CULTURA
FUERA DE AGENDA

Imagenes prohibidas

De querer ser tan totales nos hicimos totalitarios. Y nos creíamos poseedores de una verdad científica.

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Los juguetes iban empaquetados junto a la luneta trasera del Plymouth 1946 de mi padre, aunque lo intuido no podía admitirse. Eran regalos de “los Reyes”, pero sabíamos que habían sido comprados en una juguetería de Mar del Plata.

Candidez imposible de comprender en términos actuales, aquélla era una vida previsible, armónica, asordinada. Años después, invierno de 1960, mis compañeros comunistas me invitaron a una protesta en la puerta del Colegio contra el peligro de invasión yanqui a Cuba. Yo fui el elegido para arrojar el cartel, impulsado por una cuerda atada a una manzana que servía como contrapeso. Nos juntamos unos 20, pegamos cuatro gritos y ahí fui, alumno de tercer año, al centro de la vereda y lancé exitosamente el cartel. “¡Fuera yanquis de Cuba! ¡Cuba sí, yanquis no!”, decía el trapo preparado por los muchachos de la Federación Juvenil Comunista, la FEDE.

Durante meses me cortejaron para incorporarme al “partido de la clase obrera”, pero una resiliente negativa me frenaba y les cerraba el paso. Había leído sobre Stalin y me espantaba el asesinato de Trotsky. La chatura totalitaria del PC no encendería mis pasiones ni canalizaría mi voluntad de actuar.

Esas tormentas existenciales cruzaban mis vivencias privadas. No sé cómo hicimos, pero por aquellas épocas la frontera no existía: lo individual era colectivo y lo colectivo era individual. El amor, por ejemplo, formaba parte de la batalla contra un mal genérico y poderoso cuyos tentáculos abarcaban los negocios, la religión y los militares. De querer ser tan totales nos hicimos totalitarios. Y asertivos: nos creíamos poseedores naturales de una verdad abonada por la ciencia.

Raquel, por ejemplo, me regalaba libros de Nicolás Guillén y yo le correspondía con poemarios de Gelman. Leíamos poesía entre cuatro paredes, teníamos 16 años y nuestros mundos de referencias familiares se nos hacían repudiables. Estudiábamos El arte de amar de Erich Fromm en un grupo del que formaba parte Lani Hanglin, pero además deglutíamos Del socialismo utópico al socialismo científico de Engels.

Antes de cumplir los 18 me juntaba con Pocho y otros en su humilde vivienda de Villa Jardín y zarandeábamos el Manifiesto de Marx, pero a la noche de ese mismo sábado nos preocupaba desmenuzar en un café cada fotograma de El año pasado en Marienbad, taciturno y obsesivo film de Malle. Nada era mejor, nada peor. Dato ¿antropológico?: navegábamos en un océano de relatos hoy incomprensibles. En cuarto año del Colegio, por ejemplo, le pasé a Jorge La revolución traicionada de Trotsky. A los pocos días, me replicó con un libro de Teilhard de Chardin, el gran filósofo católico.

Más allá de las anécdotas, esas miradas seguirían siendo similares cuatro décadas después: yo me deshacía de toda adscripción furibunda a paradigmas inmodificables, repudiaba ese inmovilismo temperamental que años después fue cobertura emocional de los mandobles autoritarios más feroces.

Una noche de comienzos de los 60 nos enfrascamos en uno de esos interminables debates sobre las órdenes de Perón y la obediencia que debían, o no, suscitar. Un joven teniente del Ejército, Francisco Julián Licastro, desvinculado de las Fuerzas Armadas y pasado al peronismo, gravitaba mucho en sectores combativos. En cierto punto, aludí en la pelea a quien décadas más tarde terminaría como funcionario de Domingo Cavallo. Lo llamé por su apellido, Licastro. Jorge, mi amigo católico y peronista, me cruzó con sus ojos encendidos de furia: “¡Licastro, no! ¡Compañero Licastro!”.

(En las elecciones de 2000 para jefe de Gobierno porteño, Cavallo llevó como candidatos a legislador a varios actuales puntales de Kirchner: Alberto Fernández, Víctor Santa María, Marta Oyhanarte, Jorge Argüello, Eduardo Borocotó, María Laura Leguizamón. En esa lista, al lado de Licastro, iba Elena Cruz de Siro).

Esa candidez de los dorados años 50 era una peligrosa navaja; ingenuidad adorable e intemperancia absoluta. Ese rasgo casi animal nos acompañó desde siempre, irredentismo embebido en desasosiego e insatisfacción perennes, enojo que cruzaba el tapiz de la vida, alineando, separando, bendiciendo y crucificando.

Pero antes, a los 23, ya bajo el primer techo autónomo de mi familia, me asomé a una existencia menos aviesa y más desprejuiciada. Los cursos de filosofía con Saúl Karsz demostraban una auténtica pasión por conocer. No leíamos autores como tales, sino textos específicos: Platón, Heidegger, Nietzsche.

Eran jornadas agotadoras y sublimes. Pero si me distraían las piernas de Silvia, las manos de Marta o los pies de Graciela, lo cierto es que Saúl primero y Santiago Kovadloff después me disciplinaron: había que leer, trabajar, preguntar.

Las redacciones periodísticas, además, estaban plagadas de escritores. Enrique Raab es mi primer editor. Lápiz en mano se sienta en las escalinatas del semanario Todo, la revista de Neustadt donde me hice periodista, y reformula mis artículos con dedicación, solvencia y afecto inolvidables. Peicovich publicaba poemas, Murray escribía sobre historia, Pandolfi redactaba ensayos políticos. Años después, era habitual que me topase con Walsh, Urondo, Casasbellas, Gelman, Bustos, Rabanal, Orgambide, Soriano. Las redacciones eran abigarrados destacamentos intelectuales con tipos fenomenales que se ganaban la vida con el periodismo, al que contemplaban desde miradas condescendientes y despreciativas.

Excepto algún protegido por el que Timerman sentía debilidad, no había estrellas. Alguna vez, ya en La Opinión, Jacobo escribió sobre uno de sus preferidos, hoy importante estrella del gobierno de Kirchner: “Es un genio un poco loco que hace lo que quiere”.

Al comienzo de los años militares inaugurados en 1966 por Onganía, hubo castigo para los desbordes laicos y libertarios en el mundo de la cultura y de la vida privada que tuvieron lugar tras la caída de Perón en 1955. En esa década prodigiosa el circuito de las artes visuales, el teatro, el cine y la música brilló, rutilante. La Comedia Nacional en el Cervantes, los cines de arte en la avenida Corrientes, la Universidad de Buenos en el cenit de la gloria del reformismo (Risieri Frondizi, Olivera, Fernández Long), la revolución estética del Di Tella de la calle Florida, las varias y deliciosas revistas que renovaban el periodismo, fiesta sin intervalos.

Una de las primeras ofensivas de Onganía fue contra el sexo. El tétrico comisario Margaride allanaba hoteles alojamiento para descubrir adulterios e informaba desde las comisarías a cónyuges cornudos sobre infractores descubiertos sin lienzos. La censura era cotidiana y estaba prohibido hacer el amor en los parques, como padeció en carne propia el pobre Nicolás Casullo, a quien las autoridades de entonces le dijeron, también, “Negro, c’est fini”.

¿Extraño aquellas patéticas penurias o reconozco en esa época una incandescencia venenosa que ahora me luce poco recomendable? A comienzos de los setenta, se publicó Aden Arabia, de Paul Nizan. El libro me arrasó: el francés escribió en aquellas páginas ígneas: “Tuve 20 años, que nadie me diga que es la mejor edad de la vida”.