Rodolfo no tiene más que voces de agradecimiento cuando escucha el nombre de Sergio Di Nucci. Se acuerda de los días en que formaron equipos de compatriotas bolivianos para salir a censar a miles de coterráneos indocumentados. Dice que fueron, holgadamente, más de 10 mil los que obtuvieron su DNI después de eso. Cajas y más cajas llenas de hojas cuyos datos se cargaban a diario en las computadoras que la asociación había adquirido para esto. Un padrón, como resultado, que fue entonces entregado al Consulado de Bolivia, que, posteriormente, tramitó los documentos.
La Asociación Deportiva del Altiplano era en ese momento la única entidad de la comunidad boliviana en la Argentina con personería jurídica, circunstancia que la convirtió inmediatamente en la depositaria de los 60 mil pesos que Di Nucci obtuvo al ganar el premio La Nación-Sudamericana de novela, en 2006, por Bolivia Construcciones. “Escribí la novela para ganar el premio y donar la plata”, dijo el escritor cuando se alzó con el galardón, entregado en el hotel más exclusivo de Buenos Aires. “Hay una incongruencia entre escribir una novela sobre la villa y después recibir el premio de La Nación en el Alvear. El dinero no me corresponde. Les corresponde a ellos, a los bolivianos, de los cuales trata la novela”, agregó heroico. Además de las computadoras y de la posibilidad de instrumentar el censo, los bolivianos usaron el resto del dinero para comprar equipos y montar una radio, una FM para aquella comunidad expansiva del Bajo Flores porteño. Hubo cuestiones de licencia y gestión, y los equipos quedaron guardados nomás. Ahora Rodolfo asegura que están más cerca de ponerla en funcionamiento y espera que los artefactos no sean obsoletos ya, porque no anda ningún otro Robin Hood de las letras dando vueltas por estos días ofreciendo tesoros.
Cuando se comprobó que la novela contenía fragmentos de Nada (1944), de Carmen Laforet, quien no había sido citada ni mencionada, y cuyos pasajes habían sido copiados textualmente y en función de la trama, cambiando sólo nombres de personajes, Di Nucci, menos efusivo que en el estrado del Alvear, dijo que nunca quiso perjudicar a la autora catalana, de quien había tomado las frases y que, en cualquier caso, pretendía que “Nada tuviera más lectores y no menos”. Tal estado de situación le valió al autor la revocación del jurado y, por lo tanto, la quita del galardón. No obstante, la ruta del dinero se mantuvo inalterable y en un acto de corrección política ni el jurado ni la editorial se plantearon siquiera pedir a la comunidad boliviana el regreso de los fondos. Al menos el objetivo de Di Nucci estaba cumplido.
El de Bolivia Construcciones fue uno de los más resonantes episodios vernáculos de plagio (o de acusación de) que rápidamente dejó atrás ese objetivo de la victoria Di Nucci; sin importar ya demasiado lo que esa plata (¿sucia, limpia, bien o mal ganada?) permitió a los bolivianos de la villa, el club de los letrados de la UBA se dividió fervorosamente y desplegó su artillería ético-intelectual para destruir –de un lado– o defender –del otro– a uno de los suyos.
En arenas como la de aquellos días se suelen blandir ideas cruzadas sobre la intertextualidad y el robo, las auras vanidosas del copyright, el egotrip autoral que desnuda la necesidad económica, el –a menudo– falso soneto del despojo y los manifiestos de la libre circulación de ideas. La confusión, romántica acaso, es lo primero que nubla la extensa llanura en torno a la problemática sobre los derechos de autor. Plagio e intertextualidad, por ejemplo, ¿son operaciones bien distintas? Dice Luis Chitarroni al respecto: “La palabra (plagio) provoca un archipiélago de remordimientos. [Pero eso] ocurre porque la amenaza penal sustituye su riqueza retórica, efectiva o aparente en todos los que lo practicaron con genio (de los certeros centonistas a De Quincey, Eliot y William Burroughs, de Rabelais a Menard y Bellatin). Un escritor exento de esa atribución –Stewart Home– y una aplicada y copiosa universitaria –Hélène Maurel-Indart– podrían hoy, siglo XXI, “rendir la magia que fue suya” al mero recurso, al simulacro avaro. La riqueza intertextual se valora a partir del arco de resonancia que la apropiación proporciona: Henry James, cuando “establece” su obra completa, para ahondar la perspectiva dramática, le va “robando” palabras a Shakespeare. Otra cosa es la cita, el homenaje, como cuando García Márquez en Cien años de soledad saluda a otras novelas contemporáneas, de Cortázar, de Carpentier, de Fuentes (que se alinearían en el rebaño del boom). Tal vez el mejor argumento (a favor y en contra del plagio) lo haya dado Laurence Sterne cuando, para denunciar el plagio, plagiara el capítulo tal de la Anatomía de la melancolía, de Robert Burton… Pero… la discriminación y el discernimiento acerca del plagio como delito, por lo tanto, es judicial; se refiere a la “prosa utilitaria”, concierne a la utilidad y a la alevosía; se determina a partir de la cantidad de material ajeno utilizado y, debería de juzgarse, pero acaso deliro, en razón de la codicia del incriminado”.
Gerardo Filippelli es uno de los abogados de Cadra, la asociación civil que tutela, protege y gestiona colectivamente los derechos de autor de escritores y editores argentinos y extranjeros. Sostiene que “cuando hay una reproducción sin autorización o sin respetar los límites y condiciones establecidos en el derecho de cita, es una infracción al derecho de autor. No hay intertextualidad que lo justifique”. El derecho de cita en la Ley 11.723 fija un máximo de mil palabras, límite que menciona el abogado. Desde Cadra aclaran pormenores al respecto: “No hay mínimos o máximos para determinar el plagio. Existe una confusión –o justificación, a veces– de considerar que se podrían utilizar la misma cantidad de palabras que establece la ley para regular el derecho de cita literaria, para usarlas como se quiera. Y esto no es así. El derecho de cita es una limitación a las facultades patrimoniales del titular del derecho y siempre debe ser utilizado para fines científicos, de críticas y comentarios e invocando la fuente. Dicho de otro modo, una mala cita se puede transformar en plagio en la medida en que no se indique el autor original y le aparezca el texto a él atribuido”.
Para Elsa Drucaroff –que en tiempos de la “polémica Di Nucci” se enfrentó ríspidamente con su par de Letras, Susana Santos– “intertextualidad es un procedimiento, plagio es un robo. Intertextualidad es tomar algo o mucho de un texto ajeno (ideas, estructuras, léxicos, procedimientos, personajes, etc.) para retrabajarlo de algún modo en un diálogo productivo. Plagio es tomar esos elementos para ahorrarse el trabajo de escribir. En un caso, se aprovecha el maravilloso patrimonio colectivo del arte, donde no existe la propiedad privada; en el otro, se explota el trabajo específico, puntual, de un/a artista (que sí debe ser protegido por la propiedad privada), esperando que nadie descubra la trampa”. El difícil matrimonio entre plagio e intertextualidad es protagonista de justificaciones, además: “La única coartada del plagio es hacerse pasar por procedimiento intencional y ése sería la intertextualidad”, dice Drucaroff, a lo que Chitarroni observa que “el malentendido sólo puede justificarse en términos de ignorancia, pereza o mala conciencia (y mala praxis)”.
Hace poco, el Fondo de Cultura Económica editó en la Argentina Sobre el plagio, de la francesa Hélène Maurel-Indart, quien ha dedicado su vida entera a la investigación del plagio en la literatura universal. “El plagio es objeto de un implícito y al mismo tiempo de una fascinación, puesto que pone en juego tanto la autoridad del autor como el propio estatus del escritor, cuya dimensión sagrada proviene del Romanticismo”, dice la catedrática en la introducción. Pero cita un volumen de Etienne Bricon, de 1889, en el que el autor asegura que “el plagio fue uno de los hábitos más difundidos en la Antigüedad”, y agrega que incluso se practicaba tan al antojo de los hombres de letras de entonces que ni siquiera tenían necesidad alguna de disimularlo. Sucedía algo similar entre los oradores (allí las referencias a Demóstenes copiando pasajes de su maestro Iseo), pero entonces ya era considerado cuanto menos un abuso, o una conducta impropia, entre los poetas. Maurel-Indart señala algunos ejemplos y el lector concluirá, no obstante, que entre plagiarios y acusaciones, por mal vistos que estuvieren tales procederes, ninguno de los poetas griegos estaba completamente limpio.
Son las ideas, justamente, las que dificultan o nublan los límites jurídicos; siguen suscitándose acusaciones en torno al hipotético robo de una idea, pero cuando se erigen sobre tales argumentos, en general los acusados terminan sobreseídos. Fue el caso de Federico Andahazi, al que acusaron de plagiar una obra teatral cuando publicó El conquistador. “No sólo no la leí antes sino que, por obvias razones, no la quise leer después tampoco”, dice el escritor recordando el episodio. “Los artistas estamos siempre transitando los mismos caminos. Borges siempre decía que no había más de diez temas de los cuales escribir. Y es cierto. La originalidad literaria no consiste ni siquiera en los argumentos; una historia de náufragos en una isla en la que viven circunstancias asombrosas podría ser Lost, o podría ser La isla de Gilligan. Y estamos hablando de dos cosas completamente diferentes”. Chitarroni agrega que “las ideas son menos fáciles de discernir, y además pertenecen a un dominio ajeno, acaso indiferente”. La ley parece darles la razón; Filippelli confirma que “las ideas no están protegidas por las normas de derecho de autor, por lo que si alguien reclama por plagio está equivocado y se debe rechazar la pretensión”. “Una idea en sí no es una propiedad, estoy de acuerdo”, señala Drucaroff, y suma: “Con la idea sola no hacemos nada. Cualquiera que ha escrito ficción lo sabe perfectamente. Anna Karenina es una novela extraordinaria, ¿qué tiene de original su idea? El adulterio de una aristócrata con un joven aristócrata, que ella se cubra de deshonra, que él la abandone cuando necesita “sentar cabeza” y pueda seguir su vida perfectamente, mientras que ella ya no tenga nada que hacer con la suya por la asimetría de género... Es una obviedad “la idea”, ¡pero es un libro extraordinario! Lo que Tolstoi hizo con esa idea argumental está lleno de muchas otras ideas, maestría narrativa, construcción de un mundo panorámico denso y muy profundo, reflexiones y evaluaciones de un maravilloso narrador omnisciente, construcción de psicologías, etc.”
Pero la historia plagiaria autóctona también ha puesto en el estrado casos de un absurdo espantoso, paroxístico, donde la intertextualidad o el universo de las ideas quedaron en una galaxia lejana, probándose el más oneroso hurto por páginas, y páginas y páginas de copy-paste. Sudamericana decidió así retirar de las ventas en 2005 el libro Shimriti, del parapsicólogo devenido best-seller Jorge Bucay, porque el mismo contenía al menos cincuenta páginas copiadas textualmente de un trabajo de la española Mónica Cavallé. Como epitafio, Bucay hizo el ridículo otra vez al expresar públicamente que esos párrafos llegaron a su libro por “un error absolutamente involuntario”. ¿Qué sucede entonces con la responsabilidad editorial? ¿Cómo debe actuar la editorial ante un caso comprobado? ¿Guarda algún tipo de gravamen? Desde Cadra aseguran que no es sencillo detectar el plagio en un manuscrito antes de publicarlo. “Se basa en la buena fe del contrato que celebran y en la originalidad de la obra que el autor declara”. Pero subrayan que “la responsabilidad que le cabe al editor o la editorial depende de la naturaleza de la acción de plagio. Si es una denuncia por delito, se deberá demostrar que el editor actuó con dolo, o sea, que supo que estaba difundiendo una obra plagiada y, en ese carácter, podría ser imputado de cómplice necesario del delito. El editor es solidario ante el eventual reclamo”. “En los contratos de edición se suelen incluir cláusulas en las que el autor garantiza la originalidad de la obra y se responsabiliza por cualquier violación a esta garantía”, agrega Filippelli. “Como editor, confío en el autor, claro. Y, si hay algo sospechoso –un pasaje largo en otro tono sin comillas, una fuente dudosa–, investigo”, dice Chitarroni. “Uno de los problemas iniciales que provocó internet es la acumulación de “material bajado”. Por pereza, sí, por indolencia y, en algún caso, por malevolencia. Pero es algo que despejó el arte de la escritura de la artesanía. ¿Cuántos que escriben hoy son capaces de defender cierto cuidado por el buen aliento de las oraciones plantadas en la página?”
El pulso oscuro y espurio de la mezquindad puede, en el nebuloso paisaje del pantano de la creación, operar también en un metadiscurso que suele habitar posiciones harto relajadas hacia el reclamo de la propiedad. A quien le quepa el sayo del samplero, del hacedor de remakes, pues que lo lleve con elegancia; de la misma manera que quien esgrima el cetro del poder y los derechos de autor no olvide jamás que la literatura es, antes que un bien económico, parte del patrimonio universal de las ideas. Si Borges entendió (¿hubo algo que Borges no entendiera?) desde siempre que la escritura partía de esa naturaleza permeable y viral, quizás fue porque supo desde siempre también hacer magia con la materia divina de las lenguas. Ante los intentos de reedificar sus creaciones siderales (nos referimos a los casos de El Aleph engordado, de Katchadjian, y a El Hacedor (de Borges) Remake, de Fernández Mallo), el persistente resguardo que promueve la guardiana de sus riquezas sólo provocó, en ambos casos, el sesgo a la circulación del arte. Si se aguza la vista y las pupilas se dilatan ante la escasa luz de ese estrecho hoyo que se abre entre el plagio, el robo y los procederes, las remakes, la intertextualidad, podrá vislumbrarse entonces que hay, en efecto, certezas y diferencias. Quizás porque robar, entre las ideas, sea una de las más antiguas del mundo.