CULTURA
La ciudad pensada XIV

La máquina para hacer llover sobre Buenos Aires

A finales de la década de 1930, Juan Baigorri Velar, apodado "el mago de Villa Luro", desafió a la ciencia con su revolucionario invento. ¿Qué sucedió?

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Juan Baigorri Velar y la esquina de Araujo y Ramón Falcón, lugar donde hace varias décadas se alzaba la casa en la que vivió. | .

Al caminar por la ciudad, nos detenemos en Araujo y Ramón Falcón, en el barrio de Villa Luro, en un lugar donde hace varias décadas se alzaba una casa en la que vivió el llamado “mago de Villa Luro”. Juan Baigorri Velar, quien decía haber inventado una máquina para hacer llover. De hecho, en enero de 1939 aparentemente demostró esa capacidad a través de una gran lluvia que se precipitó sobre Buenos Aires. Mucho se ha escrito sobre Baigorri pero a nivel descriptivo, su historia, sus anécdotas. No su trasfondo no advertido.  

El milagro de hacer llover  

Juan Pedro Baigorri Velar nació en Entre Ríos, y estudió en Buenos Aires, y luego en Italia. Allí estudió ingeniería, especializado en Geofísica en la Universidad de Milán. Creó instrumentos que aplicó en su trabajo. Y el propio Mosconi lo convocó para unirse a YPF en sus comienzos.  

Según un relato que él mismo hizo al diario Crítica, el descubrimiento de su supuesta habilidad para intervenir en el clima surgió en Bolivia al buscar minerales mediante un aparato de su invención. Al manipularlo se dio cuenta de que, como respuesta, empezaba una leve lluvia. Desde entonces pensó que las radiaciones electromagnéticas que su máquina proyectaba a la atmósfera eran la causa de los nuevos aguaceros.  

En su magia también intervenía, según sus dichos, “metales radioactivos” y el poder “de sustancias químicas”. Así terminó por concebir su aparato para hacer la lluvia: una caja cuyo tamaño equivalía a un televisor de 14 pulgadas, una batería eléctrica y dos antenas que orientaban las emisiones electromagnéticas que, supuestamente, desencadenaban la “congestión atmosférica” y la lluvia.  

En Santiago del Estero bautizó su invención. Llegó a esta provincia argentina en noviembre de 1938, junto al representante de una empresa que certificó que, al encender la máquina, se agruparon muchas nubes, el viento cambió y, unas pocas horas después, empezó un leve chaparrón que quebró el cuello de la sequía. Se trasladó a la capital provincial: allí, su máquina funcionó por más de dos días, y 60 milímetros de lluvia empaparon las calles.  

Al volver a Buenos Aires nació el mito. Baigorri ya no era un oscuro ingeniero sino "el Júpiter moderno" y "el mago de Villa Luro". La fama lo desbordó. Numerosas entrevistas para medios locales y extranjeros. En los carnavales en su barrio, en la zona oeste de la ciudad de Buenos Aires, muchos se inventaban algún atuendo para representar a la curiosa celebridad. Desde Estados Unidos, le propusieron la compra de su aparato, a lo que se negó pretextando razones de preferencia por su propio país.  

Y empezó también la disputa del nuevo héroe popular en alza con un “antihéroe”:​ el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien lanzaba rayos y centellas. La máquina del mago de Villa Luro, decía, es un fraude. Pero el dueño de la lluvia no se amilanó. Respondió a su detractor el 27 de diciembre de 1938 en el diario Crítica, paradigma de periódico exitoso e influyente de la época. Y lanzó su famosa profecía: “como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939.”  

Como broma, pero también como desafío, Baigorri le envió al director de meteorología un paraguas. Ya el 30 de diciembre activó los poderes de su máquina. Enterados del inicio de una rara “brujería científica”, los vecinos se congregaron por miles frente a su casa de Araujo y Ramón Falcón. Le pidieron al mago que no les aguara las fiestas de fin de año. Pero Baigorri los calmó: solo estaba calibrando su aparato para que la lluvia sobre la ciudad de Buenos Aires no se convirtiera en desaforada tormenta.  

Y a las 5 de la mañana del 2 de enero, los dioses de la lluvia acudieron al llamado del brujo de barrio. Las primeras tapas de los periódicos avalaron lo que parecía un innegable hecho histórico.   

Luego, el “Júpiter moderno” fue raudo a Carhué, ciudad en el suroeste de la Provincia de Buenos Aires, agobiada por otra sequía. El lago Epecuén estaba seco. Al poco tiempo, fuertes tormentas eléctricas llegaron para reparar la carestía líquida gracias, muchos creyeron, a la máquina del mago de la lluvia.   

Luego de unos años, otras sequías demandaron los servicios de Baigorri, quien alegó nuevos triunfos, pero el interés por su invención decreció.  

El mago no entendió el desinterés. Se aisló en su barrio. Siempre se negó a los pedidos de revelar los secretos de su poderosa máquina. No la patentó, ni nunca explicó su funcionamiento. No insistió en demostraciones públicas. El tiempo lo hundió en el olvido, pero a fines de la década del 60’ Nicolás “Pipo” Mancera, el presentador de televisión, pionero del formato de programa de variedades de varias horas, lo puso de vuelta en primer plano al entrevistarlo en su famoso Sábados circulares.  

Pero el tiempo de su fama había caducado. Y en 1972, Baigorri dejó este mundo muy cercano a la pobreza. Su casa de Villa Luro desapareció, lo mismo que su máquina. Luego, en 2008, el periodista Diego Huberman, rescató la figura controversial del mago en Baigorri hacía llover.  

 

Otro mago en el Norte.  

Pero Baigorri tuvo un antecesor en su condición de “hacedor de la lluvia” moderno. En, 1915, en California, el Consejo Municipal de San Diego, contrató a Charles Hatfield, un vendedor de máquinas de coser, para hacer llover en medio de una atroz sequía. El susodicho decía poseer el conocimiento de 23 elementos químicos que, debidamente combinados, aseguraban el control del clima. Desde una torre, arrojó el compuesto y se inició, más que una lluvia reparadora, un diluvio en el que varios puentes y presas colapsaron; los ríos se desmadraron; y murieron varias personas en una furiosa inundación.  

Fue tal el desastre que el Ayuntamiento que lo había contratado, le exigió una reparación por daños y perjuicios. La situación, créase o no, derivó en un juicio. El tribunal sentenció a favor del demandado, lo ocurrido no fue su voluntad sino un “acto de Dios”, que en el uso legal en el mundo de habla inglesa comporta un peligro natural, o fenómenos que, como un terremoto o tsunami, están fuera del control humano.     

Como en el caso de Baigorri, la fama rápido alcanzó a Hatfield. Nápoles y el gobierno de Honduras lo contrataron para luchar contra sendas sequías. A pesar de alegar muchos éxitos, durante la Gran Depresión, Hatfield debió volver a su trabajo original de vendedor de máquinas de coser. Y como el mago de la lluvia de Villa Luro, su análogo estadounidense nunca hizo público el secreto de su maravillosa fórmula química.  

   

El viejo sueño  

El primer calificativo que le cabe a las pretendidas proezas climáticas del “mago de la lluvia de Villa Luro” y de Hatfield, es el de fraude con una pátina de ciencia. Tanto uno como el otro recurrían a elementos que despiertan el imaginario de un poder científico sobre los elementos naturales, algo más “aceptable” que una pura brujería de tiempos paganos o medievales.  

El domador del clima de Buenos Aires propuso su misteriosa máquina dotada de cables, teclas, baterías y antenas; una apariencia de funcionamiento de dispositivos técnicos y emisiones de flujos electromagnéticos: el otro, el de California, cual un alquimista trasladado a la modernidad, y como un experimentador científico, apelaba a un tubo de ensayo en el que combinaba, en precisas y secretas proporciones, los elementos químicos de un compuesto “mágico-científico”.  

Luego, la osadía de Hatfield sugirió el guion de la película de 1956, The Rainmaker, con Burt Lancaster y Katharine Hepburn, film en el que, en la era de la Depresión en el Medio Oeste, el estafador Bill Starbuck ofrece sus mentirosos servicios como hacedor de la lluvia. Baigorri, por su lado, le inspiró a Manuel García Ferré, el Pluviotrom, invento atribuido al Profesor Neurus, arquetipo del científico loco siempre en lucha contra el súper héroe infantil Hijitus.  

En el caso de Baigorri, su aparato a lo sumo actuaba como un radar emisor de ondas electromagnéticas que, al encontrar un sólido en el cielo generador de un eco, permitía prever una lluvia; pero solo prever, no hacer llover. En este punto, la fascinación popular que en el Buenos Aires de 1939 hizo de Baigorri una celebridad, hasta elevarlo a mito porteño, puede bifurcarse, en principio, en dos caminos: por un lado, la simulación de una capacidad que no se tiene (motivo de importantes estudios de José Ingenieros en este sentido), como parte de la locura de atribuirse poderes, como una forma acaso inconsciente de atraer la atención, y así experimentar una sensación de plenitud y satisfacción.  

O, con más profundidad quizá, la figura del hacedor de la lluvia de Villa Luro nos remite a un ancestral proceso mítico que resurge en la modernidad.    

Herman Hesse, en su célebre relato El hacedor de la lluvia, nos presenta a un mago antiguo entregado a la búsqueda del control del clima, al hacer llover dentro de una sociedad tribal.  

 El hacedor de la lluvia ejercía su oficio desde el supuesto conocimiento de ciertos principios o leyes ocultas de la naturaleza. El mago aquí, como lo sugería ya Sir James Frazer en su clásico La rama dorada, adelanta la figura moderna del científico que, por el conocimiento de los procesos naturales, pretende una gradual comprensión y dominio de los fenómenos naturales.  

Como fraudes, simuladores o desesperados alucinados, Baigorri y Hatfield quisieron dominar el cielo y sus fuerzas. Un deseo que viene del tiempo de los antiguos mitos; un antiguo deseo que, en estos personajes, por pertenecer ya a una época moderna, se unió con los instrumentos de la ciencia: una máquina, o elementos químicos combinados. Sus imaginarias proezas no están lejos, hoy, de la geoingeniería que busca sembrar nubes para luego generar lluvias.   

Entonces, en una esquina de Villa Luro vivió no solo un alucinado o un falsificador, sino alguien movido por un deseo muy lejano: el inveterado sueño del humano de ser dueño, y no solo observador, de la magia con la que la naturaleza inventa la lluvia. La lluvia que en ocasiones provoca la inundación y que, la mayoría de las veces, trae la renovación de la vida.  

 

(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. Algunos de sus cursos sobre filosofía, arte, cine, literatura son anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar).