CULTURA
escritores del interior

Letras desde el llano

Las historias transcurren en pueblos, en pequeñas ciudades, en el campo, en el río, en el monte. Las grandes urbes, y en particular Buenos Aires, brillan por su ausencia. El ambiente del interior aporta también formas narrativas específicas, registros de lenguaje y un conjunto de experiencias que, mezclados con diversas tradiciones literarias, sostienen una línea central en la narrativa argentina contemporánea. Cruces y cauces de una narrativa fértil y vigorosa.

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Escritores del interior | Cedoc

Las historias transcurren en pueblos, en pequeñas ciudades, en el campo, en el río, en el monte. Las grandes urbes, y en particular Buenos Aires, brillan por su ausencia. El paisaje de provincia es una localización reiterada, y su representación no se reduce a configurar un decorado, un trasfondo de las acciones: el ambiente del interior aporta también formas narrativas específicas, registros de lenguaje y un conjunto de experiencias que, mezclados con diversas tradiciones literarias, sostiene una línea central en la narrativa argentina contemporánea.

“Si bien hace mucho tiempo que vivo en ciudades hay una forma de ver el mundo que se me armó a partir de cómo es la vida en un pueblo”, dice Federico Falco. General Cabrera, la pequeña ciudad de la llanura cordobesa donde nació en 1977, está presente de manera explícita o sugerida en los cuentos de 222 patitos o Un cementerio perfecto, dos de sus libros. “Me cuesta pensar en historias o en cosas que me den ganas de contar que transcurran en una ciudad. Por ahí me esfuerzo para hacer algo que salga de esa lógica, y lo hago, pero naturalmente mi forma de ver el mundo tiene que ver con el pueblo”, agrega.

I Acevedo nació en Tandil en 1983, pero vivió en el campo hasta los 13 años, y ese ambiente atraviesa su escritura desde Una idea genial, la ficción autobiográfica premiada en el concurso Indio Rico. “Cuando tenía 5 o 6 años pusieron la luz eléctrica, pero obviamente no había ninguna tecnología y entonces me la pasaba leyendo. Me crié cerca de Napaleofú, un pueblo de mil habitantes, en un rancho de adobe, justo en el cruce de la ruta nacional 226, que conecta Mar del Plata con Tandil, y la ruta provincial 227, que va para Necochea. Tal como aparece en la novela”, cuenta.

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El lugar natal queda atrás en la historia de vida, pero persiste en la escritura. En Quedate conmigo, su última novela, Acevedo cruzó el ambiente campesino con una historia de ciencia ficción deudora de sus lecturas de Stephen King. Los cuentos de Campo del cielo, libro reciente de Mariano  Quirós, transcurren en un pueblo imaginario del Chaco que recuerda a las ciudades ficticias de H.P. Lovecraft, alejadas de la civilización, sometidas a condiciones inhóspitas y atravesadas por fenómenos extraños que no fueron explicados. El lugar natal perdura a condición de transformarse a través de la literatura.

Un álgebra del relato

Mariano Quirós nació (en 1979) y pasó casi toda su vida en Resistencia, “quizá la ciudad menos chaqueña de la provincia”. Actualmente reside en Buenos Aires. “En el interior, me parece, está el Chaco de en serio. Aspero, seco, de a ratos brutal. Tardé en conocerlo, lo que me dio una especie de ventaja: podía mirarlo y deslumbrarme, acercarme y espantarme. Y en el medio largarme a escribir sin prurito”, recuerda.

La atracción por el paisaje no significa que estos escritores cultiven el realismo, ni siquiera que les preocupe una cuestión de verosimilitud: así como el pueblo al que Falco llama General Cabrera en sus ficciones puede moverse de la llanura a la montaña, “la manera de nombrar”, dice el santafesino Francisco Bitar, “crece hacia un álgebra del relato, donde los personajes se designan con letras o alias o nombres de fantasía, y los lugares se asumen a través de un rasgo”, como expone en los relatos de Teoría y práctica.

No se trata de pintar la aldea. “El Cabrera que yo tengo no es Cabrera, tiene algunas cosas, después de veinte años no es el mismo pueblo –explica Falco–. Y también me gusta cambiar el paisaje. Uno se inventa un lugar que ya no existe. No es que vuelvo, entonces, yo imagino un lugar medio particular que  transcurre en mi mente y lo llamo Cabrera casi por una cuestión de comodidad, pero no tiene nada que ver ni con las personas ni con el pueblo real ni incluso con la geografía”.

Mariano Quirós plantea una aproximación parecida, “una percepción no del todo ensimismada con el lugar, lo que me sirve para terminar de armar el paisaje desde la imaginación y desde lo que leo”. Contra lo que podría pensarse, un autor como Horacio Quiroga, emblemático del registro del paisaje de monte, no estuvo entre sus preferidos: “Leer, por ejemplo, a los norteamericanos del sur, a ciertos mexicanos de frontera, me sirvió para ver el mundo literario que tenía delante. Y leer también a muchos de mis contemporáneos argentinos –como Falco, Aldaz, Almada, Lamberti, por decirte unos pocos–, el laburo que hacen con el lenguaje y con esos paisajes si se quiere más periféricos”.

La reinvención de personajes en principio prototípicos como el de El lobisón en mí, uno de sus mejores cuentos, no debería confundirse con la búsqueda de exotismo. “Yo prefiero cuando el lenguaje y la manera de narrar parecieran situarse en contra del paisaje. Que un narrador, por ejemplo, sature de lenguaje urbano un mundo de apariencia rural. El encontronazo entre cosas que parecen ajenas. Incluso, si me apurás, diría que en buena medida de eso se trata la literatura”, sostiene Quirós.

Francisco Bitar suscribe la idea todavía con mayor énfasis: “El paisaje es en todo caso una más de las líneas que se suman a la gran sinfonía del cuento o de la novela –dice–. Los experimentos que apuntan a privilegiar hasta el hartazgo uno de esos planos por sobre los demás –en el caso del paisaje, el privilegio de la descripción– no me interesan en lo más mínimo. Además, con ese disfraz vanguardista, creo que estas literaturas se corren hacia una especie de folclorismo, es decir: venden paisaje

Sin embargo, hay determinaciones del lugar de origen que se imponen más allá de la voluntad. “Hay cosas que para mí son normales por haber nacido en un pueblo –señala Falco–. Conocés a todo el mundo y todo el mundo te conoce. No estoy diciendo que sea un mundo perfecto, ni mucho menos un paraíso perdido, hay una contención social para algunas cosas y por otro lado mucho control social para otras cosas: una idea  de comunidad, de saber qué le pasa al otro, y también algo relacionado con el chisme, con meterse en la vida ajena. Son dos caras de la misma moneda”.

Falco vivió hasta los 18 años en General Cabrera. “A veces me cuesta entender la vida de alguien que nació en una ciudad –dice–. Tengo una cuestión de respeto y también de cierta extranjería con la ciudad. En un pueblo es casi imposible perderse, tenés un dominio del terreno y una libertad muy particular. En la ciudad te das cuenta de que hace frío y de que hace calor, pero podés no estar tan atento a las estaciones, al paso del tiempo, mientras que en un pueblo eso está muy presente, el año se divide en cuatro o cinco épocas y hay cosas que pasan solo en un momento del año, el ciclo natural altera la cotidianeidad”.

Los encuentros y desencuentros entre lugareños y extranjeros, la mezcla de fascinación y de rechazo que regula sus relaciones, atraviesa varios de los grandes relatos de Falco, como La actividad forestal, donde los habitantes del campo confrontan con inmigrantes japoneses. “Ese cuento no tiene tanto que ver con vivir en un pueblo sino con mi experiencia de ser extranjero –explica–. Lo escribí después de vivir un par de años en EE.UU. y ahí la dinámica se invierte: no tenía tanto que ver con la cuestión de pueblo versus ciudad sino, simplemente, con no ser de ahí. Lo que me gustaba en esos japoneses que cultivan flores era el no entender el idioma, no conocer las costumbres. Y así como uno podría pensar en una tensión entre lo pueblerino y lo citadino también hay una tensión entre vivir en un pueblo y vivir en el campo, es lo que le pasa a la protagonista”.

I Acevedo valora su infancia en el campo desde una oposición similar y dice que el campo le proveyó “una forma de pensar más libre y desenfadada” a salvo de la mentalidad provinciana típica. “No hubo en mi educación ninguna forma de pensar de pueblo –afirma–. En mi escuela éramos cinco o seis compañeros, a veces compartíamos el aula diferentes grados y no se generaban dinámicas de grupo. Vivir en el campo y vivir en Buenos Aires es más parecido que pasar de un pueblo a la ciudad. Cuando llegué a Buenos Aires pensé que podía salir a la calle en pijama. Era como en el campo, estar libre sin que nadie te moleste, ni siquiera saludar a una persona”. Acevedo menciona la nouvelle Vacas, de la escritora entrerriana Belén Sigot, como ejemplo de un trabajo donde el paisaje ilumina y se proyecta en decisiones de forma. “Cuando el ambiente está bien puesto –en este caso el ambiente rural, con su vocabulario, con sus historias–, un texto gana muchísimo”, dice.

A los 10 años, Acevedo recibió un premio de la Biblioteca Municipal de Tandil por su primer cuento, Los viajes de Esculapia, donde contaba las aventuras de una gorda al ser expulsada de su ciudad natal porque adivinaba el futuro. El campo fue además para ella el descubrimiento de una forma de escribir. En la escuela primaria, entendió mal una consigna y trató de rehacer un cuento que leyó su maestra. “Cuando escribo algo trato de copiarme de algo que me gustó –confiesa–. Al principio me dio vergüenza porque me parecía que era igual, pero era otra cosa, nunca te va a salir algo igual; por más que hagas el esfuerzo, siempre le vas a agregar algo diferente y esa técnica siempre me resultó y la recomiendo. Todo sale de otra cosa que hayas leído”.

Homenajes y despedidas

Francisco Bitar quiso escribir una historia de la cervecería Santa Fe que devino una historia de la cerveza en Santa Fe. “De la consulta a los papeles de la cervecería pasé a producir mis propios archivos, con charlas de amigos y familiares que yo grababa en el celular. Mi libro Historia oral de la cerveza es el resultado del montaje de ese material”, recuerda.

El proceso de escritura condujo a otra revelación: “Los santafesinos tienen una relación un poco incómoda con su ciudad: no es una ciudad ni chica ni grande, es la cabecera administrativa de la provincia pero no es la capital económica, integra la región litoral pero sus ríos son signo de la catástrofe –argumenta Bitar–. En fin, no hay un paisaje que la defina, al menos de manera positiva, y en ausencia de esa contemplación, en ese agujero que es la ciudad, los santafesinos hablan, depositan conversación. Entre otras cosas, la Historia oral de la cerveza pone en escena ese empuje a la conversación que, como toda conversación, está en lugar de otra cosa”.

No se trata de rendir homenajes, como muestra San Francisco, el poema que Luciano Lamberti le dedicó a su ciudad natal, en la provincia de Córdoba. La nostalgia que podría evocar el tema queda aniquilada por el recuerdo de un ambiente chato y de amistades selladas por la brutalidad: “Si conservara una foto: el grupo visto de costado/ con un fondo de rotisería/ o de fábrica de repuestos para el automotor./ Esa mañana, a la altura del segundo recreo/ le hicimos tragar arena al retardado del curso”.

Escribir el lugar de origen es también volverse ajeno. Bitar no sabe si se va a quedar en Santa Fe o si va a mudarse a otra ciudad, pero eso no le importa. “Creo que tanto si es nómade como si es sedentario, el escritor no debe perder su condición de extranjeridad, lo que, paradójicamente, viene de una especie de don de gente, de su interés por estudiar cómo viven los otros, por saber en definitiva cómo sus personajes ven el mundo”, plantea.

Sin distancia no hay mirada posible. “La biografía de cada uno se arma desde determinados lugares de azar y uno mantiene una determinada relación misteriosa y particular con el paisaje de origen”, dice Federico Falco. Escribir es también recrear ese vínculo.

De Saer a Inchauspe

El debate sobre el regionalismo en literatura pertenece al pasado. Pero también un texto como Discusión sobre el término zona, de Juan José Saer, donde se contraponen dos actitudes en torno al lugar de origen, la del que se mantiene fiel aun a la distancia y la del que lo niega quedándose en el mismo sitio, parece perderse de vista como referente.

“El que abre posibilidades no siempre es el que tenés más cerca: para mí es mucho más liberador, más productivo, Aira que Saer, incluso cuando mi procedencia, y no me refiero solamente al lugar, sea más semejante a la de Saer –dice Francisco Bitar–. A un autor inexpugnable, enfermo de modernidad como es Saer, creo que le cabe la pregunta que, sobre Sollers y Sarduy, se hacía Barthes al final de su vida: “¿Y si los modernos se hubieran equivocado? ¿Y si no tuvieran talento?”. Leerlos significa para Barthes, a esta altura está en condiciones de formularlo, “como hacer los deberes”, y la lectura de Saer se me hace a mí también una tarea insoportable a la que estamos obligados. Como Barthes, tomémonos la libertad de volver a los libros verdaderos, que merecen una definición uno por uno, y que yo encuentro, por ejemplo, en la poesía de Juan Manuel Inchauspe”.

Formas de conocer a la gente

“En la ciudad yo no tengo idea de quién vive al lado –dice Federico Falco–. A veces lo cruzo en el palier, nos saludamos, está todo más que bien, pero no sé su historia. Sé lo que puedo ver y lo que puedo imaginar. En un pueblo todo el tiempo sabés y es un saber que no sabés bien de dónde viene, que forma parte de las cosas: así como sabés que algo se llama silla, sabés que al vecino lo dejó la novia hace veinte años. Ni siquiera son historias que  circulan, sino que se dan por sabidas. Mis viejos viven en General Cabrera y mis abuelos vivían en el pueblo vecino, Deheza. Me impresionaba, cuando estaba con mis abuelos, en un pueblo que era casi como el mío, porque lo conozco mucho, que alguien me dijera: “¿Vos sos Falco, no? ¿De quién sos, del Néstor o del Haroldo?”. Simplemente me veía la cara. Y a mí me pasa ahora volver al pueblo y encontrarme con chicos, y me tengo que morder la lengua para no decirles vos sos de tal familia... Te das cuenta de quién es, porque es igual al padre, o a la prima, o al hermano. Así como hay mucho control social, en cada persona hay una especie de narrativa definida por una serie de hitos, que son como formas de conocer a la gente y de ubicarla, una narrativa que define al individuo”.