CULTURA
UN PASO AL FRENTE

Historia del arte y patriarcado

El siglo XX está lleno de “colaboradoras decisivas”, “musas inspiradoras” que a pesar de poseer una obra propia quedaron eclipsadas por las figuras de sus maridos/amantes, condenadas a un papel subalterno que es necesario revertir prestamente.

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Lee Miller retratada en la bañera de Hitler. | cedoc

Hacia el final de Barton Fink, el film quizás más oscuro y concentrado de los hermanos Coen, de 1991, su protagonista, un guionista contratado por Hollywood que sufre un bloqueo creativo, llama en mitad de la noche a la esposa de su escritor más admirado (un personaje fatuo y alcoholizado en el que apenas se esconde William Faulkner) para que le dé ideas que lo ayuden a superar la crisis, que ella, como buena hada madrina, le provee. En ese momento, descubre a la verdadera autora de los textos que más lo influenciaron y cuánto de farsante había en su admirado escritor.

La historia del arte en el siglo XX abunda en estas historias. Porque si bien fue el siglo que abrió el acceso de las mujeres al trabajo remunerado y a la educación superior, se ocupó de asignarles un lugar muy particular, que en buena medida, replica el que detentan dentro de la estructura familiar: el de “alma máter”. Así es como, recorriéndolo, nos encontramos con un ejército de musas/amantes/colaboradoras, en muchos casos, kingmakers, que a pesar de haber tenido una obra importante, a la hora de revalorizar, aún hoy, la crítica elige títulos como “una heroína invisible a la sombra de” o “el arma secreta detrás de”, “el ingrediente del éxito de” o “la sombra necesaria que justifica la luz del escritor X”, insistiendo en ese lugar subalterno del que parecería, sino imposible, muy costoso salir.

La pregunta que se impone es ¿qué fue lo que pasó con la obra de talentosísimas mujeres como Zelda Fitzgerald, la fotógrafa Elizabeth Miller –pareja Man Ray–, Alma Reville –la eficaz esposa de Alfred Hitchcock–, Gerda Taro –pareja de Robert Capa–, Gabriele Münter –amante de Vassili Kandinsky–, Lee Krasner, Elaine de Kooning, Lucia Moholy, Sophie Taeuber Arp, Varvara Steponova y muchas otras, que permaneció invisible por más de medio siglo? Si vivieron las mismas experiencias, formaron parte de los mismos movimientos de vanguardia y, en algunos casos enfrentaron los mismos peligros, ¿por qué su obra fue reconocida solo por especialistas, mientras sus pares hombres fueron conocidos masivamente por el público consumidor de arte y su nombre permanece en las primeras ligas del arte occidental? Los ejemplos, junto con el “redescubrimiento” de su obra, se multiplican.

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Resérvame el vals, la única novela que Zelda Sayre –más conocida como Zelda Fitzgerald–, publicó en vida, fue escrita en 1932 durante una de sus internaciones psiquiátricas por un diagnóstico de esquizofrenia (y reeditada recientemente por La Tercera Editora). Es una novela decididamente autobiográfica, donde la calidad literaria y la experimentación en la escritura nos muestran a una mujer que dejó de ser la musa alocada del gran escritor para convertirse finalmente en autora.

Escrita con una prosa trabajada con arabescos y descripciones de la naturaleza que recuerdan las imágenes art nouveau de Alfons Mucha, se revela como una de las mejores novelas sobre el exilio literario norteamericano, cuando París era literalmente una fiesta, los egos crecían junto con la fascinación por los dólares venidos del Nuevo Mundo y matrimonios como los de Francis Scott y Zelda inauguraban el modelo de pareja fascinante y explosiva que dominó la escena artística a lo largo del siglo.

Con una mirada que, pasada por el lente del feminismo, reflexiona sobre ese lugar poroso y permeable de las mujeres como sostén del marido e intermediaria de los hijos, recuerda algunos de los mejores textos de Virginia Woolf, sin perder el tono de la literatura sureña norteamericana, donde la familia puede ser el polvorín en el que descansan las tradiciones más arraigadas y una joven atractiva y coqueta, la protagonista ideal de la escena desbocada de entreguerras.

Lo cierto es que, rechazada por la crítica y descalificada por su famoso marido que dos años después publica Suave es la noche, su doble especular, (para Zelda, “un retrato de opulencia destructiva e idealismo malogrado”) su resentimiento fue creciendo a medida que su nombre desaparecía de los medios adonde enviaba sus colaboraciones, sus diarios íntimos eran utilizados literalmente para engrosar las ficciones de su marido y la inestabilidad emocional de ambos la iba confinando a ella a la locura y al ostracismo, mientras el alcoholismo no le impidió a él convertirse en el escritor famoso que todos conocemos.

El recorrido de Alma Reville, (según Anthony Perkins, el “brazo ejecutor” y la “fuerza instigadora” de su marido, Alfred Hitchcock) fue diferente. Nacida junto con el siglo, empezó de muy joven a trabajar en uno de los pocos estudios cinematográficos que había en Londres, donde aprendió el oficio de montajista y más tarde conoció al futuro compañero de arte y de vida.

Solo en los primeros años de trabajo en la industria fue la editora de seis películas, guionista de siete, asistente de dirección en tres y actriz en dos, y su carrera iba en ascenso hasta que el matrimonio la ubicó en el lugar de colaboradora y mano derecha de uno de los mejores directores de cine de la historia, al punto que, después de cada toma, él no seguía si no tenía la aprobación de ella, según cuenta “Hitch” en El cine según Hitchcock, la serie de entrevistas que le hizo François Truffaut.

Trabajando a la sombra del gran autor, fue, no solo, su condición de posibilidad (un lugar para estas mujeres que, por lo que parece, ya es un lugar común) sino la responsable de varias escenas icónicas de la obra de él como la aterradora escena de la ducha de Psicosis. Fue ella la que propuso incluir la música chirriante de violines con la que pasó a la historia del cine junto con su director, mientras que el nombre de ella –desconocido para el gran público– apenas sí aparece en los créditos de algunas de sus películas y como coguionista (otro de sus talentos).

Uno de los acontecimientos literarios del año pasado fue la publicación de los cuadernos de Enriqueta Muñiz, la periodista que investigó junto a Rodolfo Walsh los fusilamientos de José León Suárez y que derivó en esa obra maestra que es Operación masacre. Tuvieron que pasar sesenta años para que los neófitos conociéramos a la otra mitad responsable de la investigación, y si bien el libro siempre le fue dedicado, recién en el prólogo a la tercera edición, de 1964, el autor se encarga de aclarar que jamás podría haber llegado adonde llegó sin el trabajo de ella. Pero a pesar de los agradecimientos, el nombre de ella permaneció oculto detrás del gran autor, hasta el día de hoy.

Leyendo sus cuadernos nos encontramos con una jovencísima periodista (hija de la diáspora que el franquismo produjo de sus mejores capas intelectuales) que decidió correr los mismos riesgos que su compañero de trabajo en la editorial Hachette, donde traducía literatura medieval francesa y se encargaba de gran parte del proceso de edición, para meterse en el barro y lograr la publicación de la “bomba” que Walsh acababa de descubrir: los fusilamientos clandestinos que el jefe de la Policía de Buenos Aires había ordenado. La riesgosa investigación que ambos encararon, en el contexto de un gobierno militar, no significó lo mismo para cada uno. Mientras ella lidiaba con las restricciones familiares que podía tener una joven en los años 50, él carecía de limitaciones a la hora de moverse, asistir a reuniones en cualquier horario, a pesar de estar casado y tener dos hijas pequeñas.

Enriqueta Muñiz desarrolló una larga carrera dentro del periodismo, pero su participación en esta investigación, que fue creciendo en importancia a través de los años, fue minimizada por ella, según cuenta el editor de los cuadernos, el autor de Historia de una investigación, Diego Igal, al punto de quedar invisibilizada, el problema es que no solo ella la minimizó, y en todo caso, este gesto de autoexclusión no hace más que reforzar el lugar asignado a su género (y la muestra de que el patriarcado está más vivo que nunca).

Elizabeth “Lee” Miller, la primera fotoperiodista que entró en los campos de exterminio de Buchenwald y Dachau como corresponsal de guerra de la Armada de Estados Unidos (y de paso se sacó una foto en la bañera de Hi-tler en su casa de Münich) fue también una bomba sexual descubierta por el dueño de la revista Vogue, para la que posó en la primera publicidad gráfica de tampones. Pero su interés estaba en disparar la cámara y por ese motivo, en 1929, se fue a París con el propósito de conocer a Man Ray, del cual fue modelo, amante, colaboradora y socia, en ese orden. El grupo de los surrealistas la consideró su musa, lo que para nosotros significa que tuvo una participación muy activa en él.

Después de haber abierto su propio estudio siguieron trabajando juntos, por lo que muchas de sus fotografías le fueron atribuidas a él, así como el descubrimiento de la técnica de la solarización, que ella afirma haber descubierto en forma casual, pero que casualmente, pasó a la historia del arte como una marca inconfundible del estilo de fotografía surrealista de Man Ray.

La experiencia de la guerra le provocó estrés postraumático del que jamás se recuperó y vivió sus últimos años alejada del fotoperiodismo, como la esposa de un rico coleccionista de arte, al punto que su hijo descubrió el oficio de su madre cuando le tocó desarmar la casa familiar después de la muerte de ella. La muestra que por estos días se está exhibiendo en Málaga, España, Lee Miller surrealista, restituye parte de la autoría mal atribuida y da cuenta de las diferentes etapas de una obra arriesgada en muchos sentidos y de gran importancia para la historia del arte de este siglo, como la serie de retratos y fotos de moda, sus fotografías solarizadas o las atroces imágenes del fin de la guerra.

Otra pionera del fotoperiodismo, Gerda Taro o Gerta Pohorylle, tal su nombre de origen (una más entre los tantos vástagos de la cultura judía de izquierda que, escapados de Alemania, nutrieron el pensamiento occidental) fue la inventora del seudónimo Robert Capa que compartió con el fotógrafo André Friedman, otro judío exiliado, quien, después de separarse, se apropió del seudónimo con el que pasó a la historia como el fundador de la agencia Magnum.

Ambos cubrieron el frente republicano durante los primeros años de la Guerra Civil Española donde ella murió a los 27 años y su producción fotográfica conjunta, de difícil atribución, recién pudo empezar a clasificarse en el año 2008, cuando se encontró la famosa “maleta mexicana” con cuatro mil negativos realizados por Gerda, Capa y David Seymour, por lo que hoy se tiene una idea más clara de cuánto del trabajo de ella fue atribuido a él.

Varios especialistas en la obra de ambos, entre ellos, el español Fernando Peuco Valenzuela (quien ubicó el lugar exacto donde fue tomada la famosa foto “Muerte de un miliciano”), sostienen que su autora es Gerda y no Capa, ya que era ella la que usaba por ese tiempo la cámara Réflex Korelle con la cual fue tomada esa fotografía.

Una de sus biógrafas, Jane Rogoyska, autora de Gerda Taro. Inventing Robert Capa, sostiene que mientras él se iba convirtiendo en un prócer de la fotografía bélica, ella, se convertía en la mujer de Capa, pero que su figura se revalorizó en los últimos años y Gerda logró “hacerse un hueco en la historia de la fotografía”.

Las vanguardias históricas fueron momentos dentro de la historia política y cultural en los que el riesgo y la ruptura tanto en el orden de lo público como de lo privado fueron programáticamente ejercidos. Y una de las características cruciales del paso al mundo moderno es el cambio en las relaciones entre los sexos, señala la historiadora feminista del arte, Griselda Pollock, cuestión que se puede verificar en el grupo de Bloomsbury o de Montparnasse, donde las formas de unión entre los artistas fueron más experimentales que la mera pareja tradicional. Sin embargo, a la hora de asumir el nombre propio, las mujeres que tomaron parte activamente de estos movimientos, no compartieron cartel con sus pares varones.

Laszlo Moholy Nagy, se sabe, fue uno de los nombres rutilantes de la Escuela de la Bauhaus. Su aporte al diseño gráfico integrado a la fotografía fue central para convertir esa casa de estudios en la gran precursora de la comunicación visual. Junto con Lucia Moholy –primero su alumna y después su esposa– experimentaron diferentes técnicas fotográficas que quedaron registradas, cuándo no, a nombre de él. Pero ella, además, realizó una exhaustiva labor de documentación fotográfica de todos los aspectos de la vida en la Bauhaus, desde lo más doméstico hasta de los trabajos y diseños realizados, incluyendo retratos a muchas de sus más importantes figuras, por lo que difícilmente hubiéramos podido conocer los alcances de la producción de la Bauhaus sin su trabajo.

Cuando Hitler cerró la escuela y empezó la diáspora de sus docentes, Lucia le entregó todo el archivo fotográfico a su entonces ex marido quien, cuando le tocó huir, se lo confió al arquitecto y fundador de la escuela, Walter Gropius. Cuando éste se estableció en Estados Unidos, realizó varias exposiciones sobre la Bauhaus, usando las fotografías de Lucia sin citarla y sin devolvérselas, a pesar de la disputa que se generó entre ellos por esta causa.

Diversos fueron los motivos por los que estas artistas (una pequeña muestra de un estado de la cuestión que no es una excepción, sino la regla) quedaron relegadas a un segundo plano. Para algunas, su participación en la resistencia al franquismo o su cercanía al comunismo no les fue favorable una vez terminada la Segunda Guerra, cuando el campo cultural occidental quedó bajo el predominio de Estados Unidos. A otras las esperaba la psicosis, una manera, que ya es una tradición en la historia, de desactivar la potencia de las mujeres. Para muchas, ese lugar a la sombra fue el único lugar posible, al que solo queda poner en cuestión, es decir, politizar. Porque es en estos lugares intersticiales donde se juegan las batallas –y no tanto en los espacios institucionales del ejercicio del poder– allí donde se comprueban las marcas de un sistema que solo funciona diferencialmente, en el que unas son la condición de posibilidad de otros.