Desde Dios, San Pedro y las almas (1962) hasta El gato tuvo la culpa (2014), Hebe Uhart publicó más de un centenar de cuentos. Si su primer libro fue una edición de autor y durante muchos años sus textos circularon en un circuito restringido de lectores, el reconocimiento y los premios que recibió a partir de Guiando la hiedra (1997), ante los cuales nunca dejó de manifestarse sorprendida, la consagraron como una de las grandes autoras del género en la literatura argentina y latinoamericana. La publicación de Cuentos completos permite ahora apreciar ese conjunto, en el que más allá de temas y preocupaciones que cambian y se reformulan con el transcurso del tiempo la definición de un modo de mirar y también de un modo de escuchar construyen un sentido de unidad y de producción rigurosamente extraordinarias.
Cuentos completos reúne los textos que Uhart (Moreno, provincia de Buenos Aires, 1936 – Buenos Aires, 2014) publicó en 12 libros y dos recopilaciones previas, e incorpora una sección de cuentos breves. “Uno observa y relee el conjunto de su obra e impacta la presencia de una voz, de una mirada, de un repertorio de temas y personajes con una consistencia y una intensidad parejas a lo largo de más de cincuenta años de produ-cción”, dice Eduardo Muslip en un pasaje del prólogo.
Mirar más allá de las apariencias, salir de uno mismo para observar a las personas y las cosas (y en particular a los animales y las plantas, dos de sus grandes temas), y para asumir su voz, son parte de la enseñanza de Uhart, en cuyo taller se formó parte de la nueva narrativa argentina. Pero no hay escritor, decía, hay personas que escriben: si este principio encabeza su “decálogo para los que van a escribir”, según la reconstrucción de Liliana Villanueva en el libro Las clases de Hebe Uhart, es porque allí puede encontrarse la advertencia de que la idealización del escritor, la vanidad, las ilusiones sobre la propia importancia, son un obstáculo que hacen perder de vista el objeto mismo del oficio. Una lección inaugural.
El gato, la hiedra y el extrañamiento. La literatura, para Uhart, está hecha de detalles. El cuento podía surgir de una imagen antes que de una abstra-cción, por eso no le gustaban las novelas de ideas y sobre todo las que giraban alrededor de escritores, que en sus cuentos aparecen retratados de manera patética, como en “Revista literaria”, o bien como parte de un mundo del que se siente ajena, como en “Congreso”, el relato de un viaje a Alemania: “Estoy invitada por la Casa de las Culturas del Mundo y me suena como la casa de la cultura de Marte”.
“Miro mucho para que salga la luz del objeto observado”, decía. Tampoco le interesaban las disquisiciones teóricas: “Cada escritor tiene su manera de mirar, su atención fija en determinadas cosas o seres. Uno mira lo que mira, yo no puedo definir mi manera de mirar”, se excusó en una entrevista.
La mirada es un principio en acto en la escritura de Uhart. Ver las cosas desde un punto inesperado, desligarse de la percepción familiar o de clase social, cambiar el ángulo de observación, son los procedimientos para un efecto cambiante en sus cuentos: descubrir el mundo a partir de lo más inmediato.
Los relatos de Uhart sugieren que el misterio y la iluminación se encuentran a la vista, pero pasan desapercibidos. En “Guiando la hiedra”, el cuidado de una planta evoca la paciencia que exige el cuento, esa artesanía extraña según sus términos, y también el goce que depara la escritura. En “Mi gato”, la observación atenta de la propia mascota, que tiene “la intuición de la unidad del cosmos que Schopenhauer atribuye al santo y al genio”, conduce a otra revelación significativa: “Tiene un maullido distinto para cada cosa, pero uno totalmente diferente para el extrañamiento metafísico”.
El “extrañamiento metafísico” es característico de los personajes de Uhart: se trata del desconocimiento que tienen de las circunstancias más simples –como enviar una carta y subir a un ascensor, en “Teresa”, el monólogo de una migrante boliviana– y del asombro que les producen, la experiencia de observar las cosas por primera vez. “Muchacho en pensión” presenta así a un joven ecuatoriano completamente desorientado en Rosario, donde llega para estudiar, y la mutua incomprensión con las personas que encuentra es también reveladora de los lugares comunes y las conductas que aplanan el sentido de la existencia.
Oído y escrito. La literatura surge en ese desajuste entre lo que los personajes creen y sienten y las convenciones que constituyen la realidad. El conflicto entre personas comunes, pero con algún rasgo disonante de la normalidad, y su entorno es clave en alguno de los mejores cuentos de Uhart, como “¿Ablativo en “e” o en “i”?”, donde un profesor de latín senil irrita con excentricidades a sus colegas, o “La señorita Irma”, la historia de una maestra que lleva adelante curiosas “dramatizaciones” como método de enseñanza y tropieza con la burocracia escolar.
El interés de Uhart por el relato de viaje –y su dedicación al género de la crónica, en el período final de su creación– también se inscribe en esa voluntad de ruptura con los sentidos instituidos. Para sus personajes viajeros, lo que cuenta no es tanto aquello que puedan conocer en otros lugares, sino la experiencia de vivir fuera del orden habitual, el modo en que reaccionan y tratan de comprender cosas en principio mínimas, pero con el impacto suficiente para sumirlos en el desconcierto y los interrogantes.
La escritora que narra la historia de “Congreso” comienza así por plantear su extrañeza ante la invitación de participar en un encuentro en Alemania. “Me suena como haber sacado la lotería sin haber jugado billete. ¿Quién lo sacó y no me avisó?”. Uhart publicó ese cuento en 2003 y años después, en 2017, citó esa frase en su discurso de agradecimiento por el premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, en Chile.
Su atención de Uhart tiene un objeto privilegiado en el lenguaje de los otros, las formas y los modismos que caracterizan a los hablantes. Pero no es el lenguaje de los escritores al que le presta oído. En esa búsqueda se aparta de los registros cultos y urbanos para escuchar a los marginales: migrantes, indígenas, extranjeros a la deriva, personajes raros y levemente corridos de la norma.
“En ese acto de escucha, de observación atenta –en el sentido que le daba Simone Weil, a quien Hebe admiraba mucho– el papel de la inteligencia era de sumisión: la inteligencia se somete a la atención. Una persona inculta es la que pasa toda su vida sin escuchar otra voz que no sea la suya”, dice Liliana Villanueva (ver aparte).
Novela familiar. El interés por las formas del lenguaje coloquial puede encontrarse ya en las historias familiares que conforman sus primeros relatos, como “Tío Pipotto”, un relato de las conversaciones de inmigrantes italianos en su lengua. “Son las historias que me contó mi mamá –dijo Uhart–. Ella tenía muy buena memoria, con muchas anécdotas, muchas idas y venidas y también muchos dichos. Mi abuelo, además, era toscano y hablaba muy bien italiano, y mi abuela era genovesa y hablaba cocoliche”. La mezcla como recurso lingüístico.
Son personajes simples y humildes, a los que no les pasa nada importante. Pero no le interesan el pintoresquismo ni el color local, sino los matices y los giros que desbaratan los usos corrientes del lenguaje y resuenan como un recuerdo gozoso: el “tute muse, musaie” (todas pavadas) de los ancestros italianos, que Uhart solía repetir con una sonrisa. Había que hacerlos hablar, y otra de sus versiones logradas son los cuentos sobre extranjeros con un dominio disparatado del castellano, como “Iorá”, un sueco de viaje por España, y “Stephan en Buenos Aires”, un alemán que quiere aprender a bailar tango y choca de frente con la literalidad de las palabras.
Uhart, dice Muslip en el prólogo de Cuentos completos, “había desarrollado la capacidad de captar la dimensión poética del lenguaje oral”, y en ese marco, agrega, la mirada supuestamente inocente de sus personajes y el registro de sus formas de hablar fueron una especie de estrategia del débil para socavar las figuras de autoridad: “Jerarquiza al que duda frente al que posee certezas, nos propone empatizar con el que propone los modelos más que con el que se propone como tal”.
Entre esas figuras de autoridad estaban las de la propia literatura. Las categorías con que se suele definir a los textos no parecen de estricta aplicación. Los cuentos de Uhart son transgresores de las formas canónicas del género, y esa extrema libertad es otra de sus enseñanzas, y una clave de su obra.
Sin fisura no hay personaje literario
Liliana Villanueva asistió durante 13 años a los talleres de Hebe Uhart. “Debo tener más de cien cuadernos con notas que tomé en sus clases, de conferencias que dio, desgrabaciones de entrevistas, consejos que me daba por mail cuando yo me iba de viaje”, dice. Las clases de Hebe Uhart (2015), libro que agotó varias ediciones y recibió el premio del público en la Feria del Libro de Buenos Aires, “es un condensado extremo” de ese material.
—“Todo arte es el arte de escuchar”, decía Uhart, según tu libro. ¿Qué tipo de personajes le interesaban más en ese sentido?
—Le interesaba la gente “simple”, sencilla, los que no hacen del lenguaje la materia de su profesión. Evitaba escribir sobre temas de escritores o intelectuales. Hebe rescataba palabras y frases del habla popular como la del cielo estrellado “que loquea” –en vez de “centellear”, que es un lugar común–, o la del chico que escribía en un ejercicio de escuela: “mi perro es abnegado” y “tengo un barrilete antepasado”, por antiguo. Se reía mucho de la frase que escuchó en Animal Planet: “una anguila con problemas de actitud”. También le gustaba el lenguaje campero, hacía listas con expresiones que había rescatado de sus viajes al campo: “Si lo mira de frente, mi caballo se parece a un cristiano”, por ejemplo.
—¿Hablaba en el taller de sus propios cuentos? ¿Recordás alguna situación al respecto?
—Hablaba poco de su obra en el taller, sobre todo de lo ya publicado. Regalaba todos los ejemplares de sus libros y no le gustaba que alabaran su obra. De lo que sí hablaba era de lo que estaba investigando, de sus viajes, de sus encuentros con la gente. Como la señora a la que habían nombrado artesana de América, andaba en moto, criaba pollos que andaban sueltos mezclados con sus hijos y nietos de los que se había olvidado los nombres. Decía que “era viajada”, había estado en Japón como representante de los artesanos de América.
—¿Cómo era el proceso de escritura de sus textos? ¿El “ir y volver en la literatura como en la vida”, del que hablaba, aludía a la corrección?
—Dependía si se tratara de un cuento o de una crónica. Para el cuento se tomaba mucho tiempo. Había temas que le rondaban por la cabeza durante décadas hasta que llegaba el momento de escribir. Como el de la maestra de gimnasia que tiene una aventura en una excursión y se pregunta cómo volver a su pueblo. Hebe decía que el mayor trabajo de la escritura es mental y anterior a la escritura misma. Escribía cuando ya tenía todo claro en la cabeza y corregía poco. Con las crónicas su proceso era diferente: le salían rápido. Ella decía que escribía crónicas como un caballo habituado a su recorrido: empezaba y seguía todo derecho “pa’ delante”.
—¿Qué significa que el “pero” abre el cuento, como enseñaba?
—Sin “pero” no hay cuento. Sin fisura no hay personaje literario. Nadie quiere escuchar historias felices que empiezan, siguen y terminan bien. Lo dijo Tolstoi: las familias felices son todas iguales; las infelices son diferentes, cada una a su manera. La literatura es poner el foco en lo diferente, en la fisura, en el “pero”. Hebe, a su modo, seguía el consejo del maestro ruso.
Arre, hermosa vida
*Hebe Uhart
Ahora, que soy un poco bruja, me observo una veta grosera. Como directamente de la cacerola, muy rápido, o hago lo contrario, voy a un restaurante donde todos mastican reglamentariamente seis veces cada bocado, para la salud, y me produce placer masticar así como si fuéramos caballos, me enamoro de las chancletas viejas, tiro demasiada agua a las plantas después de lavar el balcón para que caiga barro y ensucie lo lavado (anulo el tiempo, ya que vuelvo a limpiar), cocino mucho, porque encuentro placer en que lo crudo se vuelva cocido y desestimo totalmente los argumentos ecologistas; si el planeta se destruye dentro de doscientos años, me gustaría resucitar para ver el espectáculo. Cambio impresiones con algunas brujas amigas y nuestra conversación se reduce a fugaces comunicados, historias de obstinaciones diversas, controles mutuos de brujerías, para perfeccionarlas; por ejemplo, aprender a matar tres pájaros de un tiro, no necesariamente para hacer maldades, pero igual para ganarle al tiempo, para no gastar pólvora en chimangos, para no dar por el pito más de lo que el pito vale, cuando en realidad un pito es algo muy difícil de evaluar.
Pero no siempre fue así, no fue así. Antes de que yo pensara en tirar lastre y en matar tres pájaros de un tiro, sufrí en dos años como nunca había sufrido en mi vida, una mañana lloré con igual intensidad por dos motivos distintos. Entendí qué pasa con los que se mueren y con los que se van; vuelven en sueños y dicen: “Estoy, pero no estoy; estoy, pero me voy”, y yo les digo: “Quedate otro ratito” y no dan ninguna explicación. Si se quedan lo hacen como ajenos, en otra cosa, y me miran como visitas lejanas. En esa región del olvido adonde han ido tienen otras profesiones y han adquirido otro modo de ser. Y todo lo que hemos peleado, hablado, comido y reído pasa al olvido y no quiero yo conocer personas nuevas ni ver a mis amigos; en cuanto empiezo a hablar con alguien, ya lo mando yo misma a la región del olvido, antes de que le llegue el turno de irse o de morirse.
Me despierto y percibo que estoy viva, amanece. No viene ninguna idea a mi cabeza; nada para hacer, nada para pensar. No pienso seguir fumando en la cama sin ninguna idea en la cabeza. De repente me agarran muy buenos propósitos, pero sin relación a nada concreto: me lavo, me peino, caliento agua; me voy entonando y los buenos propósitos aumentan. Es un día de marzo y la luz va viniendo pareja, los pajaritos trabajan, van de acá para allá. Yo también voy a trabajar. Ya sé lo que voy a hacer: voy a guiar la hiedra, pero no con un hilo grosero, la voy a atar con un hilo vegetal. Ella está ahí, firme contra la pared: le saco las hojas muertas a la hiedra y a todo lo que veo. Podría decir que tengo un ataque de sacar hojas muertas pero no es adecuada la expresión porque es un ataque tranquilo, pero no pienso terminar hasta que no haya sacado la última hormiga y la última hoja que no sirve. Amontono todas esas macetas chicas, van a ir a otras casas, tal vez con otras plantas. Pasa un avión muy alto y de repente me agarran una felicidad y una paz tan grandes al hacer este trabajo que lo hago más despacio para que no termine. Me gustaría que viniera alguien para que me encontrara así, a la mañana. Pero todos están haciendo otros trabajos distintos, tal vez sufran o renieguen o se engripen; no importa, eso pasa y en algún momento tendrán alguna felicidad como esta mía. Me siento tan humilde y tan gentil al mismo tiempo que agradecería a alguien, pero no sé a quién. Reviso mi jardín y tengo hambre, me merezco un durazno. Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy; no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida.
De “Guiando la hiedra”.