A fines de agosto se realizaron las jornadas sobre la nueva crítica en el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires (Macba), organizadas por el Centro de Investigaciones Artísticas (CIA) y este museo. Uno de los objetivos era discutir en distintas mesas y con la participación de artistas y críticos de varias generaciones sobre el desplazamiento de la figura del crítico como árbitro de la escena del arte y su reemplazo por la del curador, que más que un ojo crítico o una sensibilidad artística lo que tiene es una multiplicidad de habilidades prácticas que lo ubican, según planteaba la organización en su gacetilla, como “un intermediario cultural en el marco de las transformaciones estructurales en las relaciones entre las obras, las instituciones y los públicos”. Pero además de estas dos figuras, antes, o por lo menos así lo sugiere Revolución en el arte, el libro que agrupa los tres ensayos sobre arte que hizo Oscar Masotta hace ya medio siglo, que cuenta con una exhaustiva introducción de Ana Longoni, aparece el intelectual que, sin registrar las exposiciones de cada semana, se daba el tiempo para pensar el arte de su tiempo. Ese intelectual fue Masotta. En este escenario se vuelve pertinente preguntarse: ¿por qué lugares funciona la crítica? ¿Es lo mismo un curador que un crítico de arte? ¿Existen aún intelectuales que piensen el arte?
Jimena Ferreiro, por ese entonces directora del Macba, y Syd Krochmalny, de CIA, fueron los organizadores de estas jornadas. Pasadas un par de semanas y con la cabeza más tranquila tienen tiempo para evaluar las intenciones iniciales y los resultados finales de estas jornadas. Ferreiro necesita remontarse a cuando estaba recién llegada al museo y sentía que debía dar algunas señales de cambio institucional, “como de una nueva cultura curatorial”, y cómo con Krochmalny habían compartido intereses en algunas investigaciones académicas, que abordaban una serie de síntomas contemporáneos: una nueva textualidad y también nuevas problemáticas en torno al arte local, pero además la recuperación de ciertos legados críticos, “que aparecen en investigaciones de corte académico y también en exposiciones”, como de Masotta, Jorge Glusberg, Rafael Squirru, Marta Traba, Jorge Romero Brest y Juan Acha, todos referentes de la crítica de la modernidad que se cuelan, según ella, en las escrituras contemporáneas. Observaba que, a diferencia de los 90, cuando el circuito del arte y el circuito académico estaban escindidos, hoy hay un espacio de mayor confluencia, debido a que entre otras cuestiones “la academia está interesada en acercar sus investigaciones a tiempo presente”; todo esto la llevó a “asociarse con una institución de formación dirigida por Roberto Jacoby, quien siempre pensó en la práctica artística en un sentido radical, y volver entonces a tematizar sobre esta figura un poco anacrónica, que nosotros decimos que es una crítica (de)sujetada de la figura del crítico de antaño”.
Por su parte, Krochmalny recuerda que fue Ferreiro la que lo convocó para hacer las jornadas para trabajarlas en conjunto, y quizá ese llamado se debió a que venía escribiendo sobre la figura del curador como intermediador cultural, el ocaso de la figura del crítico, “o más radicalmente, la muerte del crítico; yo tenía unos trabajos de esa índole: ensayos y papers de investigación académica”. Desde hace diez años le parecía que había muy pocos críticos que sostenían un poder de legitimación tal que les permitiera, por ejemplo, “etiquetar expresiones artísticas”; esta figura comenzó a desvanecerse a nivel mundial y sobre todo en Argentina en la década de los 90. Para Krochmalny fue muy sintomático, porque se dio una especie de lucha entre algunos artistas y un sector de la crítica de la época: los textos de Jorge Gumier Maier, en ese sentido, que había escrito en la revista El Porteño y había sido curador del Centro Cultural Rojas siendo artista, marcaron un hito, porque la crítica se dividió, y hubo un sector que reaccionó y “ahí hubo una batalla entre una crítica inefable, es decir sin discurso, versus una crítica supuestamente discursiva, que piensa en la primacía del lenguaje sobre la obra”. Esa discusión duró varios años.
Y en esto influyeron muchos factores, entre ellos cosas curiosas, como que la Universidad de Buenos Aires no tuviera carrera de artes visuales y quedara “un poco marginada ante las letras o la literatura nacional, y eso es una cuestión histórica de trasfondo y de largo alcance”. Por otro lado, los textos académicos sobre arte en realidad eran historiográficos y obligaron a que los artistas se hicieran cargo de la crítica; son los mismos artistas los que fundan instituciones artísticas. Este artista y académico cree que el curador tomó las prácticas del crítico y también otras prácticas más, “como poder organizar exposiciones, recaudar fondos, seleccionar artistas y obras, darles un sustento crítico discursivo, y este nuevo rol adquirió primacía sobre la crítica de arte, dejándola marginada o más borrosa”. Pese a ello, fue muy importante la fundación de la revista Ramona en 2000, porque lo que hizo esta publicación fue darles un medio a los artistas para que ejercieran la crítica: “Es interesante que el mismo Gumier Maier le haya puesto el nombre a la revista, aunque como proyecto venía de antes, y ahí estaban Roberto Jacoby, Gustavo Bruzzone, Rafael Cippolini, Fabián Lebenglik y el propio Gumier Maier. Doblemente interesante fue el hecho de que al final Ramona terminó conectando canales: la crítica y la academia, que en los 90 estaban disociadas terminaron confluyendo”.
El artista y director de CIA Roberto Jacoby, que vivió con intensidad la escena artística de los 60, precisa que la crítica es un rubro del periodismo y recuerda que antes los personajes de la crítica eran normalmente escritores o poetas, “no había la crítica como cosa aparte”. Aldo Pellegrini era el líder del movimiento surrealista en Argentina; Rafael Squirru, poeta; Manuel Mujica Lainez, un gran novelista que trabajaba en el diario La Nación como crítico de arte; la excepción era Jorge Glusberg, que era un industrial fabricante de lámparas, y que se dedicó a la crítica en revistas semanales, como Primera Plana, pero después tuvo su propia sala, creó dos asociaciones de críticos, una nacional y otra internacional, y llegó a ser director del Museo Nacional de Bellas Artes. Se detiene en la influencia de Glusberg, el puente tal vez entre el crítico y el curador, que fue tal que virtualmente se apropió “de instancias de exhibición importantes, como quién decide sobre el envío a la Bienal de Venecia o a la Bienal de San Pablo”. Esa influencia, si bien se mantiene, hoy es más una trama entre galeristas y los críticos de los medios importantes, pero tallan los críticos porque al Estado le interesa que “el evento en cuestión tenga una nota correlativa, entonces en las cosas estatales siempre está el crítico de Clarín o el crítico de La Nación”.
En Sobre el arte contemporáneo, César Aira escribe que “la crítica usual del Enemigo del Arte Contemporáneo, que diría que estos farsantes que hoy se están haciendo pasar por artistas dependen de un discurso justificativo para hacer valer las tonterías que fabrican” ya no es así. Jacoby cree que los críticos buenos son precisamente aquellos que son capaces de hacer una obra de arte, porque ya no “se puede contar una obra con un lenguaje explicativo, que rebaja todo a la lectura de masas o a un esclarecimiento, o poner puntos de referencias”. Emmanuel Franco, que escribe sobre arte para revista Otra Parte, es uno de los que cumple con este nuevo paradigma; sus críticas son casi independientes a la muestra pero a la vez son sobre la obra. Este joven crítico cree que la crítica hoy funciona como un lugar de experimentación “donde se revisa, se cuestiona y se disecciona a la crítica moderna en pos de nueva producción analítica”. Este nuevo modelo, según él, cambia constantemente, “como un mutante que reniega de su tradición y se permite cruces inesperados”, incluso, como Agus Leal, usa la astrología para analizar una obra de arte, pero también periodistas especializados en música comparan “el discurso de una exhibición con la melodía de un concierto. Es decir, la crítica actual habilita a nuevas voces que vienen de lugares cercanos o inesperados. Afortunadamente ya no es necesario ser un especialista en arte para hablar sobre arte. El mundo contemporáneo clausura la idea de saberes específicos e iguala a cualquier agente cultural, a veces con consecuencias hermosas y otras un tanto catastróficas”. De los críticos actuales mencionados aquí vale la pena destacar a Claudio Iglesias, que ha recuperado la tradición del crítico como productor de libros de arte, y Alejo Ponce de León, un precursor en un nuevo modelo de crítica.
Ana Longoni, investigadora del Conicet, profesora de la Universidad de Buenos Aires y estudiosa de Oscar Masotta, coincide con la visión de Ferreiro y Krochmalny en el sentido de que la escena cambió en la década de los 90, pero no en la visión que tiene Jacoby de Masotta como “teórico que pensaba el arte”. Para ella, hasta esa década la producción crítica en sí aún podía entenderse como “pensar el arte”, tal como lo hicieron, por ejemplo, Masotta en los 60 y Gumier Maier en los 90. A partir de esta década las figuras que aparecían escindidas o desconectadas comenzaron a relacionarse, contaminarse y superponerse: “Las investigaciones universitarias pueden producir exposiciones, los artistas se sienten no sólo autorizados sino compelidos a escribir sobre arte, y creo que en esta radical reformulación y redefinición de roles, la (relativamente nueva) figura del curador ha generado un espacio lo suficientemente flexible como para cobijar trayectorias muy diversas”. Dentro de estas prácticas curatoriales hay algunas que han generado aportes importantes a nivel del pensamiento sobre (y desde) el arte. Para Longoni, un ejemplo de esto puede ser la exposición Objeto móvil (en Fundación OSDE en 2016), curada por el artista e investigador Santiago Villanueva, “que hizo visibles obras y autores poco considerados por el canon, poniéndolos en relación con obras más conocidas o reconocidas pero desacomodadas por una perspectiva nueva y un montaje arriesgado”. Otro ejemplo de curaduría que generó pensamiento fue la exposición en la que ella misma participó, Oscar Masotta, la teoría como acción (Museo Universitario Arte Contemporáneo, Ciudad de México, 2017), “que significó un trabajo colaborativo de cuatro años en torno al itinerario intelectual del argentino no sólo en relación con la vanguardia artística, sino también con la literatura, la política, la historieta, el psicoanálisis”.
Para Jimena Ferreiro, la figura del curador, sin embargo, no se convirtió necesariamente en un nuevo crítico: “Lo que sí pasó fue que hubo un proceso de migración en tanto que se reestructuraron el campo del arte y la economía del arte, y esa migración se produjo porque la asignación de fondos hacia la práctica curatorial descompensó cualquier posibilidad de vida material que quisiera o pudiera sostener un crítico”. El curador absorbió al crítico y esta vez no tuvo un contenido programático, de ahí que no sea un intelectual. Krochmalny concuerda y advierte que esa cuestión programática estuvo hasta principios de este siglo, “y la última cuestión de este tipo se da en el Rojas con Gumier Maier y en algunos curadores vinculados al activismo artístico, como Rodrigo Alonso”. Gumier Maier pasa a ser una figura clave para comprender los cambios en el arte argentino. Por eso Ferreiro recuerda que él venía precisamente “del periodismo cultural en los 90, de la crítica, transita el under, se institucionaliza en un lugar como el Rojas y se convierte en curador renunciando al discurso analítico, promoviendo un modelo de la empatía y la inminencia”. Otra figura no comparable a Gumier Maier pero con una importancia actual, porque implica otro corte, es la de Santiago Villanueva, que, según ella, califica como “el post curador artista”.
Jacoby, en cambio, no sólo cree que el curador ha reemplazado al crítico, sino que incluso al artista, de este modo el curador además de seleccionar y gestionar recursos, expulsa del paraíso: “En general el campo del arte contemporáneo, que se empezó a llamar así hace poco, por lo menos en Argentina, complejizó mucho el proceso; ahora hay muchos más actores. Antes de los 90 estaban los críticos, los galeristas, los artistas y los coleccionistas”. Los críticos que tenían alguna relevancia trabajaban en los diarios importantes, en radios o en revistas independientes, pero a medida que la escena del arte se fue complejizando comenzaron a surgir muchas categorías incluso de curador: ahora está el curador en jefe, “como si fuera el general en jefe del Ejército, pero qué quiere decir esto, que tiene una tropa de curadores rasos, adjuntos o independientes. El curador en jefe por lo general es alguien que ya no trabaja más, así como el general en jefe ya no combate”. Esta terminología militar le parece a Jacoby una “locura absurda” y se ocupa en los grandes museos. Pero también hay curadores que aparecen como académicos, que son quienes levantan el nivel, lo que es bueno, “porque si lo mirás bien, el curador no es nada, casi ninguno tiene título, creo que en Argentina hay un curador con título”. En todo caso a él no le interesa que tengan título, lo que de verdad le importa es que investiguen, porque se supone que el curador es alguien que toma un tema y lo estudia, a diferencia de antes cuando las pinturas se colgaban y punto, “ahora tiene una expertice, porque ha inventado la temática, ha estudiado a los artistas o a tal o cual movimiento”. A la hora de evaluar la calidad de los curadores, Jacoby responde que de los curadores cotizados en la escena del arte la mitad son buenos y la otra mitad, malos, “lo que quiere decir que hay algunos que no estudian, que no se hacen responsables de lo que hacen, que hacen treinta muestras en un mes”.