Conocí a Hien en junio de 2017. Luego de tres semanas en verdad agitadas, había decidido disminuir la marcha, recuperar el aliento; seguiría viajando, moviéndome, sí, pero en cámara lenta. La iniciativa me permitió conocer Hanói, no ya con el ritmo frenético de quien pretende abarcarlo todo, si no de otra manera, abrir las glándulas perceptivas y exponerlas al sol, sin buscar nada, encontrándolo todo. Por las mañanas me paraba temprano, cerca de la 7, para estirarme pasadas las 7.30 hasta el café Dihn, en el extremo norte del lago Hoan Kiem, y permanecer allí junto a la ventana hasta el mediodía. A las 9 en punto llegaba un muchacho de unos 15 años, lucía sandalias negras, pantalones marrones, camisa blanca con mangas cortas. Traía consigo una pila de diarios en inglés y en francés que depositaba en un dispenser dividido en compartimentos; los periódicos eran algo flacos, escritos con los codos, pero contenían información fresca de acontecimientos locales, imágenes de agencias internacionales y también alguna bajada de línea sobre la política y la economía vietnamitas (supongo que estarían financiados por las embajadas americana y francesa). De manera que pasaba así la mañana, entregado a la lectura; cada tanto abandonaba los ejemplares sobre la mesa. Y lo hacía solo para pedir otro café, o para perder la vista en el flujo citadino que se fragmentaba desde aquel rincón. El café vietnamita es excelente, por lo que bebía cuatro o cinco tazas de variedades y formas de elaboración distintas. Puedo decirlo sin temor a equivocarme: soy un especialista en café vietnamita.
Al tercer día de mi rutina regeneradora me lancé a recorrer el barrio antiguo, entramado de calles serpenteantes, engullidas por las motos y sus pitidos, el centro neurálgico de la economía, donde se puede comprar café, artesanías y obras de arte a buen precio. Se ubican ahí también varias agencias de turismo que ofrecen traslados y excursiones no solo a todo el país, sino a sitios cercanos que componen la ristra tripadvisor para el mochilero gringo: playas de Tailandia, templos de Camboya, vida nocturna en Kuala Lumpur. De uno de estos locales salió despedido un muchacho menudo que me abordó al verme pasar para venderme paquetes de todo tipo. Hablaba en inglés de forma fluida, sus conocimientos de geografía e historia eran notables. Exudaba litros de simpatía envasada. No solo terminé por contratarle una excursión de tres días en Halong Bay, si no que al cabo de casi dos horas de charla nos pasamos los teléfonos para combinar un encuentro e intercambiar experiencias.
A la mañana siguiente pasé a buscar a Hien por su casa. Antes de llegar incluso supe que quedaba en la mitad de cuadra (las numeraciones son complejas) porque desde la esquina podía vérselo a Hien ejercitando el espinazo en la puerta de su vivienda. Flexiones, torsiones, estiramientos. Tenía los brazos firmes, la quijada fuerte. Un físico atlético envidiable. Me invitó a pasar.
El rancho estaba instalado en un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca, en uno de los callejones que bordean una pagoda diminuta. El living estaba abarrotado de muebles antiguos y pinturas polvorientas que colgaban de la pared. Vivía con sus abuelos maternos. La viejecita era tuerta. Su ojo bueno, de color caoba. El abuelo era cojo. Había perdido la pierna en la guerra, pero sus comentarios al respecto recaían lejos de las trincheras. Repetía una y otra vez que había pasado un mes en un hospital militar pensando que de ésa no salía y viendo cómo los heridos que se podían mover (él no) les robaban los cigarrillos a los heridos que no podían moverse. Por lo demás era un encanto. Aquella mañana Hien me confió los dos sueños que le quitaban el sueño: vivir en París junto a su madre; competir en un Iron Man.
Esta semana recibí un mensaje de whatsapp. Bueno, en rigor un flyer. El número no estaba registrado en mi agenda, por lo que pensé en borrarlo restándole importancia, aunque atrajo mi atención la disposición de los colores, los números, y el nombre de Hien en la parte inferior. Tardé unos segundos en comprenderlo. Se trataba del resultado de una competición: “Finish time: 12:10:37 / Iron Man / Tallinn / Estonia”.
Me alegró saber que había abrazado uno de sus sueños. Le pregunté si también había conseguido instalarse en París. Todavía no contestó mi mensaje.