CULTURA

La clemencia insoportable

Mientras estudiaba en Cambridge a fines de los 70, Bill Buford encontró por casualidad un número de la revista Granta que, degradada, sobrevivía como una publicación marginal.

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Mientras estudiaba en Cambridge a fines de los 70, Bill Buford encontró por casualidad un número de la revista Granta que, degradada, sobrevivía como una publicación marginal.

Cuando se enteró de que el director de entonces se había fugado con el poco dinero que quedaba en caja, Buford comenzó a trabajar, entre exámenes, para reflotarla. Publicó su primer número en 1979 y, con el tiempo, construyó un espacio privilegiado donde leer reportajes, crónicas y narrativa breve. Luego, desde 1983 y una vez cada diez años, Granta se reinventó como agente de promoción y legitimación, descubriendo y señalando los escritores más relevantes del futuro inminente. La selección se realizó en 1983, 1993 y 2003. La primera lista incluyó a Salman Rushdie, Martin Amis, Julian Barnes e Ian McEwan; la segunda, a Tibor Fischer, Hanif Kureishi y Will Self; y la tercera a Zadie Smith, Sarah Waters y Toby Litt, entre muchos otros. Treinta y un años después, Granta –ahora dirigida por Ian Jack– funciona como un certificado de calidad en Inglaterra y los Estados Unidos, algo así como el ISO 9000 de la literatura anglosajona. Y hoy es una revista trimestral en formato libro que imprime 70 mil ejemplares y cuenta con un sello editorial propio, Granta Books.

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En 2004 se lanzó Granta en español, siguiendo los mismos parámetros de diseño, aunque orientada a los lectores en lengua castellana. La tirada es mucho menor (unos 4 mil ejemplares), y acaba de aparecer el séptimo número de la colección –los seis anteriores, con textos de César Aira, Martín Caparrós, Tomás Eloy Martínez, Philip Roth y Saul Bellow, no llegaron a distribuirse comercialmente en la Argentina. La contratapa de este último número advierte: “En un mundo casi aplanado de tanto recorrerlo repleto de turistas, extranjeros o invasores por doquier, aún hay ocasiones, sobre la marcha, para sorprenderse o decepcionarse con lo antiguo y con lo nuevo”. Si la venta es algo ambigua, y el libro adolece de la falta de un prólogo que explicite sus intenciones, la inclusión de algunos artículos resulta directamente forzada.

Aunque, hay que decirlo, son piezas de colección, como el fragmento del diario de Susan Sontag y el magistral relato de zombies de Roberto Bolaño.
El cupo de piezas a destacar se completa con el relato de Geoff Dyer (Inglaterra, 1958), y con la incorrectísima historia del escritor y periodista Héctor Abad Faciolince (Colombia, 1958). Narrado desde el punto de vista de un exiliado latinoamericano en la Roma de los 80, el relato es el reverso exacto del discurso hegemónico actual. El personaje, un desplazado por la violencia en su país natal, vive de la “generosidad” de la comunidad de exiliados y de organizaciones como Amnesty Internacional. “Amnesty necesitaba de nosotros como las Damas de Caridad de sus pobres. Pero yo no aguantaba su clemencia, su aire de conmiseración. Odiaba sentirme un espécimen etnográfico.”

El colombiano está siempre al borde de la ruina, y sabe lo que es vivir con la muerte en los talones, pero no se resigna a aceptar la ayuda de las almas caritativas europeas: “Me veía como un payaso, representando un papel trágico ante un auditorio que intentaba curar su mala conciencia con su atención compungida”. Y no ahorra ataques a los exiliados más insoportables; según él, los argentinos y los chilenos: “Aprovecharme de mi desgracia para sobrevivir, eso era lo más horrible. Lo mismo que mostrar una llaga y mendigar en una esquina. ¿Habrá algo peor que intentar sacar algún beneficio de la propia misera?”, se pregunta. ¿Lo hay?