Iluminados estaban ambos poetas. Fue durante un retiro de otoño en Pringles. A fines de los setenta y comienzos de los ochenta se sucedían los retiros a Coronel Pringles promovidos por Arturo Carrera. “Esta es la casa del ginecólogo…”, “aquel gordo del Chevy maneja veintidós mil hectáreas…”, “la señora que cruza por la esquina es la mamá de Aira y va a buscar a su marido al negocio”. De este modo, en sucesivos safari, Néstor Perlongher, Osvaldo, Emeterio Cerro, Alfredo Prior, y yo entre tantos ignotos de Buenos Aires fuimos introducidos por Arturo en la novela urbana del pueblito insignificante donde por un efecto de contraste parecíamos significar algo a los atónitos personajes de las fuerzas vivas del lugar.
Allí se concibieron obras, pero bien pudo no haberse concebido nada e igualmente, sin texto, habría sobrevivido el texto el gesto de gratuidad de aquel enfrentamiento entre unos pocos creídos artistas y la pequeña multitud de provincianos que, entrampados en sus ritos urbanos, se sabían testimonios de la sociedad productiva del campo argentino.
Habría que imaginar la escena mental del nacimiento de Palacio de los aplausos. En Carrera bullía todo el saber de la retórica, la genética y la tecnología obstétrica que estaba configurando para la composición de su libro La partera canta. Lamborghini fumaba estupefacto, convencido de haber escrito El fiord y Die Verneinung, juramentado a no publicar antes de escribir y seguro de una misión que concebía como filmar directamente contra la pantalla. Bastaba eso para provocar un texto teatral invertido donde los autores estaban para crear escenas de pura celebración y el texto para representar, desde el capricho de su escritura, la necesidad de triturar al humanoide: terminar con el personaje y su representación.
*Extracto del posfacio de Palacio de los aplausos (Beatriz Viterbo, Rosario, 2002).