CULTURA

Futurista en paisaje futurrústico

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Un género literario practicado con denuedo por escritores de grueso calibre es el de los malos entendidos que despierta la patria mexicana, ingrata maldición prehispánica de la que no se han salvado temperamentos tan lúcidos como Malcolm Lowry, D.H. Lawrence o Graham Greene.  Gracias a su intuición apabullante y seguramente por su extravagante condición de ruso, Vladimir Maiakovski fue prácticamente inmune a ese veneno.
No bien desembarca en Veracruz –tierra que supo odiar como nadie Jacques Soustelle– sus juicios serán categóricos: “Una costa insípida con casas pequeñas y bajas”. Acto seguido se sentirá defraudado por los indios, que distan bastante de su imaginación calenturienta alimentada por los apaches de Fenimore Cooper. A partir de entonces la realidad será un encadenamiento de decepciones que ubican al poeta futurista en el auténtico y aún vigente paisaje mexicano: lo futurrústico, algo a medio camino entre un infierno campesino y la Rusia prerrevolucionaria.

Conviene precisar que cuando el poeta visita México, cuya escena poética le pareció paupérrima (“gemidos y susurros que comparan a la amada con el león nubio”) el estridentismo ya ha publicado dos de sus obras señeras de mano de Manuel Maples Arce: Andamios interiores en 1922 –año de Trilce, el Ulises y La tierra baldía– y también Urbe, superpoema bolchevique en cinco cantos, traducido al inglés como Metrópolis por John Dos Passos. Acierta el ruso al aseverar que “la poesía impresa y, en general, cualquier libro bueno, no se vende” como sucede hasta el presente.
No se le escapa a Maiakovski el talante sanguinario de los mexicanos, que celebran con asombro a ocho columnas: “Hoy no ha habido asesinatos” cuando sucede el milagro. Intuye también la voluntad de títere de un gobierno sometido a los Estados Unidos, reducido a una colonia de los americanos y desentraña la realidad de la corrupta revolución mexicana, que resulta caricatura: “El revolucionario mexicano es cualquiera que derroque el poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate”.

Bebedor de tequila, observador de la fiesta brava –sólo celebra la faena cuando un toro destripa al torero– y sucinto descriptor de la enorme barriga de Diego Rivera, Maïakovski escribió postales de belleza auténtica que sorprenden por su humor y su vigencia. Por ello, sus palabras merecen un lugar privilegiado en la memoria de los ociosos, puesto que en México “todo estaba al revés. Jamás había visto una tierra así y ni siquiera pensaba que existiera”.

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