el poeta en ese mismo reportaje. Y agrega: “Claro que todo ese paisaje aparece en los primeros poemas, pero nunca en forma directa, sólo alguna alusión”. Y vuelven esos paisajes más tarde, claro, en lo que él llama “un tradicionalismo anárquico”.
Desde su país natal, criollo del universo, Francisco Madariaga forma parte de una generación de grandes poetas, bajo el sol enceguecedor del surrealismo, pero que fueron un paso más allá en las búsquedas formales y temáticas. Las amistades en esa ruta: Alfredo Martínez Howard, Olga Orozco, Edgar Bayley, Enrique Molina, y los mayores: Oliverio Girondo, Norah Lange, Aldo Pellegrini, figuras tutelares, de tertulia y vino. El largo abrazo de la Poesía los ha fundido para siempre en una foto canónica. Más acá, también su voz raigal emponcha a los más jóvenes. Diana Bellessi, Javier Cófreces, Arturo Carrera, Víctor Redondo, Cristian Aliaga, entre otros, suscriben su magisterio.
Ese repertorio de amistades –ese elogio de la Amistad, para ser más precisos– también aparecerá a lo largo de su poesía, en infinidad de evocaciones y dedicatorias, o las series compiladas en el libro de 1998 En la tierra de nadie. Como este poema que le dedicara a Olga Orozco: “Y ‘la extraña muchacha de párpados/ arcangélicos’/ custodiada por una rigurosa mulata,/ ¿adónde iba, en ese carruaje de los/ esteros?”
En 2009, prologando una bella antología de Ediciones en Danza, Un palmar sin orillas, su compañera la poeta Elida Manselli (fallecida en 2013) escribía una síntesis brillante del poeta y el hombre: “Adorador tácito, explorador de los antiguos gauchos y calladas mujeres, su poesía no es un azar, sino un riesgo lúcido de un paisaje joyante, peligroso y cargado de terrores que lleva finalmente al poeta a una serenidad de criollo cabal, contra el despojo del hombre genuino…”.
Consultado por este suplemento, su hijo el poeta Lucio Madariaga apunta, a raíz del acontecimiento de la edición: “Así como Miguel Páramo y su caballo han subsistido, así siento el arribo de esta obra reunida. Una sobreviviente. Hace unos años tenía un sueño recurrente: mi padre y yo a todo galope y en el lomo de su caballo tordillo blanco viajaba un chajá, suspendido. ¿Una brujita blanca? Qué lugar ocupa la obra de mi padre, es demasiado volátil como para saberlo. Tal vez un ensayo de respuesta sea el no lugar de una aparición.”
La esperada edición del sello de la Universidad Nacional de Entre Ríos, a cargo de la poeta e investigadora Roxana Páez, viene en dos tomos voluminosos [“la cajita feliz”, la llamaremos en la intimidad] y recoge, además de los libros editados, algunas curiosidades que evidencian un trabajo de años, una responsabilidad y un amor por Madariaga. Con atención, Páez reconstruye el camino que va del encuentro –con la obra y el hombre­– hasta la inmersión en las aguas que van a dar a esta estación lírica.
El pequeño patíbulo, Las jaulas del sol, El delito natal, Los terrores de la suerte, Tembladerales de oro, Aguatrino, Llegada del jaguar a la tranquera, Una acuarela móvil, Resplandor de mis bárbaras, País Garza Real, En la tierra de nadie, Aroma de apariciones, Criollo del universo… Summa poética. En ese encadenamiento, de título a título, se cifra la voz del poeta.
Abren  el primer tomo dos textos evocativos de la obra y la figura del criollo del universo, insoslayables: Diana Bellessi –Qué sos grande, mi cuñao…– y Arturo Carrera –El mago – aportan sus miradas particulares y subrayan la maravilla de su poesía. Bellessi dirá: “En la adolescencia entraron tus versos y nunca más se fueron, no, fueron creciendo en las olas de la poesía argentina y te colocaron en la cima para mí. Cuando me preguntan por un grande, Madariaga, les digo. Empecé hablando de vos y ahora te hablo a vos, porque un poeta de tu talla nunca muere y siempre se está tomando un mate con una. Mi maestro, aunque sé que no querrías que te nombrara así, mi maestro digo, y que la poesía lo refrende.”
En el segundo tomo, aparecen otras voces cruzando los resplandores bárbaros de Madariaga. Son cinco poetas “ensayando” textos críticos: los uruguayos Eduardo Espina y Silvia Guerra, y los argentinos Silvio Mattoni, Reynaldo Jiménez y el espléndido trabajo de Liliana Ponce, que constituye una verdadera perla en el volumen. La poeta destaca un contexto particular para pensar la obra toda: “Durante los años que enmarcan el momento en que Madariaga empieza a publicar –o se da a conocer en instancias de circulación más formal–, la poesía argentina (dejando de lado las características más individuales y diferencias territoriales) se estaba apartando del modernismo lujoso y exuberante de trazos lugonianos, y transitaba hacia un flujo estético articulado en una subjetividad sutil pero sostenida, y una inclusión del paisaje como materia directa y experimentalmente observada. Son los años del neorromanticismo.” Ese punto de partida, contextual y estético, es una buena llave para pensar una obra que, amén de los rótulos evidentes o visibles, se escapa, se va, no se encalla en las arenas de la sujeción teórica.  Completan el volumen un compendio amoroso de fotos de su álbum personal, testimonios de otros escritores.
La impronta de una ensayista como Roxana Páez –autora del libro Poéticas del espacio argentino, donde aúna las obras de Juan L. Ortiz y Madariaga– está en la brillante organización de cada tomo. Pocas veces las obras reunidas aportan una edición crítica, que contempla no sólo el trabajo de reproducir los libros tal cual fueron editados, sino también el cotejo de los manuscritos o las versiones dadas a un editor, que después serán corregidas o cercenadas. Para ese trabajo comparativo, la editora brinda al lector un material precioso: los “dactilogramas”, las hojas tipeadas en una –hoy vintage– máquina de escribir. Así también, aparecen los trabajos dispersos: los inéditos, los casi inéditos, los deseditados o los poemas publicados en libros ajenos.
En coincidencia con la presente edición, Espacio Hudson editó a comienzos de año un volumen que complementa y completa la obra de Francisco Madariaga: No soy ni la sombra de un crítico, recoge anotaciones, entrevistas, crónicas, reflexiones e intervenciones públicas. Lucio Madariaga fue el responsable de la selección. En una comunicación vía mail, el editor y poeta Cristian Aliaga anuncia la salida de otros volúmenes que permitirán un acceso acabado a una obra infinita.
La voz de Madariaga no es susurrante, no dice en voz baja, fluye como sangre, o como río. Y se indaga a sí misma: “¿Adónde está mi propio cancionero,/ y la mano que entreabría,/ levemente,/ al palmar?// Estoy a mil kilómetros,/ pero también escucho la vibración del/ mar”. Hay que prestar oído y dejarse llevar.
Francisco Urondo había escrito en Veinte años de poesía argentina, sobre Francisco Madariaga: “Estos poemas intentan nombrarnos; en alguna medida nos expresan. Procuran para nosotros, hombres, problemas, animales, cosas, una configuración: nos hacen, precariamente a veces, tomar una forma que es también una manera de tomar conciencia, de llegar a ella. Pienso que es así, una poesía necesaria”