El espejo y la máscara son, en el cuento así titulado de Jorge Luis Borges en el Libro de arena, los dos primeros regalos que recibe el poeta por cada una de las dos odas que le escribe al rey. “Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?”. Y lo hace, maravillosamente bien, en las dos oportunidades, y esos obsequios que hablan de la repetición, y que Borges usó una y otra vez en sus cuentos y pensamientos, son las ofrendas perfectas.
La reproducción de la imagen, que llega al infinito, del primero, y la duplicación del rostro, que tapa y exhibe, en la máscara. No por nada, los etnólogos estudiaron su uso en la historia del hombre al momento de la autoconciencia, la conciencia de sí, además de sus usos múltiples en rituales y entretenimientos, por mencionar algunos. De hecho, hay una etimología posible de esta palabra que la vincula con mascus, masca, en el latín no clásico que significa “fantasma”.
Doble presencia, la muestra de fotografías de Juan Carlos Romero participa de algún modo de este entramado de ficciones y etimologías. Pero también es una exhibición sobre las posibilidades, y hasta de la trayectoria, de este gran artista. Por un lado, Romero abre y cierra la serie con su rostro descubierto, a cara limpia, sobre fondo negro. El tránsito de una máscara a otra que se va a dar en el resto de las imágenes es un señalamiento a ese devenir otro, a esa metamorfosis que nos oficia como un cambio de piel o un ciclo vital.
Por el otro, estamos en presencia, además, del registro de una performance. Entonces, Romero no sólo expone su hecho artístico sino que posibilita una lenta biografía. El artista multifacético que es y viene siendo desde la década de los años 50, cuando empezó a indagar las formas del arte, al tiempo que trabajaba como técnico telefónico. Esos cambios, en los que deja de ser uno y se transforma en otro, indican la acumulación de experiencias: el arte cinético, el diseño gráfico, el arte correo, las intervenciones urbanas. No es que las máscaras signifiquen algo de eso literalmente. Más bien en esa narración que va uniendo una sintaxis de imágenes, que descoloca y reubica, que va y viene, por nuestros ojos y nuestros afectos.
En el primer piso que ocupa la galería Walden, Juan Carlos Romero es una presencia que rebasa lo doble. La exhibición es proliferante y Romero está en varios lados, todo el tiempo. Es poeta de una época que, todavía, no ha terminado. Menos para loas a un soberano que para indagar en los escombros y de ahí en nombre del grupo que formó en 1988 para usar “lo que quedaba”, los restos, después de la última dictadura. No es el espejo, su presente, en tanto obsequio o período. Es la fotografía, su sucedáneo en este sentido, que logra revelarlo y multiplicarlo. Arrojarlo, como siempre, hacia el futuro, con una asombrosa delectación de su sentido.
A su vez, Romero resuena en otros lados de la Ciudad: con una obra en Conexión Sur, una de las partes de Orozco, Rivera, Siqueiros en el Museo de Bellas Artes y con un vínculo insoslayable con Edgardo Vigo en la década del 70 que tiene su muestra por estos días en el Mamba. En este punto, casi como un homenaje obligatorio a dos grandísimos artistas del concepto, la idea y la práctica.
El cuento de Borges termina con el tercer (y último) himno épico que el poeta le cantará al rey, que es secreto y casi no tiene texto. Apenas una línea pero con la que se consuma la totalidad del acto bello. Los riesgos son, se sabe, la locura y la muerte. De nuevo, dos presencias con las que algunos artistas se desafían insistentemente