La evidencia es lapidaria: vivimos en una época que ha perdido toda relación con lo sagrado, volviéndola, en el mejor de los casos, una mercancía y en el peor, una enfermedad mental (que también deviene baratija). Presos de la vulgaridad del mundo y los infiernos tributables, las posibilidades de ubicarnos por encima de los fastidios cotidianos resulta, por lo general, imposible. Por ello, entrevistar a Pierre Michon (1945) –uno de los últimos ejecutores de la gran literatura, aquel ejercicio entre ascético y moral que dio forma a lo mejor del arte verbal del siglo XX– en medio de una mañana de verano porteña implica una comunión con un mundo y una sensibilidad fascinantes que sin prisa pero sin pausa se diluye, con sus últimos exponentes en ineluctable retirada. Michon es un autor para quien el ejercicio de la escritura entraña una especie de sacerdocio.
Considerado por la crítica como uno de los grandes maestros europeos, gracias a una obra decantada donde refulge un estilo musical que combina la documentación histórica con la imaginación barroca y una severidad en la expresión inconfundiblemente francesa, Michon fue uno de los primeros que empezaron a contar las vidas minúsculas que dan formas a nuestros yos individuales, contando las microhistorias del débil declive: antes de que buena parte de la humanidad decidiera que era una estupenda idea ponerse a contar las miserias y venturas de la propia vida, el oriundo de Cards en la Creuse francesa lo hizo como nadie.
Autor de obras como Rimbaud el hijo, Cuerpos del rey, Los once y Mitologías de invierno, Michon es un hombre mayor, aunque vital, que destella una conmovedora transparencia en la mirada.
—Ha dicho usted alguna vez que un escritor escribe como habla su madre. Quisiera preguntarle respecto a la asertividad de la frase. ¿Encuentra una relación entre la sintaxis y el afecto?
—Yo escribí Vidas minúsculas como si fuera mi madre: mi madre hablaba a través de mí, era su voz, por eso hay algunos giros sintácticos arcaicos. Me tomó mucho tiempo aprender eso. Y se trataba también de un lenguaje devoto, el de una mujer fuerte y sola. Sumado a eso, yo fui hijo único y ella, una mujer muy alegre, risueña. Algo de todo eso está en el sustrato de mi lengua y de esa voz nace mis Vidas minúsculas.
—Noto cierta afinidad estilística entre ese libro suyo y “Las palabras” de Jean-Paul Sartre, incluso una suerte de influencia en la descripción de personajes y circunstancias, ¿coincide usted?
—Ese libro me marcó muchísimo, y creo que todo libro autobiográfico tiene como referente esa obra. Sin embargo, respecto a mi libro, hay una enorme diferencia con Sartre, y es que él es un hijo de la burguesía, con una lengua burguesa. Lo mío se encuentra más abajo, sociológicamente hablando. Lo mío sería más campirano. Lo cierto es que fue un libro muy importante para mí.
—Libros como los suyos demuestran que la única aristocracia posible es la del espíritu.
—No es la única aristocracia posible.
—Otra diferencia insalvable entre el Viejo y el Nuevo Mundo; de cualquier manera, considero su libro de ese mismo linaje.
—Depende de qué libro de Sartre, porque Las palabras y La náusea son libros muy fuertes. Obviamente, él tenía facilidad para escribir, tomaba anfetaminas, muchísimas, pero la verdad es que no lo conocí. De cualquier manera, era un tipo bastante entrañable, peligroso también. Un enemigo de cuidado, aunque todo eso fue antes de mi tiempo.
—Ya que mencionó las anfetaminas de Sartre, quisiera preguntarle por su propia relación con las drogas, que entiendo fueron constantes en su juventud.
—Yo tomé sobre todo anfetaminas, muchas. Después un poco de cocaína, pero nunca tomé heroína, y en verdad lo lamento.
—Hay un antes y un después en la literatura autobiográfica luego de “Vidas minúsculas”. ¿Se siente vinculado con la llamada autoficción? ¿Sigue la discusión al respecto?
—Desde luego, formo parte de esa tendencia, aunque el nombre es muy reciente y es una discusión que me interesa mucho. Su influjo ha sido total, hay muy pocas buenas novelas escritas hoy que estén por fuera de esa tendencia; en Francia, los mayores éxitos de venta tienen que ver con el género. Ahora, lo que yo me pregunto es si esto es algo contemporáneo o viene de siempre, pienso en casos como los de Borges o de Houllebecq.
—Ya que lo menciona, hace un par de años estuvo por acá Houllebecq y mencionaba la pérdida de influencia de la cultura francesa, la literatura, los quesos y hasta los vinos.
—Ese es su juego, el pesimismo, una manera de pensar y una estrategia de mercado. No tengo nada en contra de él, en lo absoluto, pero cuando escribo me gusta hacerlo con esperanza y no con una desesperación como la suya. Por otro lado, eso de que la literatura francesa está en un mal momento es un invento estadounidense. Hay autores franceses muy leídos y muy vendidos, pero en general existen ahora en Francia autores menos exportables. No creo que estemos en retirada: Hasta donde sé, Mallarmé sigue vendiendo mucho.