No son pocos los escritores que entregan una producción literaria reflejo de un profundo cruce de culturas. Un punto de vista que solo enriquece, abre puertas y permite ver más claramente cómo somos en realidad. La distancia siempre se expresa al mismo tiempo que la hermandad. ¿Será eso lo que nos hace humanos? La obra de Rachid Benzine –que nació en Kenitra, Marruecos, en 1971, pero a los 7 años emigró con su familia a Francia– da certero testimonio de esta realidad y de lo que significa, tanto para quienes llegan portando su historia a nuevas tierras como para quienes resultan sus anfitriones.
Si bien Benzine tiene una extensa labor académica como islamólogo, centrado en la hermenéutica coránica (interpretación del Corán) liberal contemporánea, es decir, en la visión del islam que pone en valor los derechos humanos, la igualdad de género, la diversidad en cuanto a las creencias religiosas y la libertad de conciencia, su breve obra literaria y en especial Así hablaba mi madre, la nouvelle publicada recientemente por Edhasa, da cuenta con sutil sensibilidad de lo que significa y cuesta vivir en un ámbito intercultural, logrando a su vez universalizar un relato extremadamente íntimo que a todas luces resulta autobiográfico pero que no lo es. O por lo menos no completamente aunque –dice el autor— “en la ficción, siempre encuentras un poco de ti mismo”. Benzine se siente “muy cerca del narrador en su viaje y sus preguntas... forma parte de la generación que ve envejecer a sus padres inmigrantes en Francia y para la que es impensable meterlos en una residencia de ancianos. El narrador vuelve a vivir con su madre para cuidarla y acompañarla a terminar el viaje, como dice la canción La vieille dame, de Sacha Guitry. Es una inquietante maraña de vergüenza, tristeza, amor y felicidad que se puede sentir al acompañar a un padre en su vejez”. Esto le permite “abordar el tema de la vulnerabilidad de un cuerpo que envejece, en este caso el de la madre. Rendir homenaje a todas esas madres analfabetas que tuvieron que enfrentarse a mundos desconocidos para llevar a sus hijos a lo más alto” y, a través de esta novela, quiere “inscribir en la memoria y en la historia de la sociedad francesa la historia de esta generación de inmigrantes, de todas esas vidas que se han vuelto invisibles porque no pueden ser escuchadas”.
Entonces, hay que hacerse oír. Hay que buscar la mejor forma de levantar la voz. El propio planteo de la novela: un hijo que le lee en voz alta a su madre, aventura una manera de hacerlo estableciendo una suerte de teatralidad que involucra al lector, incluso al punto de provocarlo a repetir la experiencia.
Durante mucho tiempo, la primera parte de su vida, podríamos decir, Benzine se dedicó a la investigación académica publicando innumerables ensayos y artículos. No fue hasta 2015 que probó suerte en el teatro con una obra que escribió y dirigió: Cartas a Nour. “Se trata de un intercambio epistolar entre un padre filósofo y su brillante hija, estudiante de Filosofía y Ciencias Religiosas, que se ha ido a Irak para unirse a Estado Islámico. Había realizado una investigación en prisiones con yihadistas que habían salido a hacer la yihad y habían vuelto a Francia. Intentaba entender qué les atraía de la narrativa teológico-política propuesta por Daesh. Solo trato de entender. Tras los sucesos del Bataclan (atentado terrorista en el que murieron más de 130 personas), el debate se hizo cada vez más difícil. La complejidad y los matices ya no tienen cabida en el espacio público y mediático”. “Los análisis políticos y sociológicos son necesarios, pero en un momento dado me pareció que no nos permitían encontrarnos, hablar entre nosotros, cada uno aferrado a su posición en un clima cada vez más exacerbado y divisivo. Con este libro, en el que el amor filial hace que el vínculo no se rompa nunca entre dos personas cuyas ideas son radicalmente opuestas, hemos podido, durante las representaciones y los encuentros, conmover a la gente, hacerle tomar la medida de la complejidad de las cosas, permitirle comprender lo que pasa por la cabeza del ´enemigo´, que no puede reducirse a un bárbaro o a un loco. Cuando me di cuenta de lo que podía conseguir la ficción, quise seguir explorando este género sobre los temas que me interesan. Una retórica de lo sensible al servicio del sentido. El teatro y la literatura tienen esta capacidad de trastornar nuestro imaginario y nuestras representaciones”.
Y si el Teatro (así diferenciado con mayúscula, como le gusta definirlo al filósofo Alain Badiou) tiene ese poder de trastocar el tiempo y el espacio pero por sobre todo de llevar una experiencia personal –incluso muy íntima– a una dimensión político-social, también resulta permeable –como toda la literatura– al camino inverso, es decir: a dar cuenta de los procesos racionales de quien escribe, en este caso el politólogo y el islamista, quien es taxativo cuando dice que siempre intenta partir de lo que ve, de lo que siente. “Luego investigo sobre el tema que quiero escribir. Trabajo en los archivos, hago entrevistas. Como si estuviera escribiendo un artículo científico. Después me desprendo de todos estos análisis y trabajo en lo íntimo. Encuentro personajes capaces de encarnar una historia universal. Cartas a Nour, más allá del yihadismo, es sobre todo una increíble historia de amor entre un padre y su hija. Así hablaba mi madre trata ciertamente de la vejez, pero es sobre todo una historia de amor entre una madre y su hijo. Para mí, la intimidad es política. Y aquí es donde quizá se unen mis análisis como investigador”.
Como sucede siempre con una producción artística que se precie de tal, toda limitación de lectura a su condición social o sensible es precisamente eso: limitada, siempre habrá algo más allí, al acecho, que hará pedazos cualquier especulación académica. Algunas veces aparece como una extrañeza o una atmósfera que nos traslada a otro estado de la conciencia; otras, abriendo un panorama moral –ético– pero pocas, y este es el caso, como una operación más compleja que trabaja en ambos planos. Es en ese sentido que la elección de La piel de zapa, de Balzac, como lectura recurrente de la madre, que el hijo realiza cotidianamente cuando está a su cuidado, adquiere gran importancia. Hay aquí una intención aleccionadora –en el mejor sentido– que va un poco más allá al poner en juego que “el pensamiento es la clave de todos los tesoros” y que la locura no es otra cosa que un exceso en el poder y el querer.
El propio origen de este –¿podemos llamarlo?– “recurso literario” adoptado por Benzine habla a las claras de las múltiples capas de significación que lo componen: “Cuando era adolescente, me atrajo el título de esta novela de Balzac, que no entendía. Al asociar el dolor con una piel, lo encontré muy hermoso y extraño a la vez. Más tarde comprendí que no debía entender el disgusto en el sentido de la tristeza. El término procede del turco sagri, que significa la piel de un animal, en este caso el burro, y el cuero que se preparaba con ella. En el siglo XVI, la lengua francesa lo tomó prestado como sagrin, luego chagrin. Un cuero es chagrinado para darle un grano. Este cuero granulado tiende a encogerse a medida que envejece. Balzac hará de esta expresión una novela filosófica sobre el deseo, el ímpetu vital que se marchita como este cuero, La piel de la pena, piel de asno es una metáfora del paso irrevocable del tiempo. También me atrajo la presencia en la novela de un cuento oriental que el héroe de Balzac descubre. Como hijo de un inmigrante, estaba orgulloso de encontrar una parte de mi cultura en la literatura francesa. Es un cuento que plantea la cuestión de cómo vivir, y por más tiempo. El anciano con el que se encuentra Rafael, el protagonista, aboga por un sacrificio de la ´voluntad´ y del ´poder´ en favor del ´conocimiento´, una elección presentada como razonable, basada en el dominio del deseo, de las pasiones (la ´voluntad´), y en la renuncia al disfrute de los sentidos, del ´movimiento´ (el ´poder´), grandes consumidores de una energía que para cada uno está contada: ´Querer nos quema y el poder nos destruye; pero conocer deja nuestra débil organización en un perpetuo estado de calma´, dice Balzac”.
Pero sin lugar a duda brota en Así hablaba mi madre una profunda pulsión en Benzine que lo obliga a dar, aun, un paso más. O mejor dicho dos. Por un lado, un marcado interés por profundizar en las cuestiones culturales haciendo eje en una lectura muy diferenciada y filosófica del islam que lo lleva a poner en debate valores que pueden considerarse –erróneamente– como inmutables o sagrados. Por otro hay un sostenido interés en dar una clara “visión de clase” en tanto el lugar socioeconómico que ocupamos en la sociedad, aunque, es justo decir, desde una mirada menos rígida que el acostumbrado antagonismo, ubicándose en el lugar al que nos ha llevado el camino transitado.
Por eso, aunque la mayoría de sus obras trata sobre el islam y su interpretación, aquí se ha querido alejar de él. “Quería hablar de esas pequeñas historias que conforman la gran historia pero que a menudo son invisibles porque se hacen inaudibles. Así hablaba mi madre es un libro sobre la gratitud, sobre la reconciliación. Hablo de la injusticia y la humillación, pero no lo convierto en un libro sobre la lucha de clases. La lucha de clases está relacionada con nuestras etiquetas, con los roles y funciones que asumimos en la vida. Y, efectivamente, cuando nos vemos solo a través del prisma de estos trajes ´sociales´, podemos sentir distancia: es lo que siente el hijo por ser un ´tránsfuga´ de clase. Se trata de un hijo y de su madre, un hombre que vela por la mujer que lo ha parido y una mujer cuya vida depende de la presencia de este hijo. Sea cual sea el camino que haya tomado este hijo, profesor universitario, al final solo es un niño junto a la cama de su madre. Y luego hay un ritual diario en el libro que sella esta reconciliación: es el momento en que lee a su madre Peau de chagrin, de Balzac, un momento que la madre pide cada día, aunque conoce el libro en sus más mínimos detalles. Para mí, es un regalo que la madre hace a su hijo, una forma de unirse a él donde está ahora, en el mundo de las letras y los libros. A veces, cuando nos hemos alejado del mundo de los nuestros, sufrimos porque sentimos que ya no pueden entender ni compartir lo que hemos llegado a ser. Mediante este ritual, la madre alivia este sufrimiento yendo al encuentro de su hijo allí donde se encuentra. Estos dos seres se reúnen por su invencible amor filial y por esta reconciliación de sus mundos a través de un libro”.
Benzine se declara más lector de ensayos que de ficción y entonces sus referencias son filosóficas: desde Paul Ricoeur o Jaques Derrida hasta Michel de Certeau... aunque en lo que respecta a lo literario estrictamente también cita a Stefan Zweig y un poco a Albert Camus.
Siendo consecuente con su pasión por el teatro –“me gusta mucho el teatro porque te permite conocer al público e intercambiar emociones con él. El teatro humaniza”–, actualmente trabaja en una adaptación de Así hablaba mi madre para la escena, como también para el cine. En cuanto a la literatura, está trabajando en el silencio de los padres. “Cómo podemos construirnos a nosotros mismos cuando hemos tenido un padre silencioso”.
"Así hablaba mi madre" (un fragmento)
Rachid Benzine
A través de las canciones también descubrí su apertura mental. Aveces, en efecto, se dejaba llevar por una observación espontánea en el medio de un texto que a nosotros se nos había escapado. Así, cuando Charles Aznavour interpretó por primera vez en la radio en 1972 Comme ils disent (Como dicen) soltó un simple: “Alá hizo a la gente como es. Aunque sean homosexuales, siempre los amaré a todos por igual”. Yo solo tenía seis años y no entendía el alcance de sus palabras. Pero me quedó claro que mis hermanos no la entendían así. Incluso hoy tengo la impresión de que mi madre era más moderna en su visión de la vida que lo que mis cuatro hermanos juntos jamás han sido. Si el significado de Comme ils disent me tenía sin cuidado, en cambio, cuando del mismo autor ella cantaba La mamma, me escondía instantáneamente bajo la mesa. Para que ella no viera las lágrimas que caían a mares por mis mejillas sin que lograra contenerlas. Esa canción siempre fue un tabú para mí. La más mínima evocación me recuerda todavía el profundo desconcierto en el que me sumergía, contrariamente a las escenas de El enfermo imaginario, que mi madre actuaba para nosotros habitualmente y a las que yo apenas daba crédito. No tenía ganas de ver en casa esas trágicas circunstancias, ni familia proveniente del sur de Italia ni padres que de todas maneras no se habrían desplazado de Zagora. Y mucho menos ahora, en estos instantes en los que la escucho respirar con dificultad y en los que vislumbrar la vida sin ella me parece en efecto algo ineludible pero siempre completamente insoslayable, indignante, desgarrador. Y, para decirlo todo, imposible de superar.
(…)
Entre todos los programas musicales que mi madre miraba con entusiasmo, sus preferidos eran sin ninguna duda los que le daban mayor protagonismo a Sacha Distel. Desde la muerte de mi padre, cuyos retratos colgaba por todas partes en la casa, creo que estaba secretamente enamorada de él. Además, fue tal vez con ese cantante con el que mejor aprendió francés. No se perdía ninguna de sus apariciones en la tele. Tengo la impresión de que su éxito Toute la pluie tombe sur moi (Cae la lluvia sobre mi cabeza) fue escrito para ella. Creo que mi madre lo interpretó en todos los escenarios del mundo: en su cocina, en su cocina y en su cocina.
Un día le dimos una flor de sorpresa con mis hermanos. Era el 27 de mayo de 1977. La fecha exacta de los 50 años de mi madre. Por una casualidad extraordinaria, Sacha Distel se presentaba ese día en el Ancienne Belgique, una mítica sala de conciertos, en el Boulevard Anspach, en el centro de Bruselas. Mis hermanos juntaron el dinero para pagar su entrada y la mía. En primera fila. Yo solo tenía 11 años. Un verdadero regalo insospechado ya que mi madre recién descubrió el destino de su velada una vez que estuvimos frente al edificio.
Nunca vi a mi madre tan feliz. Radiante. Deslumbrante. No me alcanzan los superlativos. Y nunca la vi tan liberada. Cantando a viva voz, con su acento marroquí, todos los temas que el cantante interpretaba. Animada, sin duda alguna, por las centenas de espectadoras encendidas que cantaban al unísono.
Me acuerdo de ese momento extraordinario en que Sacha –que probablemente había acabado por oír a mi madre y su acento imposible en medio de la multitud– bajó los pocos escalones que lo separaban del público mientras seguía cantando. Tomó a mi madre de la mano, la hizo subir al escenario y terminaron improvisando juntos, los dos con sollozos en la voz, La vieille dame, una de las canciones fetiche de mamá. La sala, probablemente conmovida por la generosidad del artista y la ingenua sinceridad de mi madre, no se rio de su acento, como lo hacíamos mis hermanos y yo, sino que aplaudió a más no poder. Un triunfo inolvidable del que mamá nunca aceptó hablar con nadie. Se guardó en lo más profundo de ella misma ese recuerdo cuya evocación por fuera del círculo familiar, como si se jactara de él, le hubiera parecido seguramente un sacrilegio.