La Biblia es el único libro escrito por Dios, por el Espíritu Santo, la más misteriosa de sus personas. Esa escritura divina impulsa a los cabalistas, que buscan la Verdad escondida en el texto de las Escrituras, el sagrado Nombre de Dios. Como dijo Borges, el “terrible nombre que la esencia cifre de Dios, (…), en letras y sílabas cabales”. (El Gólem.)
A Borges le fascina esa escritura divina, dictado secreto que se percibe también en el poema dedicado a quien consideró uno de sus maestros, Rafael Cansinos Assens: “Bebió como quien bebe un hondo vino los salmos y el cantar de la Escritura y sintió que era suya esa dulzura/ y sintió que era suyo aquel destino./ Lo llamaba Israel. Íntimamente la oyó/ Cansinos como oyó el profeta en la/ secreta cumbre la secreta voz del Señor/ desde la zarza ardiente.”
La imagen a que nos enfrenta Borges es la voz de Dios que se oye en el alma, como la oyó Moisés desde la zarza ardiente. Cabe el recuerdo de esa imagen escalofriante, cuando Moisés está cuidando las ovejas de su suegro, Jethro, y ve una zarza que arde sin cesar. Moisés se acerca con curiosidad y terror. Desde la zarza se oye una voz que emite el célebre mensaje, “¡Quítate las sandalias porque estás pisando suelo sagrado!”. (Los pies son símbolos del alma para hebreos y griegos.)
La voz es Dios que le habla al alma de Moisés. Dios le está dictando, y le seguirá dictando la salvación de los hebreos del sometimiento egipcio y su conversión en el pueblo de Israel, que nace después de vagar cuarenta años por el desierto. Recordemos que Moisés tiene gravísimas dificultades para hablar, derivadas de haber quemado su lengua con una brasa ardiente en su más tierna infancia.
En “La vindicación de la Cábala”, nos dice Borges: “Es evidente que su causa remota es el concepto de la inspiración mecánica de la Biblia. Ese concepto, que hace de evangelistas y profetas, secretarios impersonales de Dios que escriben al dictado”. En la Cábala, el Dios que dicta es “En Sof”, un Dios impersonal, misterio inabarcable, la “nada infinita”. Contradicción en los términos, inaprensible por nuestra razón, el inicio, “el principio, (…) cuando las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”, la nada, el caos que preexiste a la Creación.
O como lo expresa la Tradición: Dios es Aleph, la letra que no tiene sonido, porque todo, también el alfabeto –base y origen del lenguaje–, comienza en su propia negación. Como el célebre primer motor inmóvil de Aristóteles. Maravillosa metáfora del hebreo, donde el alfabeto afirma que todo lo que existe tiene su origen en la propia contradicción. En el caos. Y así los sonidos de nuestras letras comienzan con el silencio de Aleph.
La Cábala trataba de averiguar el nombre secreto de Dios, a partir de las palabras de la Biblia, aun cuando este nombre oculto de Dios no se puede averiguar. Como hemos visto, La Cábala parte del supuesto de que el lenguaje aparente de la Escritura está “cifrado” y que podemos descifrarlo con la matemática, otra forma de ser del lenguaje de la representación. En efecto, los números significan la extensión, son una manera de ser del concepto. ¡Pero cuidado! Con los números también se pueden construir metáforas, la matemática pueden ser también un instrumento de la poesía.
Así que en la Cábala encontramos el misterio y la metáfora, como formas de aproximarse al misterio. Porque En Sof y Aleph son simplemente metáforas, son mensajes que están atrás de los mensajes y aunque están hechos con números, imágenes y palabras, se comunican con el alma, trascienden esas imágenes y palabras, nos acercan algo al misterio que jamás vamos a poseer.
Corresponde señalar que lo más cerca que hemos llegado al Nombre de Dios es a “Yahveh”, una mera exclamación. En efecto, Yahveh significa “¡Oh Él!”, que no es un nombre porque no nos ha sido dado pronunciar el sagrado Nombre de Dios. Borges también, Borges pasa su vida escribiendo metáforas, que nos hacen llegar más cerca del misterio, aunque nunca vamos a llegar. Es el infinito el que determina la unidad, como en “El Aleph” de Borges.
Es el nombre oculto, Shem Hamephorash, el misterio inasible que dicta el Universo y al que solo podemos referirnos con metáforas, porque nuestro lenguaje no alcanza para abarcar la eternidad. Por eso en “Juan, I, 14”, Borges dice que Dios dice: “He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera;/no será nunca lo que quiero decir,/ no dejará de ser su reflejo./ Desde mi Eternidad caen estos signos”. Para Borges y para la tradición de la Cábala, los hombres somos amanuenses imperfectos de Dios, porque nuestro lenguaje de representación no alcanzará jamás la Verdad.
En “Del culto a los libros”, Borges cita a Francis Bacon, quien dice que Dios nos dejó dos libros, las Escrituras, que revelan su voluntad, y la Naturaleza, que revela su poderío. De modo que también el Universo es un libro dictado por Dios, como surge claramente del Génesis, el que Dios “dicta el cosmos” creando con la Palabra. Como vimos en La Cábala, las Escrituras –si bien aparentemente están plasmadas en nuestro lenguaje de representación–, ocultan detrás de sí el lenguaje adánico perdido, el Shem Hamephorash, el nombre oculto de Dios, al cual ya hemos aludido.
Los cabalistas creyeron que ese lenguaje adánico podía ser recuperado. Y lo mismo sucede en la literatura. Debe tomarse en cuenta la diferencia que existe entre Oriente y Occidente respecto a los libros. Los libros de Oriente son creaciones de Dios, dictados del Espíritu Santo, objetos a los que se rinde culto. En cambio los libros de Occidente, refieren a la memoria, a Mnemosyne, madre de las Musas, hija de Cronos, el Titán del tiempo. Así los libros son invenciones del tiempo destinadas al recuerdo, a la negación del olvido, burdo remedo de inmortalidad.
En ninguno de los casos hay “creación”. En un caso el único autor es Dios, en el otro se trata de representaciones del ciclo, imitaciones que la memoria produce de la verdad, como los recuerdos que tenemos de la caverna platónica. Borges tampoco cree en nuestra “creación”, los hombres no podemos crear, porque la creación es “ex nihilo”, su punto de partida, si así podemos llamarlo, es la infinita nada.
Solamente podemos “inventar”, o sea transformar, recordar lo que ya existe. De modo que, como en “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuando creemos que ponemos algo nuevo en el mundo, cuando creemos que “creamos”, sólo repetimos algo que existió y hemos olvidado. Para Borges sólo somos amanuenses, intérpretes de la tradición que nos dicta y no hacemos más que producir reflejos, como las imágenes de los espejos, o ideas que se repiten cíclicamente sin agregar nada.