En “Lúcido” volvés sobre temas que se pueden reconocer en tu obra: por ejemplo, la indiscernibilidad de la vigilia y el sueño. ¿Qué te interesaba indagar en esta obra en particular?
—Yo tengo la sensación que estos temas reaparecen en la obra de cada autor, pero como uno siempre piensa su última obra como muy distinta de las anteriores, me cuesta identificarlo. Lo cierto es que yo quise trabajar más sobre un procedimiento que sobre un tema. Lúcido es un melodrama en el que los diálogos están totalmente desquiciados. Es algo muy conocido por mí y que gusta mucho hacer: presentar lo más absurdo del mundo como si fuera lo más natural. Muchas obras mías escritas sobre este procedimiento pero dirigidas por otros directores no funcionan porque la puesta en escena suele tener cierto grado de literalidad y también es absurda. Hay toda una generación de autores-directores en Buenos Aires que hemos decidido dirigir nuestras propias obras porque parecería que más que textos son “planes”. Planes de ejecución que ponen en escena una realidad distinta. Y suelen ser muy mal leídos. De los textos no se deduce el grado de verdad que luego le vamos a dar en la puesta en escena. Uno puede con mucha simpleza poner sobre el escenario una historia cualquiera y decir “mi pensamiento sobre tal tema en la vida real no tiene ninguna importancia, lo que importa es cómo este tema es tocado por un procedimiento lúdico”. No vas a aprender nada sobre el mundo real mirando una obra de teatro.
—En tus obras nunca faltan referencias a la cultura popular, a la cultura de masas: el cine clase B, las telenovelas, etc. ¿A dónde mirás para plantear esos procedimientos?
—Sobre todo, miro al lenguaje. Al lenguaje como construcción de realidad y no al revés. En ese sentido, cualquier hibridización de estos modelos dados siempre permite una más aguda percepción de cuán poco control tenemos sobre lo real y al mismo tiempo de por qué lo real es un campo de batalla en el que se instala el poder. Tengo la sensación de que todo o casi todo a mi alrededor bien podría ser mentira y que sin embargo, uno va aceptando determinadas cosas como naturales por la propia insistencia de la circulación de los lenguajes. Claro, mis fuentes son los objetos de la cultura pop pero sólo porque es un lugar donde se pueden realizar estas permutaciones que hacen que la cabeza diga “las cosas bien podrían ser de otra manera”. De la misma forma, la tragedia en sí misma me parece totalmente anacrónica, no responde a nuestra manera de percepción de lo real y ha anquilosado, como logran determinados aparatos culturales, las posibilidades de pensar la otredad. Las ha encriptado dentro de un mecanismo de objetos de buen gusto. La cultura ha tenido que bajarse del pedestal y aceptar que existe incluso en las cosas muy feas, incluso en las cosas muy equivocadas. La producción de objetos bellos tiene muy poco que ver el arte.
—Solés decir que la cultura pop no te gusta especialmente, pero no te metés con otros géneros u otros modelos culturales...
—No, pero por una cuestión de pertenencia. La pregunta es a quién le pertenece la cultura pop y a quién le pertenecen los modelos culturales “altos”. Los modelos clásicos son más fácilmente apoderados por los mecanismos de poder. No hay un paradigma de lo bello en la cultura pop y esto es lo que a mí me interesa. Y me parece que nuestra época es pop. Lo más difícil de entender es esta cuestión del falso concepto del buen gusto. No somos productores de buen gusto. Esto lo hacen los diseñadores. En las expresiones artísticas, más concretamente en las expresiones ficcionales, que son las que a mí me interesan, la construcción de la ficción es, en este momento, una tarea pop.
—¿Cómo trabajás un texto para llegar al soporte libro?
—Sólo publico después del estreno. Una sola vez publiqué antes de estrenar y me arrepentí toda la vida porque la obra no estaba terminada. La publicación no es el objetivo de mis obras. De hecho, creo que el objeto “libro” las preserva pero no del todo y nunca son la descripción detallada del plan. Pero es lo único que se puede conservar.
—¿En eso estaría el interés por publicar?
—Mi interés por publicar es bastante menor. Me parece que se me da con mucha naturalidad porque tengo editoriales muy generosas y sobre todo por la incesante actividad de Jorge Dubatti que le parece que su función es tratar de dejar un testimonio de una época determinada del teatro argentino. La política de publicación ha cambiado mucho en relación a lo que había hace diez o quince años. Yo jamás hubiera imaginado publicables ciertas obras mías pero luego uno empieza a ver que también se han publicado las obras de Federico León, las dramaturgias de Ricardo Bartís y todo un corpus de libros que empiezan a pensar la literatura dramática desde otro lado. La piensan como un fenómeno teatral que deja una literatura determinada. Pero esto es nuevo. Hace diez años yo te hubiera podido señalar con el dedo muy claramente esta obra se puede publicar, esta no.
—Dame ejemplos.
—La paranoia, por ejemplo, es la obra con la que acabo de ganar el premio Casa de las Américas en La Habana, Cuba, una obra muy literaria. Sus diálogos son muy ricos, muy complejos, muy divertidos además de su situación. En cambio, Bloqueo que es una obra que estrenaremos a mediados de abril en el Teatro del Pueblo es una obra ilegible, porque es pura situación. La estupidez es una obra tramposamente legible porque casi siempre se la imagina como una obra absurda y no se puede entender que lo más gracioso es hacerla “en serio”. Mientras que El pánico me parecía una obra imposible de leer. Las coreografías de las bailarinas no se pueden leer. ¿Qué pasó cuando decidí publicarla? Si vos comparás, en La estupidez hay muy pocas acotaciones y en El pánico hay miles de acotaciones que no describen exactamente lo que hay que ver sino que son acotaciones de índole poética. Javier Daulte no permite que otros directores dirijan sus obras y dice al respecto: “yo escribo muy mal pero corrijo muy bien con la actuación. Hago posible con los actores lo que parecía imposible cuando lo escribí.” Y me parece que esta situación resume lo que nos pasa a algunos dramaturgos: el texto no está bien escrito pero va a estar muy bien puesto en un juego, en un sistema, en el que voy a estar obligado a creer en él. Cuando lo leo no creo, cuando lo veo, sí. Hay una nueva forma de escritura literaria que da libros como producto, basada en un conocimiento diferente que tenemos del fenómeno teatral. Yo no publico para que se me dirija. Esta también es una diferencia fundamental con el teatro anterior. Antes, los autores, eran autores de escritorio. Y la publicación era una manera de multiplicar esos montajes. Nosotros no tenemos esa fantasía.
—¿Van a montar la trilogía en los tres países que participaron de la experiencia “Three cities” (Escocia, Australia y Argentina)?
—Sí, el proyecto completo funciona viajando. Hay algo de la comparación de estas tres maneras de escribir y de la relación que tiene cada ciudad con su teatro. Por ejemplo, sentimos muchísimos puntos en común con la forma de trabajo del grupo de Melbourne. Son obras “de actuación” y no sobre “temas”. Es una diferencia enorme con respecto al teatro europeo que parece estar en una etapa agónica: está primero el “tema” antes que el procedimiento o lo singular de la experiencia teatral. Pero, a diferencia de Buenos Aires, no hay un mercado para teatro en Melbourne.
–¿Estás por incursionar en el cine?
–Hay dos proyectos de cine. Uno muy concreto que se realiza en estos días y se trata de un telefilm para canal 7 dentro de un ciclo que se llama Doscientos años. El canal ha llamado a trece directores de teatro y les ha propuesto que cada uno de ellos se aparece con un director de cine y entre los dos dirijan una experiencia fílmica. Me parece que es una experiencia que puede dar mucho que hablar. Los directores de cine no van al teatro. En general, no conocen buenos actores de teatro, no les interesa el medio narrativo del teatro, lo cual es completamente normal. Curiosamente, todos los directores de teatro vamos mucho al cine. El cine argentino es a lo sumo hiperrealista, siempre dentro de unos parámetros más o menos conocidos, mientras que en teatro se están viendo cosas muy extrañas. Me interesa mucho el cine y no me interesa “la industria”. En este caso, la ocasión me viene servida en bandeja porque no tengo que hacer una película taquillera. No conozco todas las producciones pero ojalá les vaya bien porque es un proyecto muy necesario para discutir esas relaciones: ¿por qué algo de lo que está pasando a nivel teatral no se puede trasladar al cine y viceversa?
–Es también interesante que surja del canal estatal.
–Es su función. Es genial, no necesitan competir con nada. Es para mí siempre el problema del cine: es tan caro, intervienen tantas personas y es tal el deseo de recuperar ese dinero y tener ganancia para poder seguir produciendo que siempre termina siendo un poco mainstream.
—Es muy difícil ir a ver una obra tuya sin reírse mucho. ¿Qué te hace reír a vos?
—Casi todo. De un tiempo a esta parte, concretamente de Beckett a esta parte, todo el teatro es cómico. La tragedia como manera de comprender el mundo o de representar el destino del hombre está caduca. Beckett resume nuestra esencia con mucha claridad cuando dice que el ser humano no es trágico sino ridículo. Nos hace reír lo ridículo. No aquello que es gracioso sino que, pretendiendo estar dentro de las normas, se escapa de ellas por todos lados, aquello que pareciendo estar bajo control, falla. Me parece que esto es lo que más nos hace reír y reflexionar sobre nuestra condición humana. Los personajes en mis obras suelen tener muy pocas luces pero no lo saben. Siempre operan como si fueran ingenieros atómicos y esto es lo que los torna muy ridículos. Hay un teatro escrito en una época determinada de la historia donde los personajes son todos inteligentes o incluso donde los que no lo son, son los personajes de comedia y los que sí lo son, son los personajes de tragedia. Eso no pasa más. Me costaría encontrar ahora una tragedia contemporánea que no tuviera visos de ridículo.