CULTURA
ENTREVISTA A VERONICA GERBER BICECCI

La instancia de la letra en los espacios

Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981) se autodefine como una “artista visual que escribe”. Su primer libro, "Mudanza", publicado originalmente en 2010 y ahora reeditado por el sello chileno Montacerdos, no solo explora el cruce entre las artes visuales y la literatura sino que también rinde homenaje a aquellos artistas que la marcaron a fuego.

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Museo interior. A la autora le gusta pensar la genealogía como una exposición colectiva. | 20191013_veronica_gerber_cedoc_g.jpg

Dos evocaciones primigenias hilan los siete ensayos que conforman Mudanza, puertas vaivén que dejan entrar y salir conexiones que se funden en un itinerario. En primer término, la detección de una ambliopía, una rara avis en las patologías visuales, “el síndrome del ojo flojo”, en el que la imagen que produce cada ojo no se refleja en el mismo eje. “He pensado que tal vez no tengo idea de qué es la tercera dimensión porque nací con un ojo que nunca vio del todo bien y esa condición hace imposible que el efecto visual 3D suceda en mi cerebro –cuenta Verónica–. Creo que eso nos pasa a todos: no tenemos la certeza de que estamos viendo las cosas ‘como son’. La ambliopía me dio, tal vez, la constante conciencia de eso, de que no puedo ver las cosas como son”. Ese juego de distorsiones también se ve, en segundo lugar, en un itinerario que comienza con un viaje hacia la Argentina, a la caza de una novela infantil que le dieron nombre. Buscar el origen del nombre, dice, se asemeja a mirarse al espejo. A la vez, su condición de zurda la invita a reflexionar sobre los ambigramas, palabras escritas o dibujadas que admiten al menos dos lecturas.

Las intersecciones entre la espacialidad del lienzo y la hoja remiten al encuentro con distintos artistas que generan una suerte de ascendencia en su recorrido. Los márgenes se expanden. No solo cobra sentido lo inscripto, también adquiere intensidad aquello fuera de campo. En ese fluir, resuena la obra del italiano Vito Acconci, que en un momento de su obra abandona la literatura y se muda a las acciones performáticas. O los juegos y aliteraciones conceptuales de Marcel Broodthaers. Al igual que en su segundo libro, Conjunto vacío (Sigilo, 2017), Gerber Bicecci visibiliza sus influencias: “Son parte de una investigación que avanza, retrocede y continúa en distintas ramificaciones, todas ellas conforman una especie de genealogía personal. Me gusta pensar la genealogía propia como una exposición colectiva en un museo interior. Pero siguiendo con la idea del árbol, me entusiasma más que mi genealogía personal es cada vez más mutante, llena de injertos y experimentos genéticos”.

En su manifiesto más influyente, su compatriota Ulises Carrión escribe: “El nuevo arte de hacer libros apela a la habilidad que cada hombre posee para comprender y crear signos y sistemas de signos”. Para Gerber Bicecci, entender el libro como dispositivo que se activa implica “confrontarme con un artefacto milenario que interactúa con los cuerpos o, dicho de otro modo, con una escultura secuencial que contiene imágenes y textos”.

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Moverse, mutar, abrir hiatos, es una forma de reflexionar acerca de la no linealidad del tiempo, de las yuxtaposiciones, más instalativas que secuenciales. Conjunto vacío, una novela autobiográfica de desamores y escapes donde homenajea a Carrión y a Mirta Dermisache, y Mudanza apuestan a una escritura fragmentaria donde la temporalidad es espiral y los espacios en blanco son una clave para entender distintas rupturas: “En Conjunto vacío quería hacer un libro que, de algún modo, se quedara sin palabras. Hay una taza que se cae, que  tiene una leyenda y la lectura de esa leyenda impresa en la taza cambia cuando la taza se rompe. El libro es fragmentario porque también intenta ser un conjunto vacío en sí mismo, y la forma en que pensé que podía lograr eso era justo así: la historia original es la taza que se cae y se hace añicos. Y después la escritura de esa historia es el recorrido de cada uno de los pedazos de la taza en ese caos atemporal de la caída. Muy parecido al cubismo: descomponer completamente el objeto y luego poner sus diversos planos en el mismo espacio, simultáneos”.

La forma, entonces, se reconfigura en el espacio, en el andar. La narradora se transforma en peripatética, reflexiona en cada avance. En uno de los textos, toma en cuenta el vínculo entre Paul Auster y Sophie Calle –que inspira a María Turner en Leviatán– y en todos los ribetes artísticos de ella, para profundizar en las poéticas de los espacios y en el modo de incidir, al menos de manera minúscula, en ellos. “Creo que me gusta pasearme en los espacios negativos, es decir, justo ahí donde parece que no hay nada o lo que sucede es aparentemente irrelevante. Ahí donde el final y el inicio o pies y cabeza no logran diferenciarse del todo. Tal vez porque los límites son todos artificiales, constructos, y desde el cruce o la intersección se desdibujan y redibujan, y nos dejan ver fuera de sí”, aclara.  Se filtra, en su concepción, una historia familiar ligada al exilio. Vuelven, como postales, aviones que para esa niña, que aun con la visión borrosa, las imagina alterando no solo los espacios, sino también los tiempos.