D e todos los combustibles posibles con los que arde la literatura, ninguno tan perenne y verdadero como la desilusión, fogata que, junto a la memoria, la destrucción y el testimonio del paso del tiempo, alimentó como nadie José Emilio Pacheco (1939-2014), el escritor más entrañable y bien querido de la república mexicana.
Continuador de la tradición del polígrafo literario que en México ha dado figuras como Alfonso Reyes, Salvador Novo y recientemente Juan Villoro, Pacheco brilló con luz propia en todos los géneros que practicó: novela, crónica, ensayo, reseña, periodismo, magisterio y sobre todo como poeta y traductor de poetas. Uno de sus últimos emprendimientos, ejecutado con maestría, fueron las versiones de El cantar de los cantares, tentativa en la que tuvo el acierto genial de ensayar con el poema en prosa y en la que se leen pasajes de dichoso encantamiento: “Su cabeza es de oro puro. Sus cabellos, racimos de palmera, son negros como los cuervos. Sus ojos son como palomas que se posan junto al estanque o se bañan en el arroyo. Sus mejillas son campos de bálsamo, macizos de perfume. Sus labios parecen lirios de los que fluye mirra.”
Pacheco perteneció a la generación del Medio Siglo, grupo que contuvo a escritores tan dispares como Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Vicente Leñero, Emilio Carballido, Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Margo Glantz, Sergio Galindo, Ricardo Garibay, Luisa Josefina Hernández, Juan Vicente Melo y Jorge Ibargüengoitia, entre otros (fue Elizondo quien sostuvo que el siglo XX había sido la edad de oro de la literatura mexicana).
La muerte repentina de Pacheco deja a la literatura hispanoamericana sin uno de sus protagonistas, un tipo sencillo y humilde que tuvo la cordialidad, consecuente con su conocida modestia, de morirse un domingo por la tarde.
Desde muy joven, Pacheco destacó como un espíritu ecuménico y apasionado. Apenas con 20 años publicará en la célebre colección Cuadernos del Unicornio, dirigida por Juan José Arreola, el relato la La sangre de Medusa, título que demostrará, desde el inicio, que Pacheco era un young master (“Las tinieblas se han encendido. El firmamento se agita en un mar de llamas. El incendio devora los horizontes. Ante su resplandor los astros pierden brillo.”)
Posteriormente, en 1963, editará su primer poemario, Los elementos de la noche, lo que le valdrá el inmediato reconocimiento de sus pares e incluso las elogiosas palabras de otra joven promesa, Mario Vargas Llosa: “Tanto la actitud frente al mundo, como la elección de los temas y el uso de la palabra del autor de esta obra, muestran a un creador perfectamente formado, con una versión lúdica y muy personal de la realidad, y dotado de facultades expresivas nada comunes. Pacheco merece figurar, desde ahora, entre ese grupo de autores –Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Alfonso Reyes, Octavio Paz– que han hecho de la poesía mexicana una de las más ricas y más profundas de la lengua”.
En efecto, la poesía de Pacheco conjuga formas métricas clásicas y modernas, lo que le da una fuerza expresiva a sus sonetos y un coloquialismo amenísimo cuando ensaya el verso libre. Poeta de oficio, su canto esencial es al deterioro y a la ruina (“pertenezco a una era fugitiva,/ mundo que se desploma ante mis ojos”), al ineluctable paso del tiempo que todo lo devora y lo destruye, o, para decirlo con Borges, de quien fue un ferviente lector, “el horrendo dictamen de que todo es del gusano”. Pocos escritores han cantado con tanta hondura a las muchas muertes de la ciudad de México, ese lugar fantástico y magnético que necesita destruirse todos los días para renacer, con la sangre tributada, en el corazón de lo que supo ser la región más transparente: “La ciudad en estos años cambió tanto/ Que ya no es mi ciudad, su resonancia/ De bóvedas en ecos y los pasos que nunca volverán./ Ecos pasos recuerdos destrucciones/ Todo se aleja ya. Presencia tuya./ Hueca memoria resonando en vano/ lugares devastados, yermos, ruinas,/ donde te vi por último, en la noche/ de un ayer que me espera en los mañanas,/ de otro futuro que pasó a la historia,/ del hoy continuo en que te estoy perdiendo.”
Narrador obsesionado con el paso del tiempo, ha sido considerado un nostálgico, cuando en realidad lo que hace es recrear las instancias de la infancia y memoria, ese pequeño lapso de la vida en que todo es nuevo e intranquilo, oscilación trepidatoria que marca a hierro la mirada, o para decirlo con el adolescente protagonista del que probablemente sea uno de sus mejores relatos, El principio del placer: “si, en opinión de mi mamá, ésta que vivo es la etapa más feliz de mi vida, cómo estarán las otras, carajo”.
Su celebrada faceta como traductor es digna de todo encomio, ya que desde sus primeros libros se abocó a decantar al español a poetas esenciales: Donne, Rimbaud, Quasimodo, Baudelaire. Es sabido, también, que su traducción de los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot es uno de sus esfuerzos más conspicuos, obra en la que trabajó durante décadas y no ha sido publicada en su totalidad (alguien ha sugerido que se trata incluso de una versión superior al original). Recuerdo también, hace años, haber leído su traducción de ese extrañísimo texto narrativo de Beckett titulado Cómo es y sé también que fue un fino traductor de Oscar Wilde, Lewis Carroll, Emily Dickinson, Drummond de Andrade, Harold Pinter, Tennessee Williams y Marcel Schwob, en cuyo prólogo a las Vidas imaginarias –traducidas por él– me reveló la existencia del estupendo ensayista argentino José Edmundo Clemente, hoy poco menos que un fantasma.
Otra labor esencial es su trabajo como periodista cultural, ya que demostró, semanalmente y durante décadas, que era posible escribir textos de primera, intercalando crónicas, ensayos y artículos de ficción que desentrañan las diversas aristas de la literatura sin repetirse. Y ese es uno de los mayores logros de Pacheco, la de ser un extraordinario conversador que invita todo el tiempo a su mesa, a diferencia de los autores contemporáneos, ocupados aldeanamente en desentrañar las minucias de su ombligo.
Luminoso hasta cuando daba entrevistas, Pacheco es un temperamento transparente que comparte sus angustias, esperanzas y ucronías: “Siempre he tenido el temor de que la destrucción del mundo clásico fue tan brutal que nada más sobrevivieron las obras de las que los copistas habían hecho gran cantidad de ejemplares, es decir los best sellers. A lo mejor hubo autores más grandes que Sófocles y Virgilio que se perdieron para siempre.” O esta confesión, que es una joya: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras terminadas, sólo obras abandonadas…”
Uno de los rasgos de su proceso creativo es la corrección permanente. Pacheco es sobre todo un alfarero, alguien que ensaya y mejora los libros, actualizando el software, puesto que para él, y esta es una prueba más de su modestia, un libro de literatura es similar a un libro de texto, que exige ser mejorado: “Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, considerará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable.”
Sin dudarlo, su libro más entrañable y conocido es Las batallas en el desierto, en el que testimonia la transición de la ciudad de México a una sociedad industrial, con la presencia americana transformando el entorno, la llegada de la televisión y la expansión desmesurada que llevó al Distrito Federal de ser una ciudad de cuatro millones de habitantes a convertirse en una galaxia derramada en expansión perpetua.
La obra es entrañable no sólo por la descripción del México que se nos fue (“Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”) sino porque lo cuenta todo desde la perspectiva de un niño, Carlos, que se enamora de la mamá de su mejor amigo, Mariana, la mujer más hermosa del universo. Y por eso aflora la tristeza, porque Carlos conoce muy temprano el desencanto y sabe, de una vez y para siempre, que nada somos más que el dolor de lo que muere: una tarde rubia, la primaria infinita, aquella playa de Veracruz, el olor de las abuelas, la bóveda celeste vista con los ojos del padre, la mascota muerta, el circo alucinante o la boca encendida que pronunció, con fe imposible, el color de nuestro nombre.
Pacheco supo lo que todos sabemos y expresó con su obra lo que todos sentimos. Por eso lo queremos tanto.
Me despido del poeta al son de su canción: ¿Qué va a quedar de mí cuando me muera/ sino esta llave ilesa de agonía,/ estas pocas palabras con que el día,/ dejó cenizas de su sombra fiera?/ ¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera/ esa daga final? Acaso mía/ será la noche fúnebre y vacía/ que vuelva a ser de pronto primavera./ No quedará el trabajo, ni la pena/de creer y de amar. El tiempo abierto,/ semejante a los mares y al desierto,/ ha de borrar de la confusa arena/ todo lo que me salva o encadena/. Mas si alguien vive yo estaré despierto”.