CULTURA
Poética de lo vivo

Las nuevas formas de lo vivo: del bioarte y sus poéticas

A medio camino entre el arte y la tecnología, la emergencia del bioarte es un campo de creación y reflexión artística que explora la emergencia y problemáticas de la biotecnología desde una sensibilidad poética. Un libro de reciente aparición permite conocer de primera mano los pilares de dicho campo inter y transdisciplinario para comprender la emergencia de un mundo crítico y creativo orientado al porvenir.

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A medio camino entre el arte y la tecnología, la emegencia del bioarte es un campo de creación y reflexión artística que explora la emergencia y problemáticas de la biotecnología desde una sensibilidad poética. | pablo temes

En un inquietante y agorero artículo publicado por Artforum en marzo de 1988, el filósofo Vilém Flusser se planteaba una pregunta esencial que aún sorprende por su penetrante actualidad respecto a la imbricación de la biotecnología con el arte y su manera de transformar el lugar de la especie en el entramado del mundo. Pensador inflamable y aún hoy contemporáneo, Flusser reparaba en un acto neurálgico respecto a la producción y transferencia de información de la materia viva, puesto que desde su perspectiva la naturaleza aplica al respecto “un método extraordinariamente estúpido. La nueva información –creatividad– surge por error o, si se prefiere, por pura casualidad. Incluso información tan maravillosa y compleja como el sistema nervioso de un pulpo o el cerebro humano son resultado de variaciones ciegas y fortuitas; pero estos organismos no contribuyen a la diversificación de la información viva, (lo que) puede expresarse de la siguiente manera: no hay posibilidad de heredar biológicamente la información adquirida. ¿Qué podría ser más estúpido?”. Y ante su propio reparo, esbozaba el verdadero filo de su pregunta: “Las gotas que transportan información biológica son microscópicas, y la información que portan, moléculas de ácidos complejos, son aún más pequeñas. Una vez que han sido descubiertas, ha sido posible manipularlas. Esta es una declaración demoledora”. Como sucede con todos los hitos de la especie (que por lo regular en el momento en que aparecen suelen pasar desapercibidos), creo que recién en el presente podemos calibrar en todo su esplendor –es decir, desde las anacrónicas páginas de un suplemento dominical– los alcances de la biotecnología en su relación con el arte. Hoy en día es posible crear y manipular información susceptible de insertarse en la materia viva, pero no solo a la manera en que se hizo con la malograda oveja Dolly o desde el encanto pop que suscitó una película como Gattaca en 1997, sino en los términos que Flusser señalaba respecto a la capacidad artística de la especie: “Ahora poseemos una técnica para crear una serie completa no solo de seres vivos, lo que es notable en sí mismo, sino de formas de vida como nunca antes existieron. En resumen, la declaración de que ahora podemos crear nuevas formas de vida implica que ahora podemos crear ‘espíritus’ que somos incapaces de comprender”.

Con este telón de fondo, conviene leer el libro Bioarte. Poéticas de lo viviente, de Lucía Stubrin, publicado por la Universidad Nacional del Litoral. Filósofa especializada en teoría e historia del arte así como en biotecnología, poshumanismo y estudios interdisciplinarios, Stubrin dialogó en exclusiva para las páginas de PERFIL.

—Antes que nada, y de la manera más explícita, ¿qué significa el concepto de bioarte para ti y por qué debería interpelarnos?

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—Bioarte significa involucrarse con la problemática de la biotecnología desde una sensibilidad poética. Los y las bioartistas pueden ser científicos, artistas, investigadores, artesanos y, en general, necesitan trabajar en forma colaborativa para llevar adelante sus obras. Nos interpela porque es un discurso más dentro del entramado sociocultural contemporáneo que asume la condición técnica de la vida y produce conocimientos no articulados, dijera Vilém Flusser, que permiten poner en cuestión el enfrentamiento moderno entre lo humano y lo no humano, es decir, nuestro modo de ser en el mundo. 

—Respecto a determinados avances científicos, las implicaciones del conocimiento aplicado suelen impactar la vida de las masas una vez que sus aristas tecnológicas son más o menos evidentes para la mayoría de la población. En ese sentido, quisiera preguntarte cuáles son los usos evidentes o cotidianos de la biotecnología en la vida cotidiana de las personas.

—La biotecnología implica conocer y controlar los procesos vivientes a nivel microscópico. La consolidación de la biología molecular en la década del 70 del siglo pasado hizo que esos procesos pudieran intervenirse de manera más efectiva aplicando técnicas de ADN recombinante. Sin embargo, el vino, la cerveza, el queso y las diferentes razas de animales domésticos, por mencionar ejemplos de la vida cotidiana, son producto de la manipulación ‘artesanal’ de lo viviente que el ser humano implementó, con mayor o menor sofisticación, desde tiempos inmemoriales. En el presente es imposible vivir por fuera de la biotecnología: impacta en la industria farmacéutica, la alimentación, la vestimenta, etcétera.  

—Tu investigación nació como una tesis doctoral; sin embargo, en tanto libro, se presenta más bien como un ensayo de divulgación. ¿Qué opinión te merece la divulgación de la ciencia y cuál es el grado de penetración en ese sentido respecto de la biotecnología y la manipulación genética en el caso de la Argentina?

—La divulgación científica me parece muy importante para poder socializar los conocimientos que alcanzamos a través de la investigación. Una cosa no reemplaza a la otra, son complementarias. En particular me interesa que el libro circule porque el bioarte es un caso que puede ser útil para pensar la práctica artística y la práctica científica. Es un ejemplo de trabajo colaborativo, interdisciplinario, donde distintos perfiles dialogan y producen conocimiento que puede ser útil para la ciencia, aun cuando no tenga ningún objetivo epistemológico preestablecido. 

—¿Cuál sería la diferencia estructural respecto al bioarte realizado en la Argentina por oposición del de Finlandia, por ejemplo?

—Finlandia fue uno de los lugares pioneros donde se visibilizó el bioarte. Crearon en 2008 la Sociedad Finlandesa de Bioarte y posteriormente gestionaron, dentro de la Universidad de Aalto, un laboratorio específico para formación y producción de obras de artistas en residencia. Dentro de la historia del bioarte, Finlandia se ha vuelto una referencia obligada (también Australia), pero en términos de producción bioartística no hay diferencias estructurales respecto de Argentina o de cualquier otro lugar del mundo. Esto se debe a que es una práctica situada, que se inscribe en el paisaje y las problemáticas circundantes y en los recursos técnicos disponibles. El bioarte no siempre necesita de un laboratorio de biotecnología para existir. Recordemos que la intervención técnica de lo vivo puede hacerse de manera artesanal también. Se trata de investigar, conocer y dominar los procesos en función de búsquedas artísticas. 

—Al leer, en el título de tu libro, “poéticas de lo viviente”, resulta imposible no pensar en nombres como los de Francisco Varela y Humberto Maturana, pero también, y desde luego, en el de Bruno Latour. ¿Qué podrías decir respecto al trabajo de cada uno de ellos en relación con tu trabajo y también en relación con el campo de tu especialidad?

—Sin dudas, son autores que tomamos como referencia porque estamos pensando en objetos de investigación muy contemporáneos que necesitan un marco teórico que discuta las tradiciones modernas de pensamiento. En mi investigación, pesó más la obra de Bruno Latour, porque él se propuso analizar la relación social que sostiene la práctica de laboratorio. Asimismo, su idea de “nunca fuimos modernos” también resulta muy iluminadora para pensar el bioarte porque justamente se esfuerza por reconocer que, aunque intentemos crear compartimentos estancos dentro de la academia, los conocimientos se nos escapan de las manos y necesitamos vincularnos con otras especialidades para poder construir, pensar y conocer.

—Interdisciplina, multidisciplina, pluridisciplina o transdisciplina. ¿Cuál es el término que mejor se acomoda a los procesos de análisis, intelección y creación del bioarte?

—Durante la investigación, este era un tema que me obsesionaba porque veía que se hacía un uso liviano de esos términos, utilizándolos incluso como sinónimos. Siguiendo el debate estrictamente epistemológico, la categoría que mejor describe la práctica del bioarte es la de interdisciplina. Sin embargo, el debate continúa, puesto que siguen apareciendo casos de obras que resultan difíciles de conceptualizar y creo que, en ese sentido, la cuestión de fondo es reconocer que estamos frente a un género que es especial y que al mismo tiempo está en construcción, porque queda mucho todavía por conocer sobre los procesos vivientes. 

—¿Qué opinión te merece la producción teórica del centenario Edgar Morin?

—No soy especialista, pero creo que la obra de Edgar Morin contribuye a repensar los preceptos de la modernidad desde el paradigma de la complejidad que él propone y, al mismo tiempo, concluye virtualmente en 1994 una etapa de discusiones que se remontan a la década del 50, cuando C.P. Snow plantea en términos de “las dos culturas” las limitaciones epistemológicas de la separación artificial entre las ciencias y las artes. 

—¿Qué artistas del presente te resultan más estimulantes dentro del complejo entramado del bioarte y por qué?

—Te voy a mencionar tres grandes áreas dentro del bioarte que se han ido consolidando y creo que son muy pujantes. Son áreas que plantean preguntas, búsquedas, y que no se asocian a un elemento o técnica en particular. La comunicación interespecies, la experimentación con biomateriales y el azar en los procesos de vida. En todos los casos, Argentina tiene representantes indiscutidos que trabajan a lo largo y ancho de todo el país.

—Una de las referencias ineludibles al hablar de las formas nuevas tanto del arte como de la vida –y su imbricación ineluctable– es el filósofo Vilém Flusser. ¿Qué significa para ti su trabajo y por qué es tan relevante para el bioarte en general?

—Vilém Flusser, en la década del 80, estaba preocupado por el impacto que tendría la biotecnología en las artes y las humanidades. En ese momento ya advertía que no había que dejar en manos de los científicos el poder de decidir sobre la vida. Flusser nos orienta a pensar en la posibilidad de humanizar la investigación científica, reconectándola con la sensibilidad de la época, con la poiesis de toda creación, sea del ámbito que sea. Creo que el bioarte es un claro ejemplo de la utopía flusseriana.

 

Flusser y la conexión “subterránea” entre ciencia y arte (fragmento)

Lucía Stubrin

Los debates en torno a la técnica han generado un reposicionamiento en los modos de pensar, habilitando la posibilidad de generar nuevas expresiones artísticas, inimaginables hace un par de décadas. Un largo proceso crítico fue inaugurado a mediados de siglo y desde entonces no hemos dejado de ser testigos de propuestas estéticas originales y atentas a la evolución de nuestros modos de pensar y de concebir al hombre en su relación con el mundo. Nada indica que esto vaya a terminar en el corto plazo; por el contrario, a medida que aumente el autoconocimiento del ser humano, tanto desde el punto de vista biológico como filosófico, continuaremos presenciando su repercusión en el arte. Porque “poéticamente habita el hombre sobre esta Tierra”, manifesta Heidegger citando a Hölderlin, y explica que en otros tiempos no solo la técnica llevó el nombre tekhné. En otro tiempo se llamó tekhné también a todo desocultar que pro-duce la verdad en el brillo de lo que aparece. En otro tiempo se llamó tekhné también al pro-ducir de lo verdadero en lo bello. Tekhné se llamó también a la poiesis de las bellas artes. Vilém Flusser es otro pensador que reconoce la esterilidad del pensamiento moderno en la ciencia y la extiende al arte. La pretendida objetividad de la primera y la subjetividad de la segunda, características del divorcio instaurado en la Modernidad, no han hecho más que contribuir a la despolitización de la sociedad perdiéndose “el sentido de con-vivencia, de co-conocimiento, de co-valoración, en suma: el sentido de la vida”. Es por ello que reclama un retorno a la humanización de los procesos creativos donde el arte se involucre en la ciencia resistiendo el avance de la “tecnocratización subhumana” que deposita en manos de los técnicos la responsabilidad de decidir sobre el devenir de los seres vivos. Advierte el rol preponderante que tendrá la biotecnología en la configuración de la identidad de las futuras generaciones; así también le preocupa que la ciencia no reconozca la crisis epistemológica en la que está sumergida desde que solo se reconoce a sí misma como única fuente autorizada de conocimiento, desacreditando toda otra forma de producción disciplinar como el arte, la política, la filosofía, la religión. La autocrítica que le exige a la ciencia es la misma que les exige a las demás esferas que se han visto arrastradas hacia la lógica de la especialización educativa. Coincidiendo con C.P. Snow, Flusser considera en vano el esfuerzo de todas las otras disciplinas por “cientifizarse” y sostiene –al comienzo de su conferencia “Creación artística y científca”–: “Abandonada la meta de la objetividad, todas las disciplinas pasarán a ser fuentes equivalentes de conocimiento. La equivalencia y la complementariedad del conocimiento científico y artístico es el tema a discutir”.

El pensador checo–brasileño es, sin embargo, optimista respecto de la necesidad de hacer consciente la relación que en la Modernidad ha quedado oculta, “subterránea”, entre ciencia y arte. El autor afirma que el desocultar provocante –como diría Heidegger– es insostenible en la medida en que la hipótesis ontológica en la que se sostiene la ciencia apunta a la trascendencia del hombre y al culto a la “razón pura”. El intento de superación de la condición humana, entonces, produce un conocimiento abstracto y sin sentido, realizado por infrahombres que, para poder ejercer su tarea, deben desprenderse de aquello que los hace vulnerables, desde el punto de vista del ethos moderno. Flusser hace referencia, en este sentido, a la negación del ámbito de la política, la ética, el arte, etc., como el espacio de la sociedad donde la producción de conocimiento posee una naturaleza intersubjetiva característica e irreemplazable, en la que los hombres se encuentran y construyen sus ideas y su sensibilidad en conjunto, por más que crean que por trabajar solos físicamente lo hacen en solitario.

En tanto, el arte, que en otros períodos históricos encarnó la fuerza de la verdad, es vaciado de su potencial epistemológico al erigirse la técnica en la Modernidad como traductora oficial de las teorías científcas. “La función del arte, la de imprimir formas teóricas sobre las apariencias, es asumida en consecuencia por la técnica”. De esta manera, el “arte moderno” queda relegado a una función estética, realizada en forma aislada y socialmente valorada como tal, sin consecuencias heurísticas. Para Flusser, el escenario moderno se convierte, entonces, en un universo plagado de teorías pseducientíficas (concebidas idealmente) y emociones pseudoestéticas (exentas de potencial epistemológico). Por lo tanto, políticamente estéril. 

Dentro de la “utopía” flusseriana, el bioarte propone un lenguaje innovador capaz de oxigenar las poéticas pertenecientes al campo del arte político.