CULTURA
una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(3ra Parte)

14_09_2024_novela_martatoledo_g
| marta toledo

Acabo de releer en el Quijote los capítulos que se refieren a su biblioteca. El cura y el barbero arrojan los libros por la ventana, en el patio se enciende una fogata con ellos y luego, por si fuera poco, le tapian la entrada y le juran que desapareció por encantamiento.

La censura.

O la Inquisición.

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La absurda idea de que, si quitamos del mundo aquello que consideramos malo, solo quedará lugar para lo bueno.

El caso de L es bien diferente. Casi su contrario, se me ocurre. Aunque su biblioteca depósito esté igualmente de alguna manera tapiada, la pobre nena ha quedado dentro. Tampoco tiene una ventana. No ha tenido otra opción que la lectura.

Su madre ha tapiado la biblioteca con ella dentro.

Si al cura y al barbero se le hubiese ocurrido lo mismo, don Quijote no habría salido a los caminos ni habría cabalgado junto a Sancho ni jamás hubiésemos podido leerlo.

Afuera llueve. Pero adentro la escena es exactamente la misma que la tarde anterior: Paloma sentada detrás del escritorio y, a sus espaldas, la puerta del depósito cerrada.

La saludo a la pasada y no me detengo.

Vuelvo por su hija, no por ella.

Abro la puerta, L registra mi ingreso, me doy cuenta porque tuerce con algún esfuerzo unos centímetros su cabeza, me observa un instante y de inmediato retorna a lo suyo, al libro que tiene abierto entre el vientre y sus piernas.

Me siento a su lado.

En el piso, con mis piernas en cruz.

Y abro la primera parte del Quijote. Anoche, antes de dormirme, decidí traerlo y contarle del libro. No puede haberlo leído, no tiene edad, y si le gustan tanto las historias de piratas, con más razón le tienen que gustar las aventuras del Caballero de la Triste Figura.

Mi actitud en espejo la descoloca.

Cierra su libro y solo tiene ojos para el mío.

Le digo entonces, lentamente, que le traje mi libro preferido, un libro todavía más antiguo que La isla del tesoro, uno que cuenta la historia de un hombre mayor, muy delgado, que un buen día decide subirse a su caballo y salir a los caminos para poner un poco de orden y de justicia en el mundo.

L escucha con atención lo que digo, pero no me mira.

Solo tiene ojos para el Quijote.

Nerviosa, estira sus manos. Arrastra a los saltos, como puede, su exagerado cuerpo hasta donde estoy y, finalmente, manotea el libro. La dejo hacer. Entonces, ya más calmada, lo abre y comienza a leerlo en silencio. Al rato, mueve su cabeza de un lado para el otro con cierto enojo y me confiesa que hay demasiadas palabras que no entiende.

—Está escrito en la lengua de hace más de cuatro siglos.

Le explico.

Sin embargo, agrego enseguida, debajo, a pie de página y en letra más pequeñita, vas a encontrar la significación de esas palabras que no entendés. La nena, entonces, resopla de una manera muy similar a como lo hizo su madre durante la primera sesión en mi consultorio. Pero no se larga a hablar como hizo ella aquella vez. No. Lo que hace es dejar el Quijote en el piso, volver a tomar La isla del tesoro y olvidarse de mí.

—¿No te gustó?

—No.

De nada sirve que le cuente morosamente que no está mal conocer el pasado de la lengua que hablamos, que tanto en el pasado de la lengua como en el de la vida, se encuentra buena parte de lo que podemos esperar para el porvenir.

Tan lento le digo lo que le digo, que no puedo dejar de revisarlo.

Es un horror.

Acabo de anunciarle, en una frase escasa, que jamás saldrá del encierro de lectura al que la sometió el odio de su madre. Una barbaridad involuntaria, la mía, que toma la forma de un fácil y furioso enojo contra su progenitora.

Recojo el Quijote del piso.

Y salgo.

Ajena por completo a mi profundo malestar, Paloma, desde su sitial de honor detrás del escritorio, me pregunta si voy a pagarle por la visita, que la plata no le alcanza para nada, que.

—Mañana, si es que vuelvo, lo arreglamos.

 

Esta noche volví a llorar. Escuché los pies de Emilio arrastrándose desde la cocina hasta el baño y no pude detener el llanto. Estaba sola. Otra vez sola con el fantasma de mi marido en los alrededores. ¿Lloré por su ausencia o lloré por mi lamentable presencia terapéutica?

Creo que se trató de esto último.

No tengo dudas.

Me precipito. Encuentro buenos augurios donde no los hay. Afirmo livianos porvenires frente a una niña que necesita justamente lo contrario. Es evidente que estoy funcionando muy mal en este caso. Y no lo he hecho, de ninguna manera lo he hecho, a largo de mi vida profesional.

Me involucré.

Como persona, no como psicóloga.

Ahí estuvo el error. Un error que sería sencillo de salvar; bastaría con volver a mi rol y olvidarme del cariño que siento por esa nena. Eso alcanzaría. Aunque no es lo que voy a hacer, por supuesto. Haré precisamente lo contrario: me involucraré más, todo lo que la situación me permita.

Ya está bien.

No quiero estar más sola. No quiero llorar más.

Afuera continúa lloviendo. Suele pasar. La lluvia, como el llanto, se reproduce con facilidad. Paloma me mira entrar y sonríe. Yo también le sonrío. Aunque ni siquiera me tomo el trabajo de saludarla, abro la puerta del depósito bibliotecario y de inmediato la cierro.

L lee. 

Por supuesto, sentada en el piso y con las piernas en cruz.

En esta oportunidad no tuerce la cabeza. O bien ya se acostumbró a que por las tardes una molesta señora interrumpa su lectura, o bien todavía está enojada con el oscuro porvenir que le anunció involuntariamente esa misma y estúpida señora.

Me siento.

Enseguida le pregunto si le gustaría pasar el fin de semana conmigo. No me contesta. Sin embargo, deja de leer unos segundos, me mira de reojo y observo, o lo imagino, que una tímida aceptación de mi propuesta se dibuja en su cara. Entonces, me levanto del piso y camino como un huracán a enfrentar a su madre.

—Voy a pagarle.

—Qué bien.

—Pero no de la forma que usted espera.

—No entiendo.

Le pido a Paloma que me escuche atentamente, que, aunque a ella le parezca que lo que necesita es dinero, para mí, desde un punto de vista estrictamente profesional, me da la impresión de que lo que en verdad necesita es tiempo; tiempo para ella misma, hace más de siete años que lo único que hace es cuidar de su hija, que eso no está bien, que es muy joven y muy bonita, que tiene que salir, conocer gente de su edad, divertirse y olvidarse por unos días de que es madre. De inmediato, le manifiesto mi intención de pagarle cuidando de L durante el fin de semana, que también en mi caso se trata de una cuestión de tiempo y no de dinero, que ya estoy grande y que si algo me sobra es soledad, que lo piense y que por favor acepte, que un fin de semana así nos vendría maravillosamente bien a las tres, que mañana, si está de acuerdo, le traiga a la nena un bolsito con algo de ropa.

 

Estoy feliz con la decisión que tomé. Tanto que no he derramado ninguna lágrima esta noche. Y no sólo eso, también me hice de un rato para buscar en la segunda parte del Quijote los capítulos que el caballero pasa dentro del castillo de los duques.

La felicidad suele engendrar felicidades.

Se me ocurrió, mientras volvía caminando a casa, que el momento en que le tapiaban la biblioteca no era el único momento en donde afloraba la censura en el Quijote, que algo raro al respecto también acontecía en la segunda parte a partir de la aparición de la pareja de lúdicos duques. Por eso fui a buscar el libro apenas llegué.

Los duques le arman un escenario ficticio al caballero y a su escudero.

A una obra de teatro le seguirá otra a lo largo de las páginas. Representaciones. Mentiras. Juegos que dejan al mundo, a lo real del mundo, fuera. Hartos de las agresiones que se producen en la primera parte del libro que han leído con atención, los duques arman sucesivos espectáculos en los que no habrá golpes ni sangre ni dientes partidos. Censuran lo que para ellos es malo: la violencia. Y solo dejan lugar para lo que consideran bueno: las divertidas y pacíficas representaciones teatrales.

Eso, me parece, aunque con una finalidad bien distinta, es lo que intentó hacer Paloma con su hija.

Decidió encerrarla dentro del depósito bibliotecario para censurarle, en su caso, la posibilidad de ser feliz en el mundo. Si ella era infeliz, también lo sería su hija. No obstante, hubo algo que no tuvo en cuenta, algo elemental que se le escapó: los libros también constituyen divertidas e incruentas maneras de representar y de jugar. Una fábrica de felicidad, la lectura, que sin duda ha sido lo que salvó a L del cruento encierro al que la sometió su madre.

L me necesita.

Y yo a ella.

 

Junto al enorme escritorio de Paloma, algunos metros delante de la puerta cerrada del depósito, hay dos bolsos también enormes. Un exceso de equipaje que atribuyo a que la muchacha nunca antes ha pasado por una situación como esta y entonces, al no saber cuánta ropa sería necesaria para un fin de semana, llenó ese par de bolsos con todo lo que encontró por ahí.

Prefiero no decirle nada al respecto.

Solo la saludo.

Aunque mi casa quede muy cerca, tomaré un taxi, no será problema.

Lo que en cambio le pregunto es si habló del asunto con la nena, si está avisada del plan que le espera. La mujer me responde que intentó hacerlo, pero que es difícil saberlo, que L no entiende o se hace la que no entiende cuando ella le habla. Sin embargo, agrega, cree estar segura de que algo debe haber comprendido porque por la mañana vio que introducía tres o cuatro libros en uno de los bolsos.

Ingreso en el depósito.

L lee en la posición de siempre.

De inmediato, hace un esfuerzo algo mayor al habitual para torcer su cabeza hacia donde estoy.

—¿Vamos?

—Vamos.

Se pone de pie y camina hacia mí. Me da la mano en la que no lleva el libro que estaba leyendo y espera a que yo decida los pasos a seguir. Evidentemente, tiene muy en claro el futuro del fin de semana y eso me tranquiliza. Abro la puerta, me choco contra los bolsos, le suelto la mano y me planto a esperar que se despida de su madre.

Aunque no hay despedida.

Apenas si la mira y enseguida camina decidida hacia la puerta de la biblioteca.

Paloma me desea suerte desde alguna ironía y arreglamos la devolución de la niña para el lunes a mediodía.

Sé que la palabra devolución suena horrible en este contexto. Lo sé perfectamente. Pero si la escribo es porque es la palabra que utilizó la mujer para clausurar la conversación.

L todavía no se duerme. Y yo estoy agotada. Pero tengo tanto que escribir. Iré paso a paso, no quiero olvidarme de nada, cualquier mínima cuestión puede resultar de alguna importancia en el futuro.

El taxi.

Vivo a unas quince cuadras, quizá menos, de la biblioteca en donde trabaja Paloma. Sin embargo, con la enormidad de los bolsos que tenía que cargar, fue necesario tomar un taxi. El chofer acomodó los bolsos delante, L subió, cruzó las piernas como acostumbra sobre el asiento, abrió su libro y leyó durante todo el viaje. Ni miró las calles ni miró a la gente que andaba por las calles. Da la impresión de estar ausente de aquello que la rodea. Completamente ausente del mundo.

En casa.

Llegamos, salí del coche, el señor me alcanzó los bolsos, le pagué y tuve que pedirle dos o tres veces a la nena que dejara de leer y que por favor bajara.

Descendió y me siguió.

En silencio.

Creo que solo habla cuando una le pregunta algo. Por ejemplo, cuando entramos, la llevé hasta la cocina y le pregunté, con suma lentitud, si tenía hambre o tenía sed. Me contestó que no. Por supuesto, acompañando el no con el dedo índice de su mano izquierda dibujando una corta línea a partir de la boca y apuntándome con el mismo dedo enseguida después de pronunciar la o. Me quedé mirándola, se la notaba muy intranquila ahí de pie junto a la mesa. No decía nada, pero no dejaba de moverse y de mirar a su alrededor. Tardé en caer. Indudablemente, su nerviosismo o su molestia provenía de que mi cocina es demasiado pequeña y no le quedaba lugar para sentarse en el piso y seguir con la lectura.

—¿Te     muestro     la     habitación     en     donde     vas     a     quedarte?

—Sí.

Aceptó y fuimos.

Acomodé los bolsos en un rincón y, cuando me di la vuelta, L ya estaba sentada en el piso leyendo con las piernas en cruz. Le pedí que me acompañara mientras cocinaba, que podía ayudarme, que sería divertido. Pero no. Ni siquiera levantó los ojos. 

Se quedó ahí.

Y yo, mirándola.

No sé el tiempo que pasé observándola sin comprender del todo bien lo que ocurría. Lo cierto es que en algún momento ella por fin se dio cuenta de que yo continuaba ahí, cerró apenas el libro y me dijo que no había lugar.

Evidentemente, se refería a mi cocina.

Entonces fui, arrimé la mesa contra una de las paredes, mudé el par de sillas y quedó algún espacio libre. Enseguida volví a la habitación y le informé que ahora sí había lugar. Ella se levantó, me siguió y se acomodó en el lugar que había abierto entre la mesa y la puerta que da al pasillo.

Ni se quejó ni mostró alegría alguna.

Solo cambió de sitio y siguió con la lectura.

De más está decir que todo lo que intenté para que dejara el libro, se pusiera de pie y me ayudara en la preparación de la comida, no surtió ningún efecto.

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Continúa la 4ta parte: Sábado 21 de septiembre