Miguel Grinberg, 77 años, luce jovial, sereno y apasionado. Poeta, ensayista, periodista, activista contracultural y militante de la vida, su camino lo llevó a trazar lazos amistosos con figuras centrales del siglo XX como Allen Ginsberg, Thomas Merton o Henry Miller. La voz y la poética de Grinberg anclan en las fugas que recibieron el latido beatnik acá: el rock criollo, el discurso ambientalista, la espiritualidad ecuménica. La edición de Memoria de los ritos paralelos, su diario de New York de 1964 (Caja Negra) no es un mero ejercicio melancólico, un efecto nostálgico de la retromanía presente sino un acto presente en el linaje de la contracultura que aún persiste. Si no hay contracultura el mundo se muere, es el hálito necesario que opera como contrapeso de la domesticación social mayoritaria. En diálogo con PERFIL, el poeta repasó sus hitos, sus territorios fértiles: “Yo llego a Estados Unidos en febrero de 1964 como editor de la revista alternativa Eco Contemporáneo que comencé con Antonio Dal Masetto en 1961. Estaba familiarizado desde 1957 con la literatura de la generación beat porque soy bilingüe y los había leído en su idioma original. Establecí relación con Ginsberg a fines de 1959 pidiéndole autorización para publicar las traducciones de sus poemas que había hecho. En medio de esa vorágine comprobé que estaba gestándose en América Latina una generación afín a lo que yo estaba buscando, cercana al incipiente movimiento del rock argentino. Ahí entablé una amistad intensa con Ginsberg y fundé una red de poetas latinoamericanos que se llamó Movimiento Nueva Solidaridad. Luego hice amistad epistolar con Thomas Merton, una figura central de la espiritualidad del siglo XX, al que luego conocí, y con Lawrence Ferlinghetti, de la librería City Lights que estaba en San Francisco. Yo no pensaba ir a Estados Unidos, casi no tenía obra poética. Llegué a New York integrado por amistades”.
Un pasaje clave de su diario son las descripciones del embrión hippie, sus diferencias políticas y, sobre todo, su relación no exenta de discusiones con Allen Ginsberg: “Fue una amistad de toda la vida, nos hemos encontrado muchas veces en New York o en Boulder (Colorado), donde tenía su escuela de poesía. Yo no planeaba cuando entré a Estados Unidos ser un portavoz de la contracultura en América Latina. Nosotros éramos hippies antes de que existieran los hippies. No había un proyecto a instrumentar ni un plan. La transición de los beatniks a los hippies se da a mediados de los 60. Los primeros hippies aparecieron en la primavera de 1964 en New York y California. Lo que me molestó de ellos es que no esperaban un cambio general sino sólo que los dejaran coexistir en su gueto. Eso me parecía insuficiente como lealtad a la consigna de cambiar la vida y la sociedad no tomando el poder sino por contagio, por comunicación cuerpo a cuerpo. Esa fue mi polémica con Ginsberg, y él se molestó mucho porque no estaba acostumbrado.”
La diferencia entre el beatnik de los años 50, urbano, jazzero e individualista, y el hippie de los 60, comunitario, rockero y agreste, resultan un tópico que aúna en la tradición literaria estadounidense: “El espíritu de los beatniks y los hippies era análogo, muy compatible, lo diferente fueron las modas que surgieron a partir de ellos. La música de los beats era el jazz moderno, del ámbito de los hippies en cambio salió el rock progresivo, de avanzada, sinfónico”. Sin embargo, la lógica de la protesta abre en el presente un espacio para el diseño de lo nuevo y el poeta es consciente de ello: “En el siglo XXI, con internet en la mano, no podemos quedarnos simplemente en la protesta. La pregunta es qué queremos”.
El diario de Grinberg parece estar nadando en la lógica del deseo, su alusión directa o indirecta es palmaria en todo el texto: “Era el deseo lo que guiaba a los hippies, pero ellos estaban aislados en el gueto cuando en verdad tenemos el deber de ser agentes de transformación y de demostrar que es posible vivir de otra manera con el ejemplo de vida, porque es la única manera de que se imponga naturalmente y no a punta de pistola como en las revoluciones políticas. Esto es una discusión existencial y ética no un jueguito intelectual”. En ese sentido, la posición política del escritor se distancia del anarquismo, al que critica: “Yo me creía anarquista en una época, pero soy más un libertario en el sentido de lo que fue mi primer ídolo mundial: Albert Camus. Para mí El hombre rebelde es un libro de cabecera, sigue repiqueteando en mi corazón ese emblema que me hace ver todos los peligros del autoritarismo y de la omnipotencia revolucionaria incluyendo al propio anarquismo, que hizo cosas que no me van para nada. Estoy muy lejos de ser anarquista. Hoy soy un libertario heterodoxo”.
La pregunta por el lugar de la contracultura en el presente es de rigor. Si en los 60 era evidente, quizá esa exhibición haya sido su falencia, la tentación de dejarse llevar por el negocio. Sin embargo, para Miguel aún existe. Su pasar desapercibido tal vez sea su mayor fortaleza: “El espíritu contracultural permanece vivo, pero no se ostenta ni tiene aspiraciones monopólicas de la verdad, tiene una consigna diferente: pasar inadvertidos. Se aprendió del error de los 60 al querer salir en las tapas de las revistas y convertirse en un negocio más. Está corporizado en Argentina y el mundo por iniciativas múltiples y diversas, pero no tiene portavoces ni figuras míticas. Hoy está en situaciones, no en individuos”.