Patricia Highsmith prefirió vivir en Europa. Allí la respetaban como escritora seria mientras que en su país natal, los Estados Unidos, le habían pegado la etiqueta de autora de novelas, si no estrictamente policiales, de esa categoría difusa llamada crime fiction. Sin embargo, aun en las novelas donde un asesinato es crucial en la anécdota, como la serie cuyo personaje titular es Ripley, no hay intriga ni detección, sino una gélida mirada sobre la necesidad de matar que siente, y a la que obedece, un personaje culto, elegante, epicúreo. Graham Greene escribió que Highsmith había creado “un mundo propio, claustrofóbico e irracional, en el que cada vez que entramos nos sentimos en peligro”; la ensayista Brigit Brophy llegó a decir que era “un Dostoievsky cuyos dones incluyen el humor”.
Su primera novela, Extraños en un tren (1950), sólo obtuvo cierto éxito después de que Hitchcock la llevase al cine. Un año más tarde, la segunda debió sortear una carrera de obstáculos hasta llegar al tardío interés que obtiene en este momento Carol, el film de Todd Haynes, que la adapta. Fue rechazada por el editor de la novela anterior, según Highsmith, porque en su momento, en los Estados Unidos, resultaba inaceptable que la relación amorosa de dos mujeres tuviese un final feliz “o por lo menos que los personajes centrales intentasen un futuro común”, opinaba en 1990, “ya que antes de este libro, en las novelas norteamericanas los homosexuales, hombres o mujeres, debían pagar por su ‘desviación’ cortándose las venas, ahogándose en una piscina, haciéndose heterosexuales o hundiéndose, solos, sufrientes y despreciados, en una depresión infernal”.
La circulación de la novela ilustra sobre la sociedad en que se publicó y la forma en que fue leída. Con el título El precio de la sal apareció en 1952 firmada con el seudónimo Claire Morgan. Sobre esta decisión circulan dos versiones. Una sugiere que la anécdota reflejaba demasiado la relación de la autora con una mujer casada, y Highsmith prefirió tomar distancia pública con su vida privada. Otra supone que su agente literario le aconsejó no asociar su nombre, tras el éxito obtenido por la primera novela gracias al film de Hitchcock, con una “historia de lesbianas”.
El hecho es que El precio de la sal, ignorada en su edición original, anunciada como “una novela moderna de dos mujeres”, fue reeditada al año siguiente en libro de bolsillo por una editorial tácitamente especializada en lo que entonces aún se llamaba “el amor que no osa decir su nombre”, tema aludido con mucha prudencia por las ilustraciones de tapa de la colección; esta vez, la frase publicitaria fue “la novela de un amor que la sociedad prohíbe”. Y de esa edición, cuyo precio era 25 centavos de dólar, se agotaron más de un millón de ejemplares. Tres décadas más tarde, con el cambio de costumbres que sacudió a la sociedad norteamericana, la novela fue reeditada por Naiad Press, firma dedicada a la ficción lésbica. Sólo en 1990 apareció en una editorial mainstream, la inglesa Bloomsbury, como Carol, con el nombre de Highsmith y posfacio de la autora.
Los biógrafos de Highsmith han intentado identificar a las personas reales que sirvieron de modelo a los personajes de ficción. La autora se limitó a recordar que, en el momento en que trabajaba como vendedora en la sección juguetería de una gran tienda, quedó fascinada por la aparición de una mujer rubia en un abrigo de visón que eligió una muñeca para su hija y dejó nombre y dirección para el envío. Esa noche, la futura escritora redactó afiebradamente ocho páginas en su cuaderno de notas, apuntes para una ficción que correspondía a deseos no formulados. En su día libre tomó un autobús a New Jersey para buscar la casa de esa mujer, con la esperanza de tener aunque sólo fuera una visión fugitiva de ella.
Pero Highsmith nunca reveló si la vida “real” permitió realizar ese esbozo de ficción. En cambio, diversos testimonios evocan a una elegante y rica mujer de la alta sociedad de Philadelphia, cuyo divorcio a causa de su relación con otra mujer y la consiguiente pérdida de la tenencia de su hija fueron tema apenas encubierto de chismografía en los años 40, precisamente el período en que esa mujer fue amante de la autora.
Highsmith nunca disimuló su homosexualidad ni su alcoholismo ni un hospitalario racismo que sumaba el antisemitismo a una fuerte misantropía e incluso misoginia; prefirió, en cambio, confiar sólo a su diario que en un momento desorientado de su juventud acudió al psicoanálisis para intentar gozar en la relación sexual con un novio que pronto resolvió abandonar. Tuvo muchas relaciones pasionales con mujeres y una sola, fuerte, perdurable, con un hombre homosexual, el fotógrafo alemán Rolf Tietgens. Cuando una periodista pretendió que hablase del tema en una entrevista televisiva, Highsmith la detuvo con un seco “la honestidad la dejo para mis novelas”.