Que la inmigración haya sido tema de novelas y crónicas no es algo nuevo; en nuestra lengua, una de las primeras inmigraciones que recordamos es el descubrimiento de América, la Conquista y más tarde la Colonia, de ahí surgió un sinfín de testimonios: diarios de viaje, crónicas y recomendaciones sobre cómo sobrevivir a este nuevo mundo. Pero también pueden nombrarse textos que no estaban en nuestra lengua, como el diario de Charles Darwin y las crónicas de La pampa, del ingeniero y escritor francés Alfred Ebelot, quien fue elogiado por Juan José Saer en El concepto de ficción. En castellano está el clásico Lazarillo de los ciegos caminantes, pero en general estos primeros textos se emparentaban más con la literatura de viaje; quien narraba era por lo general un aventurero que iba describiendo con asombro la nueva geografía y los desafíos y peligros que implicaba.
Desde hace unos años, sin embargo, hay una nueva inmigración en las letras: ya esta no viene de la mano de los grandes movimientos migratorios que hicieron los europeos, sino que son movimientos de Tercer Mundo, de tercera clase, que afectan a ciudadanos de Asia, Africa y América Latina, desplazados por conflictos bélicos o por situaciones socioeconómicas no aptas o directamente peligrosas para la vida. Entre estas obras pueden mencionarse la novela Norte, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán (Alfaguara, 2011) y la crónica-ensayo Los niños perdidos, de la autora mexicana Valeria Luiselli (Sexto Piso, 2016), que abordan el desplazamiento desde la frontera mexicana a Estados Unidos.
Norte está narrado desde distintos tiempos y lugares, entre Estados Unidos y México; arranca en este último país con una violación perpetrada por un grupo de adolescentes. Luego cambia el tono y el personaje que narra lo que sucede en Texas describe, casi inocentemente, la nostalgia de su padre: “Esa mañana de sábado, una vez que Sam me dejó sola, hablé con mamá, que me contó que papá quería regresar a Bolivia. Estaba cansado de su trabajo reparando televisores para Best Buy. Le dije que no le hiciera caso, había sido así desde que llegamos a Texas. Papá era un nostálgico incurable”.
Desde Estados Unidos, donde al igual que Luiselli vive desde hace años, Paz Soldán cree que, si bien antes el escritor latino (aquel que escribe en inglés) y el latinoamericano (aquel que conserva su lengua) eran lo mismo, hoy ya no se puede pensar tan así. El caso de la autora de Los niños perdidos ha tenido, según él, “mucho impacto no solo desde el punto de vista literario –fue finalista del National Book Critics Circle Award–, sino que ha sido parte de la discusión más amplia sobre el tema”. Reconoce que escribir en castellano como ella y él hicieron sigue siendo una barrera y advierte que no es lo mismo opinar o intervenir desde afuera, como hace Mario Vargas Llosa de tanto en tanto. En cuanto a los libros sobre el tema que han aparecido desde que Donald Trump ocupa la presidencia, y que ha dividido al país en dos –“un sector que ha apostado por una apertura y un modelo de sociedad más multicultural y otro que, incluso, te puede llamar la atención si te escucha hablando español en la calle”–, hay muchos libros interesantes, tanto de ficción como de no ficción, desde Francisco Cantú a Hernán Díaz: “El hecho de que Trump esté en el poder unos cuantos años hará que el tema se mantenga vigente y sea interesante para los escritores. Yo diría más: el tema se mantendrá vigente aun después de Trump, porque es muy grande como para solucionarlo rápido y no hay voluntad política entre los grandes partidos para llegar a un acuerdo”.
¿Pero es Trump el cambio de paradigma para la situación migratoria y para que esta haya ingresado a la literatura de manera tan fuerte? Para Diego Rabasa, editor del sello mexicano Sexto Piso, en Estados Unidos, a partir del 11 de septiembre de 2001, todo cambió: por un lado la frontera norte agudizó sus problemas y la sur se hizo mucho más difícil de penetrar, “tanto para migrantes como para carteles del narcotráfico. Solíamos ser un territorio de paso para que los carteles llevaran la droga al mercado más importante del mundo. Desde entonces, los carteles han procurado reforzar el mercado doméstico en el consumo de drogas y otras fuentes de financiamiento, como secuestros y extorsiones”. Más tarde vino la guerra al narcotráfico, que trajo como consecuencia que ciertas zonas de México estén entre las más violentas del mundo. Los inmigrantes pasaron a ser “como una fuente más de financiamiento por parte del crimen organizado. De la mano con la casi total ausencia de gobierno en buenas partes del territorio nacional, comenzaron a acontecer episodios de matanzas multitudinarias, como la célebre en San Fernando, en la que los Zetas acribillaron a 72 migrantes”. Matanza ocurrida en 2010 y que consigna Luiselli.
Los niños perdidos o Tell Me How It Ends es un magnífico libro que reflexiona sobre el drama migratorio que viven no solo Estados Unidos sino –y en especial– todos los niños migrantes que se embarcan desde México y países vecinos para encontrar un mejor vivir y así, de paso, sobrevivir a las mafias del narcotráfico, que los han obligado a desplazarse. Para Rabasa, el tema de la migración en la literatura está unido a la violencia del narcotráfico, que ha dado muchas novelas en ese país. De hecho, este libro podría verse como una extensión de la literatura de frontera, iniciada hace años, pero que con Luiselli no se queda solo en la frontera, la cruza y llega hasta Nueva York, donde se muestra cuál es la suerte de algunos niños que llegan después del peregrinaje arriba de La Bestia, el conjunto de trenes por donde cada año viaja más de medio millón de mexicanos y centroamericanos. Hace poco más de un mes, la autora habló sobre su nominación al premio: “Es una señal de que hay una comunidad que se preocupa por lo que sucede en su país y que tiene ganas de cambiar las cosas. Y no solo por la nominación de mi trabajo. Hay otras cosas pasando que son una muestra de que hay una comunidad literaria que está dando respuesta ante un gobierno xenófobo e ignorante de lo que son las comunidades no blancas”. Pero no solo Los niños perdidos habla del drama de la inmigración, sino que otros también lo han hecho: Los migrantes que no importan, del salvadoreño Oscar Martínez; Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge, y La fila india, de Antonio Ortuño.
Si bien México y Centroamérica no viven en un estado de guerra declarada, hay otros países que sí han vivido esa situación, como la ex Yugoslavia entre 1991 y 2001, que enfrentó a serbios, bosnios y croatas, y que terminó por fragmentar esa nación en una serie de repúblicas, aunque para llegar a eso tuvieron que ocurrir casos aun peores que los vividos en México.
Velibor Colic es un autor bosnio que ha escrito en primera persona sobre la experiencia de la guerra en dos libros publicados por editorial Periférica: Los bosnios (2013) y Manual de exilio (2017). Colic fue soldado y peleó en la guerra de la ex Yugoslavia, pero no solo eso, fue desertor y así se presenta en ambos libros, construyendo un personaje que a su vez asume la voz del relato. Pese a lo cruda que puede resultar la experiencia de la guerra y el posterior exilio, Manual de exilio se caracteriza por su humor: estamos ante un ex soldado, reclutado a la fuerza, que quiere ser escritor y que, sin casi nada en su morral, llega a Francia. Este personaje recibe ayuda del Estado, se emborracha con otros desplazados, intenta seducir a una que otra local y trata de escribir, de pasar en limpio sus anotaciones sobre la guerra registradas en cuadernos. Lentamente se va convirtiendo en escritor. No parece alguien que ha pasado por una experiencia donde vio los horrores que se han contado de esa guerra, tampoco cuenta esos horrores, quizá porque de hacerlo caería en el lugar común; prefiere, en cambio, construir un personaje muy cercano a la picaresca.
Desde España, Paca Flores y Julián Rodríguez, editores de Periférica, aclaran que nunca han publicado algo porque “en ese momento forme parte de una tendencia”, agregan que el tema de la inmigración se ve en la mejor literatura centroeuropea de los siglos XIX y XX, y que incluso puede rastrearse en la Biblia o los textos ligados a la expansión del islam: “Su presunta actualidad viene dada por la televisión y la presencia en los medios de comunicación de las migraciones hacia lo que llamamos Primer Mundo, pero esto no es nuevo, y por citar un solo –pero evidentísimo– caso basta con pensar en toda la literatura, casi siempre excelente, que ha provocado a lo largo de los siglos la diáspora judía”. Además, marcan la diferencia con cualquier otro texto vinculado a la inmigración en que su autor narra en primera persona lo que fue una experiencia vital, no literaria: “Colic sufrió y vivió en carne propia todo lo que cuenta, y esto sitúa su texto en un espacio distinto”. En este sentido, estamos ante un testimonio directo de una víctima.
También hay testimonios indirectos de desplazamientos a causa de la guerra. Calais, de Emmanuel Carrère (Anagrama), es una breve crónica sobre un campo de refugiados que existió hasta hace poco al norte de Francia, en donde está esa ciudad, al que el autor visitó durante dos semanas. Así como en Los niños perdidos aparece La Bestia, aquí el nombre del campamento es La Jungla, y es que ambos libros tienen un tono similar; hay una atmósfera de pasajeros en tránsito que no van a ninguna parte, o que van pero no, una especie de limbo del cual se puede revivir o morir, según la suerte que a cada cual le haya tocado. Carrère deambula por Calais, evitando ir de un principio a La Jungla, porque eso ya se ha contado, por lo que se queda con los locales; quiere saber cuál es su opinión con respecto a ese campo, y por supuesto hay promigrantes y antimigrantes. Parece como si el autor nos quisiera mostrar que en esa pequeña ciudad podría estar contenida toda Europa, y su drama migratorio.
Pero la inmigración también puede no dejar huellas, o al menos que estas no sean tan visibles. Sergio Chejfec se fue de Argentina en 1990 y vivió por muchos años en Caracas, hoy lo hace en Nueva York. En su último libro, Teoría del ascensor (Entropía, 2017), hace un repaso por las ciudades en que ha vivido: Buenos Aires, Caracas y Nueva York. El, pese a que la capital de Venezuela lo definió como “individuo y escritor” en ese estar y no estar, cosa que siente todo migrante, encuentra difícil “pensar en ‘temas coyunturales’ sin someterlos a alguna crítica, porque la coyuntura es uno de los relatos más fabricados, y en construcción permanente. La literatura puede instalarse en ellos de manera menos automática”. De este modo, se pregunta si los escritores deben regirse “por los modos de una literatura testimonial para hablar de ciertos temas. ¿Las migraciones son solo étnicas o nacionales? ¿Solo migran personas? ¿Una persona puede migrar en más de un sentido?”. Y quizás a modo de respuesta pone el libro La hora de la estrella, de Clarice Lispector, donde la migrante, una mujer modesta del nordeste de Brasil que viaja a Río de Janeiro, es algo así como “un casillero vacío; su condición migrante es funcional a todos quienes la conocen, nunca a ella, incapaz por otra parte de elegir nada, tampoco ser ella misma”. Quizás el relato de la inmigración esté en este permanente estado que señala Chejfec: estar y no estar en un lugar, ser y no ser un ciudadano de tal nación.
Para Sebastián Martínez Daniell, editor de Entropía, que ha publicado varios libros de autores que han sido o son migrantes internos o externos en o fuera de Argentina (Marcelo Cohen, Mariana Dimópulos, Matías Alinovi, Cynthia Rimsky, Sonia Budassi, Ignacio Molina, María Negroni), el trabajo de Chejfec está en el lenguaje: “Un trabajo que distingue su voz y que podría entenderse también como un resultado de su errancia migratoria. Quizá la posición siempre un poco desplazada del migrante colabora en la construcción de esa mirada documental que caracteriza Teoría del ascensor y otros textos de Chejfec. El mismo ha dicho que de la acción de deambular se deriva cierta sintaxis de sus textos. Y supongo que deambular por geografías desconocidas le impone una distancia que luego él se encarga de colapsar mediante la palabra”.
Sin duda, a futuro podrían surgir otras formas de abordar la inmigración: de por sí, ya existe el problema de la lengua en los casos en que hay desplazamientos a países donde esta no es la misma, pero aunque lo fuera, están los localismos y tonos que alteran el sentido. Moverse de un país a otro es encontrar otro mundo y agregarlo al anterior, no sustituirlo, porque la experiencia, como ya se ha dicho, es insustituible.
‘Manual de exilio’ (fragmento)
Velibor Colic
El centro de acogida para solicitantes de asilo de Rennes, restaurado hace poco, me recuerda al instituto. Una gran puerta acristalada y pasillos interminables, salvo que aquí, en lugar de aulas, hay habitaciones para refugiados. En el vestíbulo central hay un mapa del mundo con banderas pequeñas de los países residentes. A finales del verano de 1992, la miseria del mundo se ha dado cita en Rennes. Irak, Bosnia, Somalia, Etiopía, varios países del antiguo bloque soviético. Algunos vagabundos profesionales también, hombres perdidos desde hace mucho, quizá desde siempre, entre las diferentes administraciones y fronteras, entre el mundo de verdad y este inframundo de los ciudadanos de segunda clase, sin papeles, sin rostro y sin esperanza.
Me recibe una señora con unas gafas enormes. Habla suavemente mirándome a los ojos. Es una novedad. Desde que he llegado a Francia, todo el mundo (incluidas las personas con buenas intenciones) me habla muy alto y con frases cortas del tipo: “Tú… Comer… Sí… Ñam, ñam, qué bueno”, o “¡Tú esperar aquí! ¡Aquí, esperar!”.
Esto es otra cosa. La señora me explica, muy despacio –y, como de milagro, lo entiendo todo–, el funcionamiento del centro de acogida. Entiendo que voy a tener una habitación individual, de soltero, que el baño y la cocina son comunes y que tengo derecho a un curso de francés para adultos analfabetos tres días a la semana.
Me ofendo un poco.
—I have BAC plus five, I am a writer, novelist…
—No importa, hijo –contesta la señora–. Aquí comienzas una nueva vida…
‘Los niños perdidos’ (fragmento)
Por Valeria Luiselli
La actitud en Estados Unidos frente a la migración de niños no es siempre tan negativa. Pero sí es, de un modo bastante generalizado, “mal comprendida”. Es decir, se suele pensar que las migraciones como la de todos estos niños son un problema “de ellos” –los bárbaros del sur–, de modo que “nosotros” –en el civilizado norte– no tenemos por qué lavarles la ropa sucia. La devastación del tejido social en países como Honduras, El Salvador o Guatemala se suele concebir como un problema centroamericano de “violencia de pandillas” que hay que mantener de ese lado de las fronteras. Se dice poco o nada del control de armas que se trafican desde Estados Unidos hacia México y Centroamérica. De igual modo, la “guerra contra las drogas” se sigue pensando como un fenómeno circunscripto a México, en donde Estados Unidos juega un papel acaso indirecto –a través del tráfico ilegal de armas, por un lado, y el consumo de las drogas, por otro…
Pero la realidad es otra: las guerras del narco se están peleando en las calles de San Salvador, San Pedro Sula, Iguala, Tampico, Los Angeles y Hempstead. Las causas y raíces de la situación actual tienen vínculos hemisféricos; y las consecuencias, por ende, tienen un alcance también hemisférico. Es urgente empezar a hablar de la guerra del narco como una “guerra hemisférica”, que abarca cuando menos el territorio que empieza en los Grandes Lagos del norte de Estados Unidos y termina en las sierras de Celaque, en el sur de Honduras.