CULTURA

Lazos de familia

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La tendencia se hizo más profunda en los últimos dos años, atizada por el desmadre turístico, la bipolaridad del mercado inmobiliario y el insólito desarrollo del sector gastronómico. La idea, bastante evidente, daba vueltas en mi cabeza e incluso llegué a formulársela a algunos amigos, hasta que hace unos días vi una pintada, en la esquina de Perú y Chile, que la resumía con impecable sintaxis: “No conviertan a San Telmo en Palermo”. A pesar de los deseos del stencil anónimo, la reconfiguración urbana parece no encontrar freno, y los vecinos ilustres de Monserrat –Daniel Link y Oliverio Coelho, entre tantos otros– deberán resignarse al desarrollo demográfico que se cierne sobre ellos: hacia allí enfilarán las almas perdidas, deseosas de recuperar cierto zeitgeist barrial.
La claudicación definitiva de San Telmo se demora sólo gracias a los últimos estertores de una zona que fue y ya no será: dos o tres lugares donde comer bien y a precios razonables, una persistente tranquilidad los fines de semana –si se evitan las derivaciones de la Plaza Dorrego– y un par de librerías de viejo que, por ahora, eluden los efluvios de la eurización y la modernidad sólida.
En una de esas librerías –Club Burton, en la esquina de Estados Unidos y Chacabuco– podía conseguirse, al menos hasta el sábado pasado, la primera edición de Los elementales, de Daniel Guebel (a 5 pesos), y la de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967, 700 pesos). En medio del silencio y del leve desorden que toda buena librería debe exhibir, compré Mi madre, in memoriam, de Richard Ford. Ford nació en Jackson, Mississipi, en 1944, y fue amigo y compañero de generación de otros dos escritores notables: Raymond Carver y Tobias Wolff. Los relatos de Rock Springs, De mujeres con hombres y Pecados sin cuento (todos de Anagrama) son incluso mejores que los de Carver, ya que dentro de los límites del ascetismo narrativo que los caracteriza, Ford utiliza el recurso de la elipsis de manera menos abusiva, y deja que los conflictos se desplieguen hacia el desastre con ritmo y naturalidad.
Ford, como también Carver (La vida de mi padre) y Wolff (Vida de ese chico) escribieron libros que intentan capturar la tensión amorosa que inevitablemente caracteriza la relación padre-hijo. Una tradición con la que podría construirse una biblioteca entera. Y a la que se podría agregar, tan sólo entre los contemporáneos, novelas como La invención de la soledad, de Paul Auster, Asfixia, de Chuck Palahniuk, o El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza (recién reeditada luego de permanecer durante años inhallable).
El libro que Ford le dedica a su madre es el reverso del que tal vez sea el paradigma del género: la Carta al padre de Franz Kafka. Donde Kafka campea entre la vileza y la autoconmiseración, en un experimento narrativo que apenas esconde un ajuste de cuentas descarnado (“Tienes un tipo especialmente bello de sonrisa tranquila, satisfecha, que se ve en raras ocasiones y que puede hacer feliz a quien vaya dirigida. No puedo recordar que me la hayas dispensado expresamente a mí en la infancia”), el de Ford, como él mismo confiesa, es tan sólo “un acto de amor”.
Una de las consignas más transitadas por los asistentes de talleres literarios es justamente la que los enfrenta a la tarea de escribir sobre sus padres. Lo que, bien pensado, quizá constituya el mayor desafío de todo narrador: contrastar en ellos los propios temores y fantasmas.