Michel Foucault está cansado. Lo advierte no bien empieza a hablar en su conferencia en el Club Tahar Haddad en Túnez en 1971. Pide disculpas por esto de su agotamiento que, seguramente, vendrá aparejado de lapsus, errores y una exposición que imagina será imprecisa. Sin embargo, atribuye la fatiga a una suerte de felicidad que le dio su anterior visita a esa ciudad. Se hizo “suficientes amigos como para no tener ya un minuto libre”. Porque en 1966, más precisamente el 15 de junio, a poco de terminar Las palabras y las cosas partió desde Francia a la capital de la República Tunecina. Allí estuvo por casi dos años en los que no todo fue sol y filosofía.
Por lo tanto, en 1968, Michel Foucault estaba en Túnez hablando de pintura. En aquella ocasión fue la italiana del Quattrocento. En 1971, cuando ya había regresado a París, vuelve a Túnez como invitado y está por comenzar una charla sobre Edouard Manet: La pintura de Manet. La captatio benevolentiae que inaugura el texto no termina ahí. El filósofo dice que no es un especialista en la materia, por tanto, no va a hablar del pintor francés en general, ni siquiera de sus aspectos más conocidos. Que lo que le importa de Manet es, por supuesto, otra cosa.
El tono coloquial que recorre todo el tratado es evidente: Foucault no escribió este texto. Dio esa conferencia, pasó diapositivas con imágenes de trece cuadros y Rachida Triki lo transcribió. La primera edición es de 1989 y fue publicada por la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de Túnez. Durante bastante tiempo fue inaccesible, aunque había sido editada en 2001 en París por la Société Française d’Esthétique y en 2004 por Seuil. Recientemente editado por Fondo de Cultura Económica, La pintura de Manet no es más un secreto en castellano.
El proyecto de Foucault de escribir sobre Manet está muy ligado a la ciudad en la que dio la conferencia antes mencionada. Porque antes de viajar en 1966, se sabe que firmó un contrato con Editions de Minuit para escribir un ensayo sobre el pintor. Se llamaría Le Noir et la Surface (El negro y la superficie). Nunca llegó a hacerlo, pero varios escritos que fue preparando en Túnez y charlas que dictó sobre lo que había pensado del autor de Baile en la Opera modulan esas intenciones.
Sin embargo, su primera referencia escrita sobre Manet es de 1964. En el prólogo a La tentación de San Antonio de Flaubert. Allí realiza un paralelismo entre Flaubert y Manet afirmando que, así como La tentación de San Antonio “es la primera obra literaria que tiene en cuenta estas instituciones verdosas donde los libros se acumulan y donde crece dulcemente la segura vegetación de su saber”, también “es bien probable que El almuerzo sobre la hierba y Olympia hayan sido las primeras pinturas de museo”, entendiendo por esto que Manet pintaba para manifestar un modo de parentesco entre los cuadros, y que testimoniaba su necesario lugar de existencia como tales, en el museo. En síntesis, “Flaubert es a la biblioteca lo que Manet es al museo”. Para finalizar que “desde Manet y Flaubert, cada cuadro pertenece a la superficie cuadriculada de la pintura y cada obra literaria pertenece al murmullo indefinido de lo escrito. Manet y Flaubert han hecho existir, en el propio arte, los cuadros y los libros.”
Foucault habló sobre Manet en 1967 en Milán y luego en Tokio. En una entrevista en relación con su visita a Japón, afirmó que la pintura de Manet lo deja estupefacto y resaltó la “fealdad”. La agresividad de esa fealdad, en pinturas como El balcón, que la entendía como una indiferencia sistemática a los cánones estéticos. Pero esa “fealdad” es actual, ya que “hoy nos continúa gritando, chirriando”.
Por su parte, Deleuze se refiere, en el final de su exposición sobre el dispositivo en el Encuentro Internacional de 1988, al proyecto de escribir sobre Manet: “Habría analizado sin duda, más que las líneas y los colores, el régimen de luz de Manet. Foucault probablemente habría dicho: Manet es lo que el pintor deja de ser. Esto nada quita a la grandeza de Manet. Pues la grandeza de lo que Manet es está en el devenir de Manet en el momento en que pinta. Esas conversaciones habrían consistido en mostrar las líneas de fisura y de fractura que hacen que los pintores de hoy entren en regímenes de luz de los cuales se dirá: son otros, es decir, que hay otra evolución de la luz”.
La operación de Foucault sobre Manet, en principio, deja de lado la importancia que este artista pudiera tener en la aparición del movimiento impresionista. No es que no la consigne, pero frente a lo que encuentra como importante en la ruptura que realiza en la segunda mitad del siglo XIX, eso parece menor. Por una parte, hacia el pasado, según Foucault, es la primera vez desde el Quattrocento que rompe con el artificio de ocultar la materialidad que sostiene a la pintura. Quiebra la ilusión que los siglos anteriores se ocuparon de representar las tres dimensiones en apenas dos que tenían los frescos y las telas. Rehuir y enmascarar el soporte de la pintura. Por el otro, con esta mostración del procedimiento hacía el futuro hizo posible toda la pintura posterior a este movimiento y, sobre todo, la que se dio en el siglo XX. Porque metió en el cuadro toda su materialidad: las líneas horizontales y verticales que lo definen, la textura de la tela, la iluminación que viene desde el exterior. Si bien no inventó la pintura no representativa, dejó todo listo para que esta aparezca al liberarla de las convenciones que le imponían esa representación. Dejó la pintura de cara con ella misma, con sus propiedades materiales, puras por sí mismas.
Entonces, menos que introducir nuevas técnicas del color, iluminación, como se lo conoce en relación con el impresionismo, Manet opera de manera contundente en la historia del arte. “Trastocó sin duda todo lo que era fundamental en la pintura occidental desde el Quattrocento”, sentencia en el ensayo.
“¡Ah, Manet!” Con un suspiro y esa frase, Foucault le contesta a Thierry de Duve, en ese momento un joven investigador del arte y la filosofía, cuando ya no sabe cómo sacárselo de encima con una serie de cuestionamientos sobre si es posible una arqueología de la modernidad y el valor que convendría atribuir a la herencia de la vanguardia.
Parece que Manet lo desvela pero también lo relaja. En La pintura de Manet, entre paréntesis a modo de didascalias, se indica que Foucault se saca el saco, se afloja la corbata e invita al análisis de las diapositivas. Serán trece y están organizadas en tres grupos, según lo que le interesa demostrar: “El espacio de la tela”, “La iluminación” y “El lugar del espectador”.
En el primer lugar, muestra cómo el artista hace jugar la materialidad de la tela en La música en las Tullerías, Baile en la Opera, El fusilamiento de Maximiliano, El puerto de Burdeos, Argenteuil, En el invernadero, La camarera y El ferrocarril (así lo nombró pero es Le Chemin de fer).
Por ejemplo, en El fusilamiento de Maximiliano (1867) expone cómo los personajes que son fusilados, a pesar de que están en el mismo plano y son casi prácticamente tocados por la boca de los fusiles de sus victimarios, son un poco más pequeños. Los pinta de acuerdo con un sistema de representación anterior incluso al Quattrocento. ¿Por qué Manet los representa así?, se pregunta Foucault, y responde: “Lo que Manet utilizaba, esto que él hacía jugar en su representación, era sobre todo el hecho de que la tela era vertical, que ella era una superficie de dos dimensiones, que ella no tenía profundidad. Esta última se representaba disminuyendo al máximo el espesor mismo de la escena representada”. En El puerto de Burdeos (1871) encuentra que los mástiles de los navíos repiten las líneas verticales del tejido de la tela sobre la que se pinta, lo que refuerza la idea del cuadro-objeto.
Manet hace visible lo invisible; la tela como materialidad que fue ocultada por siglos está ante nuestros ojos en el mismo plano que la lógica de la representación: pintaba el puerto, la camarera, el ferrocarril, sin dejar de señalar que eso estaba pintado con sus verticales y sus horizontales, cerrando el cuadro, reforzando la idea de marco. “Y Manet se sirve, dentro del propio cuadro, de ese juego de invisibilidad garantizada por la superficie de la tela: una actitud de la que, como ven, puede decirse de una manera u otra que es taimada, maliciosa y perversa, puesto que, en fin, es la primera vez que la pintura se da como lo que nos muestra algo invisible.”
En el segundo corpus están El pífano, El almuerzo en la hierba, Olympia y El balcón para señalar la manera en que están iluminados y la ruptura respecto de la sistematicidad de la luz que se inventó en el Quattrocento y del que Caravaggio fue un ejemplo de regularidad y sistematicidad de ese régimen de iluminación. Mientras que en esa pintura tradicional la fuente de luz siempre estaba en algún lado, Manet suprime esa luz interior y la reemplaza por una exterior. En Olympia, por citar uno de los modelos, lleva esta teoría hasta un lugar que destella inteligencia y originalidad. Un pensamiento exquisito. “Somos nosotros quienes la hacemos visible. Nuestra mirada posada en la Olympia es lampadófora; es ella la que lleva la luz: los responsables de la visibilidad y la desnudez de Olympia somos nosotros”. De hecho, Foucault le atribuye el escándalo que obligó a descolgarla en el Salón de 1865 no a la desnudez que exhibía tan directamente, ya que éste era un tema tradicional tal como compara el cuadro con la Venus de Tiziano: allí la luz venía desde lo alto, a la izquierda, de forma que era “como una especie de dorado que acariciaba su cuerpo y que constituía el principio de visibilidad de este cuerpo”. Lo blasfemo es la mirada del espectador que la ilumina.
Por último, el cuadro que analiza es Un bar del Folies Bergères en el que indagará el lugar del espectador. Allí describe la posición de la camarera, el espejo, las fuentes de luz y los reflejos y señala que no responden a las posiciones lógicas de los reflejados. Si la camarera está iluminada de frente con una luz contundente, no debería haber nadie hablando con ella, como lo muestra, por el contrario, el reflejo en el espejo. Esto se debe a que en el cuadro se juega con distintos puntos de vista que provocan encantamiento y malestar al que lo contempla. Hay una verdadera inversión de la mirada de la pintura clásica: “Mientras que toda la pintura clásica por su sistema de líneas y de perspectivas asigna al espectador y al pintor un lugar preciso, fijo, inmóvil, desde donde se ve el espectáculo, por el contrario, ahí no es posible saber dónde se encontraba colocado el pintor para pintar este cuadro cómo lo ha hecho y dónde nos deberemos nosotros colocar para ver el espectáculo”.
El cuadro, a partir de Manet, dejó de ser un espacio normativo: “El cuadro aparece como un espacio delante del cual y con respecto al cual uno puede desplazarse: espectador móvil frente al cuadro, luz real que le da de lleno, verticales y horizontales constantemente duplicadas, eliminación de la profundidad; la tela, en lo que tiene de real, de material y de físico, está apareciendo y jugando con todas sus propiedades en la representación."